«No comeré nada que tenga madre o que tenga cara» fue una de las declaraciones de principios más recurrentes de Lierre Keith durante casi dos décadas. Y lo fue probablemente por su simplicidad porque, como asegura la escritora y ecologista, «a los seres humanos nos gustan las reglas fáciles». Keith fue vegana durante veinte años y conoce los motivos «honorables y nobles» que suelen empujar a las personas a adoptar este tipo de dietas. «Son razones como la justicia, la compasión y un anhelo desesperado y sobrecogedor de arreglar el mundo».
El problema, en su opinión, es que los vegetarianos se equivocan, no en su intento de salvar el mundo, sino en la solución que proponen para lograrlo (por eso hace unos años eligió como título para su libro El mito vegetariano, en lugar de La mentira vegetariana). El malentendido proviene de la ignorancia: «Somos ciudadanos urbanos de la era industrial y no sabemos de dónde procede nuestra comida. Y eso incluye a los vegetarianos».
Comparte la visión de estos sobre la «cruel, despilfarradora y destructiva» ganadería industrial pero echa en falta que la mayoría de ellos solo se preocupen por los animales muertos que servimos en la mesa. ¿Qué ocurre con los que hemos matado en el proceso? Fue precisamente cuando Keith se dio cuenta de que tenía que ir más allá, que necesitaba una rendición de cuentas completa, cuando descubrió a la verdadera enemiga a batir: la agricultura. «Es lo más destructivo que los seres humanos le han hecho nunca al planeta».
Los monocultivos anuales son los responsables de la devastación de praderas y bosques, de la desaparición humedales y de especies vegetales y animales, de la destrucción de la capa superior del suelo y de la alteración del clima. Toda una paradoja: «Son precisamente los alimentos que los vegetarianos dicen que nos salvarán los que están destruyendo el mundo», recoge la escritora en el libro editado por Capitan Swing.
La mayoría vivimos ajenos a esta realidad. Y de esa ignorancia no escapan ni siquiera muchas organizaciones ecologistas. «Realmente no sabemos qué es la agricultura. La mayoría no sabe los hechos contundentes que implica: tomas un pedazo de tierra, la limpias de todos los seres vivos, de las bacterias, y luego lo siembras para uso humano. Es una extinción masiva e inherentemente destructiva«, explica.
Llevamos tanto tiempo practicando esta actividad que la hemos asumido como «algo natural y normal». Sin tener en cuenta que, tal y como un profesor suyo de la facultad aseguro un día en clase (cuando ella aún era vegana), «en el instante en que se pone un arado en la tierra, se está degradando el suelo». «No la consideramos una actividad a cuestionar –prosigue la ecologista- porque, entre otras razones, ahora son muy pocas las personas involucradas en la agricultura. En Estados Unidos, es una actividad estadísticamente insignificante».
A espaldas de estos lugares y procesos, la mayor parte de la población asume que los alimentos proceden del supermercado sin importarle nada más. «No vemos el costo para el suelo, los ríos, el nivel freático, los animales y ecosistemas enteros. La agricultura es la base del patrón cultural humano llamado civilización y la mayoría no dispone de la imaginación o el coraje para cuestionar todo lo que se nos ha dicho que es bueno y correcto».
Ella lo hizo en su día, alentada en buena medida por los problemas de salud que achaca a lo comió (o mejor, dejó de comer) durante años. Aquella forma de vida que había abrazado como consecuencia de su compromiso con el planeta estaba provocando o agravando numerosas dolencias, algunas de ellas bastante serias. Muchos vegetarianos y veganos no le perdonan que siga alertando sobre los peligros de la malnutrición que se asocia a muchas de estas dietas: «A cualquiera que abandona el veganismo se le dice lo mismo: que no lo hizo correctamente. Sus defensores no pueden aceptar que causa daño, por lo que tienen que culpar a la víctima», nos cuenta.
Pese a las críticas, amenazas e incluso alguna agresión (durante la presentación del libro fue atacada con pasteles de chile por activistas vegetarianos), Keith sigue incidiendo en que el vegetarianismo o el veganismo no son los caminos hacia la sostenibilidad. «Hace falta una narrativa psicológica diferente». Una nueva cultura que no sea solo una alternativa.
Las acciones individuales sirven de poco en este sentido, de ahí que evite dar consejos sobre alimentos concretos que podemos comer y los que no. A cambio, menciona conceptos como democracia directa, economía local («tenemos que comer donde vivimos») o policultivos vivaces que sustituyan a los monocultivos entre las vías a implantar a gran escala. Aunque las posibles soluciones nos pasarán inadvertidas de seguir sumergidos en las profundidades de la ignorancia. «Para salvar el mundo, debemos conocerlo», concluye.