Chema Martí iba para pintor, o eso pensaba él. «Siempre he sido un fanático del arte, de los cómics. Pero siempre era más la pintura lo que más me llamaba la atención». Sin embargo, la escultura se cruzó en su camino y abandonó los pinceles y los lienzos para crear objetos en tres dimensiones que su imaginación hacía brotar de trozos de madera vieja y carcomida, cuerpos de aspiradores inservibles o candiles oxidados. Para terminar de darles un nuevo aspecto, Martí les regaló la luz y los transformó en arte, sin pretenderlo. Por eso, a sus extraños cachivaches metamorfoseados en lámparas los llamó Arte-Factos.
De niño se pasaba la vida dibujando en todo cuanto se le ponía a tiro: libros, cuadernos, papeles sueltos… Viendo la afición del chaval, sus padres decidieron apuntarle a clases de pintura. Su maestro fue el pintor madrileño Ángel Orcajo, quien le enseñó la técnica del pincel y del óleo. De él viene su gusto por los mundos metálicos y mecánicos. Pero el arte se le «clavó» durante un verano en Verona, visitando a un amigo suyo que estaba trabajando como aprendiz del escultor malagueño Miguel Berrocal, autor, entre otras cosas, de la primera estatuilla de los Goya.
Aunque sus primeros trabajos fueron en la publicidad y el diseño, Martí no había perdido aquel impulso creador que sintió en su adolescencia. Después llegó la crisis, tuvo que dejar su trabajo en la publicidad y encontró otro como comercial, algo que le obligaba a pasar mucho tiempo en la calle. Y en aquellos paseos urbanos fue cuando empezó a fijarse en las cosas maravillosas que otros despreciaban y tiraban como si fuera basura. Así, empezó a recogerlas, llevarlas a casa e imaginarlas otras vidas.
«Todas mis lámparas, todas mis esculturas, todas mis piezas están hechas con material que me he encontrado tirado», explica el artista. «Bueno, ya últimamente, como la gente sabe lo que hago, me dan muchas cosas también. La condición es que sea algo para tirar, porque me gusta reciclar, reconvertir cosas. Hacer algo bonito a partir de lo feo. Por eso la condición sine qua non es que tiene que ser algo de desecho».
Sin apenas herramientas y sin otro taller que el salón de su casa, Chema Martí crea con paciencia y mimo sus esculturas de luz, como a él le gusta llamarlas. Su primera lámpara la hizo a partir de un candil de más de cien años que le regaló una amiga. Lo colgó de un árbol que había tallado y le puso una base. Después han llegado muchas más. La última, dice, estaba hecha a partir del tambor de un aspirador Electrolux de 1927.
Las ideas para reconvertir las cosas que se encuentra en esculturas nacen de la contemplación. «Muchas veces las pongo enfrente de mí. En lugar de ver la tele, miro una estantería llena de objetos y empiezo a imaginar cosas, unas con otras, cómo combinan, cómo maridan bien. Es mucho prueba-error, mucho, mucho… Sobre todo las primeras. Ahora ya las visualizo más».
La mejor idea puede ocurrírsele en cualquier momento y en cualquier lugar, incluso viajando en moto. No siempre surgen a la primera y más de una vez una de sus esculturas ha quedado arrinconada porque no daba con la solución adecuada.
«A veces tengo una idea y la dibujo; tengo muchos bocetos hechos». Pero luego, sobre la marcha, va el resultado va cambiando en función de la dificultad o no de acoplarle los elementos eléctricos.
La ayuda de un amigo que hace las veces de mecenas le permite dedicarse al cien por cien a sus creaciones. Sin embargo, Martí se define como «el tío más inconstante» que conoce. «Puedo estar 10 horas seguidas sin parar y se me olvida comer, o, de repente, hago una cosita y me despisto, y empiezo con otra. Y hay veces que estoy con cinco y seis proyectos al mismo tiempo», explica. «Y los acabo todos a la vez. Porque cuando hay proyectos de mucho lijar, de mucha madera… ya lo hago todo en cadena».
Sus esculturas guardan el encanto de lo viejo y la funcionalidad de lo nuevo. Su padre empezó regalándole cachivaches viejos que tenía por casa, como cámaras de fotos, y objetos raros como una lámpara de luz ultravioleta de Philips, de los años 60, de esas que se usaban para ponerse moreno. De raza le viene al galgo, dirá más de uno. O cuestión genética, dirán otros.
La electricidad, aquellas primeras bombillas de hilo de tunsgteno que regalaron a la humanidad Tesla y Edison, también llamaba su atención. Y el fuego, ese poder hipnótico de la llama que nos hace contemplar una chimenea como si fuese el mejor espectáculo del mundo, la calidez de la madera ardiendo, el crepitar de las llamas que nos permite evadirnos de nosotros mismos sin más tecnología y química que nuestra propia mente. «Pura atracción», lo define Martí. «Y lo relaciono mucho con eso. Porque ahora está muy de moda el led y tiene cosas muy guays, pero tú no puedes mirar a una bombilla led, te deslumbras. Y en cambio estas lámparas las puedes mirar y tienen un poco ese rollo del fuego».
Cada detalle de sus esculturas de luz está cuidado al milímetro. Tanto hay de él en todas sus figuras, dice, que ahora que ha llegado el momento de sacarle un rendimiento económico a su creatividad, le duele venderlas como le dolería vender a sus propios hijos. La única manera de no perderlas para siempre es tratar de seguir vinculado a ellas sabiendo quién es el comprador. A veces empatizan tanto con él que le envían fotos de dónde han colocado su escultura.
Porque para Martí no son simples lámparas. Todas tienen una historia detrás. «Sé de dónde ha salido cada pieza; tengo anotado dónde las encuentro; tengo fotos del proceso, de cómo me he encontrado las cosas y de cómo las he acabado transformando», asegura. «Cada tornillo que he puesto a una lámpara sé de dónde ha salido. Cuando vendo una lámpara, al comprador le paso todas las fotos del proceso, le cuento de dónde ha salido cada cosa… Es como la firma de autenticidad».
Todo cuanto sabe lo ha aprendido por su cuenta. Incluso cómo montar la instalación eléctrica en sus esculturas, algo que no le gustaba en un principio y que le supuso más de un calambrazo. «Soy autodidacta (aunque no me gusta nada la palabra. Ni artista ni autodidacta). Creo que soy más creador. Tengo mucho respeto al arte. Absorbo de muchos artistas y me arrimo a ellos para aprender. Me he chupado muchos tutoriales, pero me falta mucho. Quiero aprender soldadura, forja, talla…».
«No pretendo ser artista, no pretendo ser nada en especial. Simplemente me encanta lo que hago y con que alguien se interese ya me siento superpagado. Soy muy poco ambicioso en ese sentido».