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¿A quién quieres más?

Nunca he sucumbido a la applemania que se respira en este sector y no desaprovecho ocasión para decirlo. Apple fue y es revolucionaria y visionaria en muchísimos sentidos, nadie puede discutirlo, pero siempre ha mostrado, y parece ser que mostrará, un comportamiento tiránico con sus consumidores/adoradores.

Cuesta comprender cómo es posible que el consumidor de Apple, que presume de ser un tipo de mente abierta, generoso y dispuesto a compartir, acepte que la marca le meta en un redil y le obligue a consumir únicamente y exclusivamente sus productos, ya sean componentes, periféricos, contenidos o lo que toque. Es decir, el pódium del olimpo de las marcas lo ocupa la marca que menos muestras de generosidad, aperturismo y comportamiento democrático ha dado en las dos últimas décadas. Vale que los humanos somos contradictorios, pero esta contradicción es tan evidente que provoca un cierto escalofrío. Casi suena a perversión.

Pese a todo, desde hace unos meses mi animadversión hacia Apple ha menguado y no precisamente como consecuencia de la desaparición de su fundador. La razón es más rastrera: me congracio ligeramente con Apple porque empieza a hacer sombra a otra marca, Google, que no se comporta tiránicamente en absoluto, y que, sin embargo, nos tiene mucho más a su merced. Ya es público el interés de Apple en introducirse en la publicidad en móviles, que domina de largo Google, y eso es, a mi humilde entender, una buena noticia.

Supone un bocadito a la tarta universal que sólo cocina Google. Puede que ese temor a la omnipresencia de Google obedezca a una lectura perniciosa: The Shallows, un libro de Nicholas Carr algo apocalíptico, todo hay que decirlo, que fue premio Pulitzer en 2011, y que ostenta el inquietante subtítulo de What internet is doing to our brains. Lo que asusta no es lo que dice Carr que nos hace internet en la cabeza, porque al ritmo que van las investigaciones no parece que vayamos a vivir para llegar a saberlo o siquiera notarlo, pero sí provoca una cierta intranquilidad lo que dice sobre Google.

La tesis de Carr es que Google es al trabajo intelectual lo que Frederick Winslow Taylor fue al trabajo manual. Taylor, que disfrutó en vida de la Revolución Industrial, dedicó su existencia a encontrar un método que pudiera maximizar la eficiencia del trabajo en las fábricas. Encontró el sistema, como es de suponer, cronómetro en mano y prescindiendo de cualquier consideración respecto a la condición humana de los operadores de las máquinas o de los elementos de las cadenas de montaje.

Decía Taylor: “En el pasado, era el hombre lo primero; en el futuro, el método debe ser lo primero”. Lo cierto es que Carr atribuye a Google frases que suenan mucho a Taylor. Sólo unos ejemplos: “Tratamos de hacer las palabras menos humanas y más una pieza de la maquinaria”, Marissa Meyer, ejecutiva de Google. El propio ceo, Eric Schmidt, admite que la compañía “trata de sistematizarlo todo, y está basada en la ciencia de la medición”. Esto en sí mismo dista de ser censurable; muy al contrario, y el propio Carr lo admite, es loable querer dotar de sistema y un poco de ciencia a la obtención humana de conocimiento.

El único punto que resulta peliagudo es pensar que lo que Google sistematiza y mide hasta dejarlo reducido a un número es nuestro comportamiento; es decir, nosotros: yo, tú, ese y aquel. Carr reconoce que Google nos ha facilitado extraordinariamente el acceso al conocimiento pero al mismo tiempo expresa su temor a que esa pretendida facilidad con la que Google nos sirve la información, los datos y el conocimiento vaya en detrimento del sentido y la reflexión sobre ese mismo conocimiento. Algo así que cuanto más inmersos estamos en el stream de los datos suministrados por máquinas, menos nos enteramos. Da qué pensar.

Pues eso, que bienvenida la competencia, aunque se llame Apple.

María Ortega es periodista.

Foto: Origiamiancy bajo licencia CC

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