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Arquitectura Transformer

Entre casas modestas —cubos de ladrillo visto sin pintura ni revoque— se erige un gran elefante blanco. En realidad vendría a ser un elefante multicolor. Edificio rojo, amarillo y naranja, con formas geométricas típicas de las cerámicas andinas. Su fachada de seis pisos es imponente. Por dentro tiene cornisas de iglesia, el techo lleno de chacanas (cruces aymaras), la iluminación compuesta por al menos un centenar de focos de colores y en el centro cuelgan tres arañas de cristal en forma de estalactitas.
En la calle el panorama es otro. Un muñeco de trapo cuelga del poste de luz con un cartel: ‘Ladrón encontrado será quemado vivo’; una cholita (mujer indígena de amplia falda, llamada pollera) arrastra con dificultad una carretilla repleta de frutas; un perro hurga la basura que se acumula en media calle; un autobús destartalado pasa con tanta gente que algunos van colgados de la puerta. Salir del colorido predio es volver a una realidad pintada en escala de grises. Un millón y medio de personas que no tiene acceso a viviendas como esa, ni muchas veces a servicios básicos como luz y agua potable. Pensar en alcantarillado aquí es un lujo que tiene menos de la mitad de la población. Esto es El Alto, Bolivia.
El Alto es como la hermana menor de La Paz. (Es la capital administrativa del país. La verdadera capital es Sucre). Esta ciudad es joven (apenas tiene 29 años) y posee un coliseo con shows de lucha libre de cholitas como mayor atractivo turístico. Ahora atesora también un estilo arquitectónico único en el mundo.
Esta ciudad, que durante muchos años ha sido considerada como la más insegura del país y una de las más pobres, ha crecido desmesuradamente y en la actualidad es la segunda con más población, después de Santa Cruz de la Sierra. Es aquí donde nació la arquitectura transformer. Este estilo arquitectónico debe su nombre a lo que salta a la vista: la apariencia robótica y casi futurista de las edificaciones. De hecho, hay algunos edificios inspirados en la serie animada del mismo nombre.
«Este tipo de arquitectura es una forma de mostrar el poderío económico de familias de campesinos que antes no tenían dinero y ahora lo tienen. Aunque no hay un verdadero rescate de la identidad étnica, es una manera de afirmar el orgullo de ser cholo», dice Rim Safar, presidenta del Colegio de Arquitectos de Bolivia (CAB).

Antes, ser cholo en Bolivia, o sea, de rasgos indígenas, era motivo de vergüenza. El país fue gobernado por blancos desde su creación en 1825, pero desde hace ocho años hay un presidente indígena, Evo Morales. Muchos de esos cholos (vendedores ambulantes convertidos en grandes importadores) son muy adinerados y demuestran su renovada autoestima con esta nueva estética arquitectónica que no pasa desapercibida: edificios ostentosos con fachadas decoradas con chacanas (cruces andinas), whipalas (bandera de los pueblos originarios) y achachilas (espíritus aymaras protectores). Lujo que sobresale entre los muchos asentamientos ilegales que componen la ciudad o, como dicen los alteños, «en El Alto tu casa es donde puedes llevarte unos cuantos ladrillos y hacerte un cuarto».
Para entender el porqué de este fenómeno arquitectónico, hay que saber que Bolivia es un país mayoritariamente indígena y tiene dos culturas muy importantes: la aymara y la quechua. Entre ellos, un síntoma de bonanza económica es tener una esposa corpulenta, oronda, voluminosa y cuantiosa. Todos eufemismos para calificar a las bellezas andinas como la cosmovisión occidental las ve: mujeres gordas. Aquí, parte de lo atractivo es tener un cuerpo que resista las bajas temperaturas, que sirva para el trabajo duro en el altiplano, que llene las coloridas faldas y que muestre que el hombre puede proveer alimentos en abundancia para la familia. Nada de belleza raquítica al estilo anglosajón. Para los alteños que se conservan a la vieja usanza, supermodelos como Kate Moss no serían otra cosa que unas muertas de hambre. Este gusto de los locales por lo exuberante también se ha visto correspondido por la arquitectura.
El creador  
Freddy Mamani (moreno, rasgos indígenas, con su español lleno de errores típicos de los campesinos aymara hablantes) es un exalbañil graduado arquitecto que se autoproclama el creador de este estilo. Aunque hay discusión sobre la autoría con otros arquitectos y albañiles que comenzaron en la misma época, Mamani es el más visible. Ha construido 54 edificios de los 80 que hay en la ciudad de este estilo, ha sido entrevistado varias veces en Bolivia y se ha escrito un libro sobre su obra.
«Yo fui a conocer Tiahunaco en 2005 (ancestrales ruinas incaicas bolivianas). Me gustaron mucho las formas andinas y después de ese viaje pensé que llevaba 15 años trabajando en la construcción y que ya estaba cansado de lo mismo. Dije: ‘Hay que hacer algo que rompa los moldes, algo nuevo, algo andino’», cuenta con emoción.
Francisco Mamani, comerciante importador de celulares con tiendas en todo el país, era cliente de Freddy, tenía un terreno de 300 metros cuadrados en la avenida principal de El Alto y quería construir un inmueble, pero no sabía qué tipo. Freddy Mamani le recomendó hacer un edificio elegante, con formas andinas, colorido y con un gran salón de eventos, algo que hasta entonces no había en la ciudad. El dueño aceptó encantado.
El edificio se pintó en escala de verdes porque Freddy Mamani creía que así daría color al desértico paisaje altiplánico. Eso llamó mucho la atención.
«Apenas lo terminamos en 2008, un periódico me entrevistó y publicó unas fotos de las construcciones. La gente quedó asombrada y comenzamos a reventar como pipocas (palomitas). Tenía muchos pedidos», cuenta.
Freddy nos recibe en su oficina, un cuarto amplio pintado como un muestrario: cada pared con uno o dos colores y texturas distintos, y nos muestra los materiales más costosos que tiene para ofrecer. «Estos porcelanatos son especiales. Cada piecita cuesta 280 bolivianos (unos 30 euros), son traídas desde China y son muy requeridas», dice mientras saca una baldosa con líneas doradas que solo podría ser usada en el piso de la casa del rey Midas.
—Freddy, ¿por qué comenzaste con este tipo de construcciones?
En El Alto no teníamos una identidad arquitectónica. Cuando llegan los turistas a La Paz, aterrizan aquí y, desde el avión, solo ven edificios sin color, de ladrillo visto (para llegar a la capital se utiliza este aeropuerto, que está a solo 20 minutos). Ahora le estamos tratando de dar una identidad a nuestra ciudad. Para lograrla, Freddy usa los colores de los aguayos (tejidos indígenas) y de las cerámicas andinas. Me inspiro en nuestra cultura andina milenaria, en la música, las danzas, las artesanías, nuestros animales, como el cóndor y la llama. Esto lo mezclamos con lo moderno, con lo elegante y con lo que pide el cliente.
Freddy Mamani, ese niño que jugaba con barro mientras ayudaba a su padre a construir las casas de los blancos ricos, hoy diseña y hace edificios que pueden costar entre 200.000 a 600.000 euros. Pero la inversión de sus clientes rinde frutos. «En estas construcciones la idea es que la familia tenga negocios que le generen ingresos y al mismo tiempo viva ahí», dice.
Estos edificios, además de su peculiar estética, tienen una particular disposición. En el primer piso se construyen tiendas donde poner un negocio o para alquilarlas. En el segundo piso un salón de eventos donde se celebran matrimonios, cumpleaños o bautizos y donde cada dueño compite por tener el más lujoso. En el tercero se hacen departamentos para los hijos o para alquilar a gente que jamás se queja del ruido de las fiestas. En el cuarto pueden haber depósitos y, por último, se corona el edificio multipropósito con la vivienda principal: un gran cholet (como lo llaman ellos en honor a sus chalés estilo cholo).
Mamani da rienda suelta a las exigencias de sus clientes. «Somos familia de locos, queremos jugar como si fuésemos chicos, solo que ahora jugamos con juguetes más caros», le dijo un cliente antes de pedirle una casa decorada con sus animales favoritos: águilas, cóndores y serpientes. El exalbañil, fiel a la ley de que el cliente siempre tiene la razón y el dinero, tuvo que contratar a un tallador e ingeniárselas para llenar la fachada del edificio con esos animales.
Pero no es el único pedido inaudito. Otro cliente ha dejado al albañil y arquitecto sin poder dormir. «Este señor es un comerciante de cosas para construcción, es mi proveedor, siempre trae lo más moderno y extravagante de China. Él quiere que en vez del cholet (chalé) le haga una chullpa, una torre mortuoria aymara para personajes de alto status, y que esa sea su casa. ¡Imagínese! No sé cómo hacerla, me vuelvo loco pensando, tengo eso pendiente».

Vivir en un cholet
Alejandro Chino y María del Carmen Pérez son clientes de Mamani. Como la mayoría de ellos, son comerciantes y adoran bailar en los carnavales y asistir a una fiesta folclórica llamada El Gran Poder. En ese festejo alteño todo es exagerado. Se hace alarde de riquezas a través de los trajes más elegantes y las bandas de música más numerosas. Ese pavoneo pasa a todas las esferas. El éxito comercial de Alejandro Chino, exsastre y hoy uno de los más grandes importadores de telas del país, se ve en sus dos edificios de El Alto, en su casa de La Paz, en sus autos y también en su sonrisa. Sobre todo, en su sonrisa. Alejandro y su esposa tienen todos y cada uno de sus dientes adornados con oro.
Ambos abren las puertas de Rey Alexander, el predio con el salón de fiesta más grande y lujoso de El Alto, y lo muestran orgullosos. Arriba tienen su casa, un gran cholet con jacuzzi, piscina y cinco habitaciones. «Yo me llamo Alejandro. Queríamos un nombre que muestre el lujo del salón, que diga cómo que uno se siente como un rey, por eso hemos puesto ese nombre, bien no más, ¿no? Mi guaguitay (hijo menor) dijo que Alexander es más de moda, así como de inglés».

Alejandro, el rey Alexander: la sonrisa de oro, el lujo kitsch, el español mal hablado y cruzado con aymara. El éxito comercial de una clase emergente. «El orgullo de ser cholo».
«Para un matrimonio trajeron a Carro Show de México. Es un grupo de cumbia, ¿conoce? Cobró treinta mil dólares por tocar aquí; fue la mejor boda del año. Es que ahorita el nuestro es uno de los mejores locales de Bolivia; el que se casa aquí se lleva un recuerdo único, no hay en La Paz ni en ningún lado un local así. El diseño, los colores, las lámparas, la alfombra roja, una belleza», indica.
Alejandro tiene el pecho hinchado de orgullo después de haber mostrado su salón. Con su flamante sonrisa metálica nos guía a la salida. Afuera un camión descarga arena para el edificio que se construye al lado (también propiedad suya). Al despedirse dice que aquí solo se casan las gentes más exclusivas y que se hacen las fiestas más alegres, «donde todo el mundo baila hasta el cansancio». También dice que para casarse en Rey Alexander hay que pagar diez mil bolivianos (unos mil euros) y reservar con un mes de anticipación. Lo que olvida señalar es que para bailar en El Alto, incluso para caminar en El Alto, hay que tener pulmones capaces de respirar a 4.070 metros de altura.







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