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¿Cuándo vamos a legalizar el divorcio entre palabras?

Hay un tema en el que las tres grandes creencias religiosas, la cristiana, la judía y la musulmana, coinciden: Adán y Eva fueron la primera pareja de la historia. Pero lo que ninguna de ellas dice es si al final se divorciaron.

Tiempo tuvieron de sobra; la Biblia y el Corán coinciden en que Adán vivió casi mil años (de Eva no tenemos datos, pero ya se sabe que las mujeres duran más). También tuvieron motivos. Desde la faenita de la manzana del árbol prohibido hasta las letales discrepancias entre Caín y Abel.

Desde entonces ha diluviado mucho y hoy el divorcio está al orden del día. Raro es ya el país en el que separarse sea un problema irresoluble.

Entonces, ¿por qué a las palabras les resulta tan difícil?

El hecho es que, en el campo de la semántica, cuando dos palabras formalizan su relación se hace casi imposible el poder desligarlas.

En nuestro país el problema viene de antiguo. Pero fue con el advenimiento del NO-DO cuando decenas de palabras formalizaron su relación estable.

En aquel noticiero, de proyección obligatoria en todos los cines de España desde 1942 hasta 1976, la gente aprendió que, como Adán, no es bueno que el sustantivo esté solo. Y por eso se acostumbraron a que la palabra adhesión fuera siempre del brazo de inquebrantable, que final se casara con apoteósico, y misión no se separara de sagrada.

Han pasado más de 40 años y todavía seguimos descubriendo esos «matrimonios de toda la vida» entre los renglones de cualquier texto mediocre. Porque incluso escritores que presumen de buena pluma nos recuerdan de vez en cuando la existencia de parejas como error garrafal, sueño reparador, rollo patatero, duda existencial, daños irreparables y un largo etcétera.

Y es una lástima, porque cualquier texto mejoraría en cuanto tomemos dos sencillas decisiones: eliminar todos los adjetivos innecesarios e imponer una orden de alejamiento entre las parejas desgastadas por su larga convivencia.

Veámoslo al revés. En lugar de eliminar frases hechas y calificativos redundantes de un mal texto, vamos a incluir algunos en otro. Este que todos conocemos y admiramos: las primeras líneas de Cien años de soledad.

«Muchos años después, frente al (impresionante) pelotón de fusilamiento, el (derrotado) coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella (sublime) tarde remota en que su (querido) padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una (pequeña) aldea de 20 casas de (endeble) barro y (silvestre) caña brava construidas a la orilla de un (hermoso) río de aguas diáfanas que se precipitaban por un (impresionante) lecho de piedras pulidas, (cegadoramente) blancas y enormes como (llamativos) huevos prehistóricos».

Las palabras, para ser poderosas, han de liberarse. Escapar de sus redundancias, sus obviedades y de sus parejas predecibles. Y para ello, lo mejor es no estar donde se las espera. Abandonar la seguridad que proporciona la frase hecha y buscar, entre los infinitos textos que aún quedan por escribir, el lugar en el que más importan.  

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