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«Soy un adicto y voy a denunciar a Instagram»

La frase del titular podría convertirse en realidad antes de lo que pensamos si los gigantes de Silicon Valley pierden la partida de los reguladores y la psiquiatría durante los próximos años. La Organización Mundial de la Salud puede determinar este año que la adicción a los videojuegos es un trastorno mental que tiene que tratarse con un especialista. La Asociación de Psiquiatría de Estados Unidos ha pedido que se investigue con más detalle el impacto de los juegos de internet. Ahora, flotan las sospechas sobre las redes sociales y las aplicaciones de mensajería instantánea.

La batalla va a ser demoledora porque las consecuencias pueden traducirse en una dentellada brutal para el nombre y los balances de las grandes empresas tecnológicas. Hemos visto otras confrontaciones parecidas en las últimas décadas. La más obvia es la de las multinacionales del tabaco. Ni Facebook ni Google quieren ocupar el lugar que les dejaron Marlboro o Lucky Strike. Solo faltaría que les impusiesen límites de edad para su consumo, que la población considerase que los impuestos que les afectan son impuestos al vicio o que tuvieran que reconocer, con imágenes espantosas o mensajes de advertencia en sus webs, que sus productos perjudican seriamente a la salud.

El terreno de juego está embarrado, lleno de indefinición y de grises. Habrá muchas patadas, regates y goles fantasmas. Los psiquiatras, hasta los años 80, no tenían nada claro que pudiéramos engancharnos patológicamente a algo que no fuese una sustancia. Por eso, se considera que la ludopatía es una enfermedad nueva. Estaban preparados para denunciar los efectos corrosivos de la heroína o el crack, porque se podían ver, oler y tocar. Las víctimas eran obvias y el resultado sobre sus cuerpos, incontestable. La adicción al tabaco, menos devastadora, no iba a ser difícil de apreciar, precisamente, porque seguía la misma lógica.

Las críticas contra la supuesta adicción a internet o las redes sociales no se han multiplicado por casualidad. Para empezar, la opinión pública ya no ve con la misma complacencia los comportamientos de Google, Twitter o Facebook. Han corroído los cimientos de su fama la decepción con sus enjuagues fiscales, el abuso de los datos privados, su concentración del mercado y su indiferencia inicial hacia las noticias falsas o la propaganda financiada por lobbies o servicios de inteligencia. A ese deterioro de la imagen se ha sumado una convicción compartida por miles de usuarios: mirar el móvil 150 veces al día es el síntoma de una enfermedad cuidadosamente programada.  

Es verdad que, en los últimos años, la prepotencia de algunos desarrolladores de software y gestores de las tecnológicas han rociado el fuego de la sospecha con combustible. Se sentían ebrios de euforia ante lo que habían creado. Nir Eyal, profesor de Psicología del Consumidor en Stanford, ha publicado un libro donde explica, con detalle, cómo se diseñan unos productos digitales que obsesionen a sus usuarios y se felicita, especialmente, del poder adictivo de Instagram. Eyal es discípulo de otro psicólogo de Stanford, B.P. Frogg, que ha formado en su Persuasive Technology Lab a muchos de los que después diseñaron los productos más exitosos y adictivos de Silicon Valley.

Queda partido   

A pesar de la erosión de su popularidad, las tecnológicas saben que todavía queda mucho partido y, por eso, apenas están tomando unas medidas que calmen la creciente alarma social. Tim Cook recomienda que los menores no utilicen las redes sociales, y allá cada uno con su conciencia. El primer motivo es que asumen que, por mucho que se queje la población, la gente sigue y seguirá usando las plataformas digitales a medio plazo porque se han vuelto indispensables para comunicarse con amigos, familiares o conocidos. Ganan miles de millones de euros y no van a renunciar a ese dineral a la ligera. ¡Que les tapen los ojos sus padres!  

También juega a su favor que los científicos se tomen su tiempo antes de alcanzar grandes consensos. Es lo que ocurrió con las causas humanas del cambio climático. Los psiquiatras llevan años estudiando la presunta adicción a internet y a redes sociales como Facebook: no han encontrado suficientes evidencias para considerarlas auténticas enfermedades. Si no son enfermedades, sino malos hábitos, y las restringimos legalmente, podemos llevarnos por delante y sin base científica la libertad de los que las disfrutan, las excelentes oportunidades que nos ofrecen y nuevas formas de aprendizaje en las escuelas.  

Otra cuestión que favorece a las grandes tecnológicas es que, para que podamos hablar de adicción con propiedad, no basta que con que consultemos compulsivamente la pantalla del móvil o que creamos escuchar wasaps que nunca llegan.

Es necesario acreditar que los usuarios se animan intensamente al utilizar sus servicios digitales y sufren un evidente síndrome de abstinencia cuando no lo hacen. Se tienen que sentir angustiosamente atrapados y, aun así, no podrán evitar recurrir, cada vez más, a esos servicios aunque se traduzcan en problemas interpersonales o psíquicos. Una vez dejen de abusar de ellos durante un tiempo, cuando vuelvan a utilizarlos, lo tendrán que hacer a lo bestia.   

Hay más. Si la adicción, como parece, no afecta más que a una minoría de usuarios intensivos, cabe la posibilidad de que el problema tenga más que ver con sus circunstancias personales ––si sufren otras adicciones, por ejemplo que con las propias tecnologías. En paralelo, todavía queda por delimitar cómo afecta cada tipo de producto que consumimos (las redes sociales, las tiendas online, las plataformas de vídeo en streaming, las apps románticas, etc.) a nuestras emociones y nuestro cerebro.

Lo más probable es que nunca llegue a existir, como enfermedad, la adicción a internet o al móvil, sino a determinados servicios a los que accedemos mediante el móvil o internet como, por ejemplo, los videojuegos. Si este año la Organización Mundial de la Salud determina que podemos engancharnos a ellos, entonces eso afectará también a las plataformas y redes sociales que los incluyan en sus menús. Según Statista, ya son diez millones los usuarios de Facebook que juegan al Candy Crush todos los días.  

Lo más peligroso para las grandes tecnológicas es que, a diferencia de lo que ocurría hace pocos años, restringir el uso de sus servicios está dejando de ser impopular. Los padres y los educadores cada vez temen más las consecuencias de las aplicaciones móviles sobre los niños. La sombra de la sospecha se alarga cada día que pasa. Las empresas, probablemente, lo pagarán caro. Antes que ellas, si se confirma la realidad de la adicción, lo habrán pagado miles de personas vulnerables.

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