Los resultados de la investigación de Juan José Martínez D’aubuisson se encuentran plasmados en su tesis. Sin embargo, la parte menos académica, las sensaciones experimentadas, los miedos, el peligro, la indignación o la estupefacción con las que convivió en los meses de trabajo han ido a parar a las páginas de Ver, oír y callar. Un año con la Mara Salvatrucha 13, un libro editado en España por Pepitas de Calabaza que explica una pequeña parte de la complejidad de la violencia callejera salvadoreña.
Hay un asunto que llama mucho la atención en esta historia. El origen de las maras salvadoreñas no se encuentra en El Salvador. Estas pandillas nacieron en el económicamente bien dotado estado de California, en Estados Unidos, donde, como en cualquier país del Primer Mundo que se precie, siempre hay espacio para la miseria y la discriminación.
Allí, los pobres y desocupados se dedicaban a hacer esas cosas que hace la gente cuando no tienen ni dinero, ni trabajo, ni otra cosa que hacer y, sin embargo, sí tiene armas y poco apego a la vida: matarse a tiros. Con el tiempo, las pandillas de latinos de California fueron deportadas y la contienda siguió en algunos de sus países de origen en los que tampoco había dinero, comida o nada que hacer.
La palabra mara nació de un clásico del cine de 1954, The Naked Jungle, que se tradujo al castellano como Cuando ruge la marabunta. La película fue un éxito en El Salvador y su penetración en la sociedad fue tal que los grupos de amigos pasaron a llamarse coloquialmente así, maras. A mediados de los años 70, la palabra pasó a bautizar a las bandas callejeras.
Los pandilleros, al igual que los millones de hormigas que acabaron con los sueños del personaje representado por Charlton Heston en esa cinta, continúan su insaciable y violento banquete que está dejando sin esperanza ni futuro a una buena parte de la sociedad salvadoreña.
Precisamente, por el impacto social de la violencia, fue por lo que Juan José Martínez D’aubuisson decidió complicarse la vida. Es antropólogo, un académico acostumbrado a que el mayor peligro que le aceche sea el sedentarismo propio de quien tiende a no separarse de los libros. Por eso, cuando decidió que su tesis doctoral estaría dedicada a la realidad social de las maras de su país natal, se desencadenó a la vez el examen que determinaría si ese investigador era capaz de vencer al miedo.
La realidad dice que, antes de que ocurran las cosas importantes, nadie sabe si esconde un héroe en su interior. Es en los momentos en los que la adrenalina se dispara en los que uno descubre de qué pasta está hecho. Por eso, no es fácil gestionar el miedo en un territorio en el que la vida no vale nada.
Tal vez, con un poco de suerte, uno puede acostumbrarse a vivir en ese estado de continua amenaza. Tal vez así, abrazando constantemente al peligro, el alma se anestesia y permite que la mente se mantenga relativamente cuerda en un entorno que para lo último para lo que se ha preparado es el albergar condiciones convencionales de vida.
Pero la elección ya estaba hecha y fue casi natural para Martínez. Dice que en su entorno familiar siempre hubo inclinación por entender y empatizar con lo que le ocurría a las clases sociales más castigadas por la desigualdad. «La academia debe dar cuenta de los fenómenos más importantes o que más afectan a las poblaciones. Durante el desarrollo de mi carrera y de mi vida he tratado de estar de alguna manera cerca de los entornos de las clases subalternas, no sólo porque es en esta franja en donde se desarrollan los cambios socioculturales de mayor relevancia en la historia, sino por una convicción y una deuda histórica con esta población», explica el salvadoreño.
Además, ocurre que en El Salvador ni la actualidad ni el miedo escapan de la influencia de la violencia de las maras. Optar por una investigación trascendente fue algo que casi cayó por su peso. «Las maras y la violencia social son, hoy por hoy, el fenómeno que más atención requiere por parte de políticos, sociedad civil organizada y, por supuesto, la academia. Los científicos, sobre todos los científicos sociales, estamos obligados a aportar conocimiento útil para la construcción de mejores políticas públicas, y esto es algo que invariablemente se desprende de esta investigación», explica Martínez.
Bajo esas premisas, el antropólogo pasó un año subiendo a lomos de Samanta, una destartalada moto china, a uno de los barrios donde una clica, una célula de la Mara Salvatrucha 13 tenía base y dominio. Allí, en la colonia Buenos Aires, descubrió lo real del miedo, pero también se hizo consciente de algo más. «Creo lo menos importante de mi trabajo es centrar la atención en el papel que juega el investigador dentro de estos contextos. Debemos centrarnos en los contextos mismos. De lo contrario, se pierde un poco el sentido de la investigación y se terminan creando héroes o Indiana Jones. Eso resta valor a los hallazgos que puedan encontrarse. Asumiendo eso, efectivamente, tengo que decir que el miedo es algo que siempre está presente. Se aprende a temerle a tus fuentes, a temerle al entorno y a temerle a las consecuencias del trabajo antropológico en sí mismo una vez publicado», declara.
No es sencillo asumir la dura realidad de que, si las cosas se ponen feas, tu propia supervivencia depende de una persona cuyo criterio y respeto por la vida se alejan mucho del deseable, del que se asume como aceptable para construir una sociedad justa y pacífica. Aun así, el salvadoreño insiste en que es un error centrar la atención en él como autor de la investigación. «El riesgo real lo corren las personas que viven todos sus días en estas condiciones. Para ellos y ellas la muerte es una realidad que puede llegar en cualquier momento. Ese es justo el sentido de la fatalidad como forma de vivir».
La primera conclusión a la que llegó sobre el terreno Juan José Martínez es que el miedo se diluye cuando se observa el estado cotidiano que allí se sufre. Todo se convierte en indignación, en rabia y en incomprensión hacia la falta de empatía con un grupo social olvidado. «Experimentaba indignación por las condiciones de pobreza, marginación y abandono por parte del Estado», comenta.
Ese es el caldo de cultivo ideal para que la violencia campe a sus anchas. «La violencia se genera, la violencia parte de un conjunto de actitudes y de dinámicas cuyo origen más profundo tiene que ver con la desigualdad, con el hecho de que unos vivan en la mierda y otros vivan en la opulencia. Sobre todo, cuando la riqueza y la opulencia la generan los que viven en la mierda», señala el investigador.
Martínez dice que explicar las causas de una situación así le llevaría meses. Aun así, se esfuerza por resumirlo de manera somera. «Las pandillas son producto de una serie de dinámicas y procesos socioculturales complejos. Podríamos decir que la ausencia de una solución tiene que ver con factores históricos. Por otro lado, podemos decir que la perpetuidad de las maras se asocia a la perpetuidad de los factores económicos que generan desigualdad y miseria y, en ese sentido, habría un factor económico. También podemos decir que la permanencia de estos grupos en la región tiene que ver con una forma de ver la vida de parte de las poblaciones, con una serie de valores y normas asociados al sacrificio, el terror, la fatalidad y la violencia. Por tanto, en este caso hablamos de un factor cultural. Las pandillas permanecen fuertes y lo seguirán haciendo como consecuencia de una serie de medidas estatales estúpidas, crueles y desatinadas implementadas por todos los gobiernos de las últimas décadas incluyendo el actual, el del presidente Sánchez Cerén. En este caso, hablamos de un factor estructural».
Semejante jardín de condicionantes dan como resultado estructuras sociales inestables en las que, por ejemplo, las mujeres adoptan roles que, en ningún caso, les deparan existencias apacibles; en las que la esperanza de vida se reduce drásticamente; en las que la muerte se convierte en un personaje más de las calles.
La muerte aparece, sobre todo, los días 13 y 18 de cada mes. En esos días, la MS-13 y la Mara 18 pasan la factura humana a su banda antagonista y la sangre corre, porque, entre otras cuestiones, su precio es bajo. El antropólogo afirma que la frecuencia con la que la violencia aparece no ha anestesiado a la sociedad, pero sí lamenta que la vida no se paga igual en todos los territorios. «Hay distintas categorías para la vida. Para la opinión pública, la vida de los pandilleros y, en general, de las personas de los sectores marginales, importa menos. Es menos relevante que la de una persona de las clases medias y mucho menos que la de alguien de la clase dominante. Digamos que estos homicidios son importantes porque son números abultados, pero no en una escala de individuos y, por supuesto, no como seres humanos. Pasa lo mismo, en realidad, en todo el mundo. Para la sociedad española vale menos la muerte de un africano por hambruna que la muerte de un niño español por cáncer», cuenta el salvadoreño.
Mientras la mayoría del mundo que se tiene por desarrollado se preocupa con incertidumbre por el próximo trending topic en Twitter, en la Colonia Buenos Aires, dominio de la clica Guanacos Criminals Salvatrucha, hay algunas cosas seguras. Seguirán circulando los autobuses atronando con música de Cypress Hill y lo harán a toda mecha para no ser asaltados como diligencias en territorio apache. Habrá religiosos temerarios echando un cable a medio camino entre la entrega personal y el terror que produce escuchar a las balas silbar a su alrededor. Los habitantes del barrio bajarán de la colina a vender lo que puedan para cenar algo medianamente caliente. Hugo, Moxy o cualquier otro de los pandilleros de El Salvador no llegarán a viejos.
4 respuestas a «El académico que sobrevivió entre las maras»
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Es muy interesante la página, quisiera seguir las publicaciones. Saludos.
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