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Arte urbano: de la precariedad al arte de culto

En España supimos que Okuda se llamaba, en realidad, Óscar San Miguel y que era de Cantabria cuando ya se había convertido en un ídolo artístico a los ojos del resto del mundo. Cuentan que cuando observa algunas de sus obras acabadas, alguno de esos laberintos de color que deja vibrando en edificios enteros o en trozos de lienzo, señala y dice: «Ahí pone Okuda». No es una metáfora.

Quizás buena parte de ese caleidoscopio de formas no sea más que su nombre, su tag de grafitero sublimado, estallado como un copo de maíz. «Al principio hacía letras en la calle y empecé a geometrizarlas, a convertirlas. Okuda, en círculo, rombo, triángulo, y además superpuestos con el círculo cromático, jugando con los colores y la geometría. El siguiente paso fue componer otras cosas, otras estructuras con esa geometría. Empecé a traducir lo que iba viendo», cuenta el artista urbano.

Muro Francia La Joconde. Okuda By Night Gallery Ink and Movement. Junio2017. Foto: Alexis Thai
Muro Francia La Joconde. Okuda By Night Gallery Ink and Movement. Junio2017. Foto: Alexis Thai

Que las letras hoy sean ilegibles demuestra que ha transcurrido un largo tiempo. El arte de Okuda y el de otros miembros de su generación (Nano4814, Logan, Otes, Momo, Suso33…) creció como un ser vivo, célula a célula. Ahí reside su autenticidad. Primero el huevo y luego el ave. El mercado y la academia del arte son ámbitos donde, muchas veces, se construyen primero unas alas resultonas y luego se inventa un cuerpo que las justifique. Eso no ocurrió con el arte urbano: por eso, tal vez, han estado excluidos.

Otra prueba del paso del tiempo desde aquellas primeras rúbricas es que aquí, en España, se empieza a hablar con propiedad de este grupo de artistas. Ha hecho falta que Okuda sea visto en la escena internacional como una suerte de Bach de los colores o que se admire a Felipe Pantone casi como a un Mike Oldfield de las formas para que su propio país dejara de juzgarlos como a unos simples decoradores excéntricos. Y todavía hoy siguen recibiendo mejor trato en el extranjero.

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Felipe Pantone
Felipe Pantone

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Felipe Pantone

Son vidas de puro nomadismo: «En todo el año estoy, como mucho, sesenta días en el estudio de Madrid. Voy enlazando un proyecto con otro. En verano: ocho proyectos en poco más de un mes. A veces, hay que pillar vuelos de Miami a Australia, veintipico horas. Pero me inspira mirar a las nubes para pensar ideas», relata Okuda.

Tiene proyectos cerrados hasta 2019, casi todo para instituciones públicas y también para marcas. En Toronto cubrirá un edificio de treinta plantas, plantará una serie de esculturas en Boston. Pintó las paredes de la casa del productor Swizz Beatz y marido de Alicia Keys. Incluso compuso su propia Capilla Sixtina en la iglesia asturiana de Santa Bárbara, que pasó de abandonado lugar de culto a templo del skate.

Muchos creen que se trata de una eclosión actual, cuando en realidad el trabajo de estos pintores, la mayoría nacidos en la década de los 70, lleva desarrollándose veinte años. El experto y autor de títulos como Grafiti y civilización, Fernando Figueroa Saavedra, explica que no hay un estallido y que el espejismo del bum procede de «la creciente visibilización a través de los medios y las redes» de iniciativas como festivales, concursos, ferias, circuitos turísticos, encargos institucionales…

Retrato de Felipe Pantone por @Halopigg

Sin embargo, advierte de que el éxito espontáneo y fácil no existe: «Potenciar esa visión es un mal hábito que no hace justicia, rebaja el valor de las cosas y sesga la riqueza de una escena colectiva que va más allá de lo comercial. El arte urbano no es una propuesta insustancial, dócil, sin raíces, aunque la mercadotecnia nos confunda», reivindica.

Pero todavía hoy, a pesar del prestigio ganado a chorros de aerosol en las paredes de medio mundo, los artistas urbanos reciben todavía mejor trato en el extranjero. Desde Ink and Movement, el equipo que gestiona el trabajo de Okuda, Daniel Muñoz y Spok Brillor, recuerda que han tenido que rechazar ofertas de grandes marcas españolas. «Aceptarlas supone un retroceso en varios sentidos: económico, de compromiso del cliente y de valoración del trabajo», lamenta Óscar Sanz, cofundador de Ink and Movement.

Happening Suso33 por Panic Calvo

En el resto del mundo dan libertad absoluta. «En EEUU entienden que hablan con un artista y si te piden una línea de boceto, hay presupuesto aparte y una ronda de cambios. Aquí no. Acabamos de decir que no a una gran marca. Tenemos que hacerlo porque llevamos cuatro cambios de boceto y cada vez es más feo; no entienden nada y no creemos que acaben entendiéndolo», critica Sanz.

Más allá de la frontera eran artistas sin epítetos; a este lado, en cambio, jóvenes macarrillas, en principio temibles o rechazables, pero que con el cumplir de los años necesitaban subsistir y podían ser domesticados. Una visión distorsionada. «Aquí, esto ha sido siempre un arte menor. Lo veían como con un corte bufonísico. Nos usaban para hacer un poco el paripé y salir en cámara», anota Sanz. A veces, les pedían que pusieran, mientras pintaban, a unos cuantos tipos bailando break dance. Empleaban a los pintores, a veces, como atrezo para hacerse los modernos. Y cuando uno no conoce la esencia de un arte y pretende fingir que sí, al final, lo que le sale es folclore. Folclore grafitero en este caso.

Seleka, pintor de muros y director de la galería Delimbo junto a Laura Calvarro, destaca el agravio comparativo entre España y otros países del entorno. En Francia sí ha habido un interés real en estas nuevas artes plásticas; en consecuencia, «no ha dejado de haber demanda interna de artistas franceses, nunca han dejado de aparentar que estaban funcionando bien. Si eso lo ven desde Hong Kong, Tokio, Nueva York o Los Ángeles, pues acaban demandándolos también». Como respuesta, el arte urbano español ha fundado un ejército independiente, hermanado, gestionado y abastecido desde dentro. Nació una corriente artística independiente por vocación, pero, también, por imperativo de subsistencia.

Mangar botes y llevar carritos de la compra

Mucho antes de eso, en 2005, decenas de grafiteros tomaron tierra en el municipio canario de Ingenio con el objetivo de dar vida a los muros de los edificios de la playa de El Burrero. Los artistas españoles llevaban tiempo tejiendo redes, viajando y ampliando el círculo de relaciones con pintores de todo el globo. De modo que cuando el ayuntamiento isleño les propuso el proyecto, el resultado fue un evento que cobró relevancia internacional tanto en el origen de los artistas que asistieron (procedentes de España, Francia, Alemania y EEUU) como en el eco mediático.

Para la gente de Ink and Movement, constituyó un punto de inflexión hacia la profesionalización. En el libro que recoge las obras compuestas en el cemento, aparece una foto en la que se ven los carritos de la compra de tela donde los participantes transportaban sus esprays. De hacerlo por pasión desnuda y tener que «mangar botes y carretes de fotos» que iban consiguiendo, poco a poco, empezaron a recibir compensaciones por su trabajo.

Un poco más tarde, en 2008, el barcelonés Sixe Paredes fue uno de los seis artistas escogidos para pintar la fachada de la Tate Modern británica. «Fue importante para el grafiti y el street-art que uno de los museos más importantes del mundo cediera sus muros para que los pintáramos. Hizo que mucha gente abriera los ojos y viera que íbamos en serio, que esto es un movimiento artístico contemporáneo de la A a la Z», rememora Sixe.

Muro y escultura en Las Vegas. ‘Life is beautiful and Smile King Bear’, por Okuda

El catalán es de los pioneros y principales activos nacionales. También comenzó escribiendo su nombre por las calles. Pero su estilo fue sofisticándose a través de la exploración y el estudio de las iconografías de culturas precolombinas hasta parir una cosmovisión propia que rezuma una espiritualidad con acentos de Miró.

El arte urbano logró trascender la calle y adentrarse en las galerías y los museos. Pero, para los expertos, el background del asfalto resulta fundamental. Zambullirse en los mercados entraña riesgos: «Si lleva al artista a romper con el espacio público y a traicionar su discurso, desarticula la esencia identitaria del arte urbano. Quien tome ese camino debe tener las cosas muy claras para no doblegarse a los cantos de sirena del éxito o el lucro», analiza el experto Fernando Figueroa.

Okuda combina la acción a la intemperie con trabajos enfocados a museos y ferias, pero no duda de que la brújula del grafitero debe permanecer abierta y señalando al mismo punto: «El artista urbano tiene que estar en la calle sí o sí», afirma. No abandonar las aceras es la única manera de no caer en una producción hueca, sin alma. En la pintura urbana, como en el arte rupestre, el artífice lee la piedra y trata de guardar fidelidad a su gramática íntima. «Cuando no es una superficie plana, sino una arquitectura entera para cubrir, escucho la arquitectura», cuenta Okuda.

En la conversación en Ink and Movement, Diego Carnicero esboza una escena, la de los artistas contemplando por primera vez un espacio en blanco: «Es maravilloso acompañarles a una localización. Dices, bueno, a ver qué hacen. Empiezan a hablar entre ellos y tú te vas haciendo pequeño pequeño, y ellos grandes y grandes y de colores», se fascina.

Nano4814+Spok. Murales realizados para La Tapia Fest en octubre de 2017, ubicados en el CP Cristo de la Paz, Sant Joan d’Alacant

Uno de los objetivos de los que partía este artículo era el de tratar de cartografiar, definir o nombrar a esta generación de maestros. Había que encontrar un hilo conductor, conceptual, estilístico; pero no parece existir nada más allá de la biografía y la hermandad entre sus miembros. Algunas corrientes artísticas o literarias han partido de manifiestos, por ejemplo, las vanguardias de principios del siglo XX: primero la filosofía, luego su escenificación. No sucede así en este caso. Si alguien preguntara a los protagonistas por un manifiesto o una línea común, ellos, según asegura Óscar Sanz, en el fondo, sentirían pereza: «Lo que les gusta es hacer».

Quizás ahí se encuentra la esencia del artista. Los grandes poetas, aunque firmaran decálogos, al final, acabaron desviándose, abriendo su propio camino. Otros quedaron atrás, como una anécdota. Esta generación sin nombre pasó de las letras a la abstracción, y al mural, y luego a la escultura, y ahora se abre la puerta a esculturas funcionales (que sirvan, por ejemplo, de alojamiento) o a emplear la tecnología para dotar de vida a las obras y que cambien de forma. «Hacer» es, por tanto, el único mandamiento.  

Grafiti para coleccionistas

La esperanza de vida de una obra urbana era, en principio, imprevisible. Dependía del tiempo que tardaran en salir los operarios de un ayuntamiento con cubos de pintura y brochas gordas. Se atacaba a las composiciones como si fueran plagas de moho. En algunas ciudades, las autoridades sí captaban el valor poético y las dejaban vivir hasta que se agrietara la pared. Por esa incertidumbre, tan importante como la creación era disponer de cámara de fotos.

Por su naturaleza, estas obras no se poseían o se atesoraban como objetos: la única forma de inmortalizarlas era registrarlas en su contexto real, es decir, como apariciones urbanas. Desde hace un tiempo, sin embargo, surgen coleccionistas que enfocan su interés hacia estas composiciones y han empezado a acumularlas en sus archivos. David Cantolla, uno de los creadores de Pocoyó, comenzó en 2014 su Colección SOLO junto con Ama Gervás. Hoy reúne en Madrid más de 300 piezas de autores procedentes de una veintena de países.

Expo Palacete del Embarcadero. Palace of the Holy Animals. Santander, diciembre 2017, Foto: Eduardo Rivas

Han nacido incluso colecciones rodantes como Truck Art Project, una iniciativa de una empresa de camiones que decidió cubrir sus remolques con obras de artistas urbanos y que, además, llama a otras agencias del sector a sumarse al reto.

Para Óscar Sanz, de Ink and Movement, los coleccionistas sirven como termómetro de la salud de este movimiento. En su opinión, el arte urbano sufre una burbuja. Salen nuevos autores que no han bebido la calle. Aplican bien la estética y la técnica, «pero luego rascas un poquito en la pared y falta algo, falta el background», opina Sanz. «El que más descubre y valora eso es el coleccionista final; saber de quién están comprando, qué historia tiene; está comprando una filosofía que va más allá del cuadro», concluye.

Por Esteban Ordóñez Chillarón

Periodista en 'Yorokobu', 'CTXT', 'Ling' y 'Altaïr', entre otros. Caricaturista literario, cronista judicial. Le gustaría escribir como la sien derecha de Ignacio Aldecoa.

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