Tras los acontecimientos de las últimas semanas, casi todos tenemos una imagen mental de las aterradoras consecuencias de una depresión aislada en niveles altos, más conocida por su acrónimo DANA. Pero menos habitual es saber en qué consiste este fenómeno meteorológico, relativamente común en los otoños de la cuenca mediterránea. Tradicionalmente conocida como gota fría, es una gran masa de aire frío a gran altura que, tras desprenderse de una corriente y quedar aislada, se desploma sobre el aire caliente que hay a menor altitud.
Una DANA puede permanecer horas, e incluso días, sin moverse de un área geográfica concreta, y ocasionalmente puede desplazarse hacia el oeste. La magnitud y fuerza de la gota fría dependerá de la intensidad de los factores que la originan.
Por un lado, una masa de aire frío a gran altura, normalmente localizada a elevadas latitudes; en general, en Europa, la corriente en chorro polar suele ser el origen de estas masas de aire. Una fuerte corriente delgada y concentrada de aire muy frío, que viaja a gran velocidad de oeste a este en torno al Círculo Polar Ártico; ocasionalmente, se forma un bucle en su recorrido, de forma similar a como se forma un meandro en un río, y se desprende una porción de su masa, viajando hacia el sur. La corriente en chorro se forma por efecto de la rotación terrestre, y aumenta su fuerza cuando la atmósfera se calienta.
Por otro lado, debemos tener una masa de aire superficial caliente, que normalmente se produce en las proximidades de mares cerrados durante el otoño, ya que preservan el calor del verano —que no se ha disipado por el resto del océano— y calientan el aire en capas bajas.
Debido al cambio climático, la atmósfera en su conjunto está cada vez más caliente, lo que aumenta la fuerza e intensidad de las corrientes en chorro, y con ello, la probabilidad de que se formen esas masas de aire frío a gran altura. Además, los veranos cada vez más cálidos convierten al mar Mediterráneo en una especie de olla cuyas aguas están cada vez más y más calientes.
Como el único lugar por donde el Mediterráneo puede disipar tanto calor al océano es a través del estrecho de Gibraltar —una abertura diminuta en comparación con su gran superficie—, el calor se acumula cada vez más. Así es como el cambio climático antropogénico está dotando de combustible a los dos motores causantes de las gotas frías.
El concepto de tiempo de retorno se define como el lapso de tiempo promedio que transcurre entre dos eventos consecutivos de una misma magnitud. Un tiempo de retorno bajo implica baja magnitud, mientras que eventos de gran magnitud se corresponden con altos tiempos de retorno.
Según las estimaciones realizadas sobre la dana que azotó la costa suroccidental de la península ibérica a finales de octubre, su período de retorno se encuentra, según distintas fuentes, entre los 500 y los 2000 años. Para la siguiente, sucedida en la segunda semana de noviembre, aún no disponemos de datos. Sin embargo, de un tiempo a esta parte, estos tiempos están cambiando de significado.
En general, el cambio climático está causando que los fenómenos meteorológicos extremos sean cada vez más frecuentes e intensos y, como hemos visto, este evento de gota fría no ha sido una excepción. Según un análisis preliminar llevado a cabo por la World Weather Attribution —el principal organismo internacional dedicado al análisis de contribución del cambio climático a desastres naturales—, la intensidad de este desastre ha sido hasta un 12 % mayor debido al cambio climático antropogénico, y la probabilidad del suceso ha sido del doble respecto a un escenario preindustrial.
Y si el cambio climático antropogénico ha sido un factor más que decisivo en la probabilidad de que sucediese este fenómeno extremo y en su intensidad, las consecuencias desastrosas también tienen, en parte, causas humanas.
Desde ciertos sectores de la población se sostiene que los cauces llenos de vegetación son un riesgo cuando se produce una inundación. La acumulación de restos vegetales, como tallos, ramas y troncos, puede aumentar la destructividad de las riadas y, ante puentes u otras construcciones, convertirse en obstáculos que represan el agua y facilitan el desbordamiento.
Sin duda, estos riesgos son reales, y pueden traducirse en mayores daños a infraestructuras. Sin embargo, analizar los riesgos solo desde esa perspectiva es sesgado y poco realista. De hecho, la presencia de vegetación, sobre todo de árboles y arbustos, es un factor de mitigación que actúa en múltiples niveles.
Por un lado, el suelo es un factor muy importante en la génesis de una riada, producto de lluvias intensas que engrosan de forma masiva el caudal de un río. Cuando se producen estas crecidas, las lluvias no solo caen en el cauce de agua, sino también en los territorios circundantes. Si estos terrenos están formados por bosques o poblaciones de matorrales, con suelos bien desarrollados, gruesos y bien sujetos por la vegetación, el agua se infiltra, quedando retenida en el suelo como si se tratara de una esponja.
Solo el agua que el suelo no es capaz de retener comenzará su viaje cuesta abajo hacia el cauce más próximo para nutrir la riada. Pero en ausencia de vegetación, los suelos pierden capacidad de retención; la escorrentía será mucho mayor y, por lo tanto, también el volumen de agua que llega al cauce.
Es más, en ambientes degradados, esa agua también llega más rápido, cargada de sedimentos. Un entorno ricamente poblado por vegetación actúa como freno; el agua discurre más despacio, esquivando troncos en su camino, con lo que la fuerza y la velocidad es mucho menor. Por el contrario, un entorno con poca vegetación, y en la que la mayor parte es herbácea, no supone ningún obstáculo para el agua, que correrá con mucha mayor libertad.
El incremento en la fuerza del caudal promueve, también, una mayor erosión. El agua, a su paso, arranca del suelo partículas de arenas, arcillas y otros sedimentos, que terminan en el río y pasan a formar parte del problema.
Una vez el agua discurre por el cauce y comienza a desbordarse, la vegetación sigue teniendo una función muy importante. Los troncos y matorrales dispuestos en los márgenes del río en forma de bosque de ribera frenan las aguas, reduciendo la fuerza con la que descienden. Al perder velocidad, también pierden capacidad de mantener los sustratos en suspensión, favoreciendo su precipitación. Las inundaciones, en estos casos, presentan menos lodo, tienen menos fuerza, y tienden a ser más lentas, lo que facilita la evacuación, de ser necesaria —siempre que los sistemas de alerta a la población funcionen adecuadamente—.
Además, los árboles del bosque de ribera, y especialmente los que se encuentran en primera línea, como los sauces, suelen tener ramas relativamente flexibles y no se rompen fácilmente a pesar de la inundación. Pero cuando esta vegetación nativa se sustituye con árboles ornamentales o de explotación, de madera más rígida, tienden a quebrarse ante la fuerza del agua y contribuyen al aporte de residuos.
Sin embargo, los cauces limpios, sin vegetación, presentan varias problemáticas asociadas. Por un lado, sin árboles y arbustos resistentes que mitiguen la fuerza del agua, la inundación desciende con mayor velocidad y de forma mucho más destructiva. Por otro lado, la proliferación de especies exóticas invasoras asociadas a los cauces fluviales, como la hierba de la Pampa (Cortaderia selloana) o el plumero rabogato (Pennisetum setaceum), apenas tienen capacidad de soportar la fuerza del agua y son arrancadas del suelo cuando llega la riada.
Al final del recorrido, el río que procede de cauces limpios ha llegado más rápido y de forma mucho más destructiva, cargando consigo mucho más limo y barro, y grandes volúmenes de restos vegetales que se descompondrán en poco tiempo, causando mayor proliferación de microorganismos potencialmente patógenos.
Pocas personas de la generación milenial y anteriores han olvidado el fatídico día 7 de agosto de 1996, cuando una gran riada procedente del barranco de Arás arrasó el camping Las Nieves, situado en el cono de deyección del torrente en su desembocadura en el río Gállego, en la localidad de Biescas, Huesca.
Desde entonces, aquel trágico suceso se empleaba como ejemplo paradigmático del riesgo asociado a las infraestructuras sensibles en lugares susceptibles de sufrir una inundación. Los conos de deyección son estructuras geomorfológicas con forma de abanico, que se forman por la acumulación masiva de sedimentos a la salida de un valle de carácter torrencial. Los cauces de estos torrentes son de carácter voluble, y pueden cambiar drásticamente si sucede una crecida, con las desastrosas consecuencias ya conocidas. Pero no son las únicas zonas en riesgo.
Los ríos, en su formación, horadan el terreno formando una hendidura, que es lo que conocemos como cauce. En los tramos medios y bajos, el terreno a los lados del cauce suele ser más o menos llano, dispuesto de forma escalonada, que va aumentando en altura a medida que se aleja del río. Estas superficies se denominan terrazas aluviales, y la más baja de todas, la que está adyacente al cauce, se llama llanura de inundación.
Sin duda construir sobre terrenos inundables implica un riesgo tácito difícil de obviar; pero no entraña el mismo riesgo edificar en una llanura baja para la que el período de retorno de inundación sea de 50 años, que en una terraza que tenga, en promedio, un evento catastrófico cada 500 años. Tampoco es lo mismo edificar un centro comercial, que ante una alerta temprana —entendemos que funcional— puede ser clausurado preventivamente para que no haya nadie en el momento de la inundación, que unas viviendas que, en caso de desastre, requieran de una evacuación.
El Sistema Nacional de Cartografía de Zonas Inundables, dependiente del Ministerio para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico, nos proporciona mapas muy interesantes que permiten comprobar las zonas de España que pueden verse afectadas por inundaciones con distintos períodos de retorno. Así, por ejemplo, encontramos que hay barrios enteros en zonas de inundación frecuente —período de 50 años—, como los Camarones en Huelva, el antiguo cauce de la Esgueva en Valladolid o las calles más próximas al río en Miranda de Ebro —llegando al ayuntamiento—.
Sin embargo, si se analiza el escenario con un período de retorno de 500 años, el escenario es muy distinto. En ese caso, terminaría bajo el agua todo lo que se encuentra al oeste de la avenida de Cristóbal Colón en la capital oscense; los barrios vallisoletanos de La Rondilla, Belén, La Pilarica, Huerta del Rey y buena parte del centro podrían inundarse, con un volumen de agua similar a la histórica riada del Pisuerga de 1636; y en la localidad burgalesa de Miranda, tan solo las manzanas enmarcadas por las calles Logroño, Arenal y Dr. Fleming se librarían de acabar totalmente anegadas.
Las consecuencias de este escenario, que, recordemos, se encuentra en el límite inferior de lo sucedido en las últimas semanas en provincias como Valencia, en otras ciudades podría ser aún más catastrófico. En Sevilla, por ejemplo, toda la isla de la Cartuja y los barrios de Triana y Los Remedios estarían bajo varios metros de agua, que por la margen oriental del Guadalquivir se extendería por La Macarena, gran parte del casco histórico, Santa Justa, Nervión, parte del Distrito Sur y toda la parte de Palmera-Bellavista cercana al cauce.
Y, por poner otro ejemplo, en El Gran Bilbao, las inundaciones en período de retorno de 500 años cubrirían el Casco Viejo, las calles más bajas de Uribarri, toda la isla de Zorrozaure, el municipio de Erandio casi al completo y el barrio de Arteagabeitia en Barakaldo.
Si el concepto del período de retorno fuera un dato de carácter uniforme, podríamos decir que estas áreas se encuentran en zonas de muy bajo riesgo. Sin embargo, en las últimas décadas, los sucesos extremos son cada vez más frecuentes, y como ya hemos visto, el cambio climático está deformando esta noción asentada del período de retorno, y su carácter es cada vez más variable. No debe extrañarnos que fenómenos que, en condiciones normales, sucederían una vez cada pocos siglos, pasen a ocurrir cada varias décadas.
Si algo nos enseña este tipo de desastres es la necesidad de adaptarse a ellos. Debemos ser capaces de anticiparnos, y disponer de sistemas que permitan actuar de forma eficiente. Para ello necesitamos que todos los engranajes funcionen adecuadamente: la detección temprana, la alerta a la población y sistemas eficaces que permitan detener toda actividad en situaciones de emergencia, e incluso evacuar preventivamente a la población si fuera necesario.
El cambio climático ha llegado para quedarse. Y, al margen de las acciones que emprendamos como sociedad para evitar que llegue a un punto de colapso sin retorno —más que necesarias y urgentes, sin duda—, debemos tomar conciencia de que estos fenómenos extremos y extraños serán cada vez más extremos y menos extraños. Adaptarnos a ellos, a todos los niveles posibles, será la única manera de minimizar las pérdidas materiales y sobre todo las víctimas.
Si eres un imperio, la única verdad de la que puedes estar seguro es que…
Les gustaba leer, pero nunca encontraban tiempo. También les gustaba quedar y divertirse juntos, pero…
La tecnología (pero no cualquiera, esa que se nos muestra en las pelis de ciencia…
La ciudad nos habla. Lo hace a través de las paredes, los cuadros eléctricos ubicados…
Cultivar aguacates en zonas secas es forzar la naturaleza: alto impacto ambiental y un futuro…
¿Qué tienen los chismes, los cotilleos, que nos gustan tanto? Para el ser humano, son…