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Aviso a Trump: así colapsan los imperios

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Si eres un imperio, la única verdad de la que puedes estar seguro es que llegará el momento de tu caída. Tu poderío imperial se disipará y lo más probable es que termines desintegrándote. El todo no será más la suma de las partes y tú serás un puñadito de países. Al menos eso es lo que dice la evidencia histórica: los imperios nacen, crecen, llegan a su cénit y se descuajeringan.

La cuestión es que en ese ciclo de vida inevitable cada imperio ha caído por una combinación diferente de factores. Y ahora que parece que la época del seudoimperialismo estadounidense toca a su fin, quizá sea el mejor momento para echar un ojo al pasado y revisar algunas de las mayores catástrofes imperiales de todos los tiempos.

La caída del imperio que más obsesiona

Entre todos los imperios, si hay uno que despierta el interés de las huestes contemporáneas es, sin duda, el romano. No en vano hubo incluso un trend en TikTok que buscaba demostrar la obsesión masculina con el susodicho. Ahora bien. El Imperio romano pudo ser todo lo poderoso que quieras, pero como todos los demás, se cayó con un topetazo.

El declive del Imperio romano, como muchos recordarán, comenzó con la división entre el de Occidente, con capital en Roma, y el de Oriente, el bizantino, con capital en la ciudad que hoy es Estambul, entonces Constantinopla. La caída del de Occidente, es decir, el de Roma, llegó durante el segundo año en el trono del emperador Romulus Augustulus.

El último líder romano había usurpado el trono a instancias de su padre, Orestes, que, según las malas lenguas, usaba a su hijo, entonces un crío, como un títere. Para entonces, poco quedaba ya de la famosa gloria romana: la inestabilidad económica pudría los cimientos del imperio y los políticos romanos se habían instalado en la más absoluta corrupción.

En ese contexto, en el año 476 d.C. llegó el general bárbaro Odoacer y puso fin al Imperio romano: mató a Orestes y mandó a Romulus al exilio. El bárbaro, nacido en algún lugar del imperio de Atila el Huno, se auto coronó rey de Italia.

El imperio del líder

Se suele decir que la corteza terrestre tiene registrada la caída de los niveles de CO2 que llevó aparejado el sangriento imperio de Gengis Khan. Según los historiadores, los mongoles, durante su imparable expansión por Asia, masacraron al 11% del total de la población mundial.

El caso de la caída del Imperio mongol y de Gengis Khan es un poco como el de aquellos grupos de música que pierden al cantante y ven a su público desaparecer en cuestión de segundos. A la muerte del caudillo, en el año 1227 d.C., el imperio todavía disfrutó de algunos años de gloria con la unificación de China bajo el mandato de Kublai Khan, pero poco más. Tras su muerte, se dividió bajo los gobiernos de sus ineptos sucesores y comenzaron las rebeliones. Lo que siguió fue el colapso definitivo.

Porque Gengis Khan era demasiado líder como para que el imperio le sobreviviese. El mongol no solo creó un dominio que ocupaba más superficie de la Tierra contigua que ningún otro, también sería, de acuerdo con un estudio genético del 2003, antecesor de un 0,05% de la población mundial. Es decir, cerca de una entre cada 200 personas hoy desciende directamente del emperador mongol.

Con unas hechuras de líder como las de Gengis Khan no es demasiada sorpresa que su imperio aguantase hasta poco después de su muerte.

Más se perdió en Cuba, o no

Al Imperio español, en cambio, lo que le pasó fue que, al final, le pesó demasiado ser un imperio. Recordemos, la edad dorada de España comenzó con el descubrimiento de América durante el reinado de los Reyes Católicos en 1492. A partir de entonces, y durante más de cuatro siglos, España tuvo, además de su territorio actual, las colonias: de los países latinoamericanos a Filipinas, pasando por lo que hoy sería Holanda.

Pero claro, mantener un vasto imperio requiere empantanarse en vastas guerras. Y, sobre todo, sobrevivir a las que te arman los países que incorporas a tu territorio y tus propios enemigos. Así, a principios del siglo XIX, España acabó bajo control francés cuando Napoleón se las arregló para conquistar el país con subterfugios y forzó las abdicaciones de Bayona. A continuación, la Guerra de Independencia ocupó los esfuerzos (y los recursos) de eje del imperio. Y mientras los españoles se libraban del gabacho y se pasaban casi una década decidiendo qué forma de gobierno querían soportar, el imperio se deshilachó.

1897. Guerra de Cuba. Sargento de Sigüenza en el combate de Ceja del Toro y defensa del convoy de Viñales.

Primero comenzaron las rebeliones en las colonias de la Latinoamérica peninsular bajo los mandos de los libertadores. Y el Estado, forzado a mantener costosas guerras en el extranjero, aguantó hasta 1836, cuando las Cortes autorizaron al Gobierno a renunciar definitivamente a la soberanía de las colonias y a firmar tratados de independencia al peso.

España conservó las últimas colonias, Filipinas y Cuba, hasta finales de siglo. Para entonces, Estados Unidos despuntaba como potencia internacional y veía con malos ojos la influencia española. Su apoyo, y el empeño de cubanos y filipinos, dió la puntilla al imperio español. Se echó la persiana de la época dorada del colonialismo hispano y se generó el dicho. Y, desde entonces, siempre se perdió más en Cuba.

Los largos tentáculos del desastre otomano

El Imperio otomano, uno de los últimos imperios que se han extendido sobre la tierra, se produjo a lo largo de un par de siglos. Los otomanos, en su apogeo imperial, llegaron a ocupar un territorio vasto que se extendía por Europa, Asia y África. Este imperio, cuya capital se fijó allí donde tuvo el centro el imperio romano de Oriente (aka, el bizantino), Estambul, comenzó a perder poder a causa de un cóctel de factores internos y externos.

Por un lado, la presión de las potencias europeas y la pujanza de las ideas de la modernidad; y por otro, la corrupción administrativa y las revueltas nacionalistas en sus territorios terminaron erosionando una parte importante de su poder. Así, a finales del siglo XIX, el Imperio otomano se ganó a pulso el apodo del «hombre enfermo de Europa».

Estambul (Turquía), alrededor de los años 30: Mustafa Kemal Ataturk, fundador República Turca

Y en ese contexto llegó el primer conflicto internacional de escala masiva: la Primera Guerra Mundial. De cara a la Gran Guerra, los otomanos se aliaron con el eje de las Potencias Centrales, es decir, de Alemania, de los austrohúngaros y de Bulgaria. Una decisión que, como se demostró entre 1914 y 1928, les costaría a los otomanos la cabeza. Tras el fin de la guerra, el Tratado de Sèvres (1920) y la Guerra de Independencia turca, liderada por Mustafa Kemal Atatürk, resultaron en la disolución definitiva del imperio. En 1923, se creó la República de Turquía y nació esta nueva nación, heredera directa de los otomanos.

Las consecuencias de la caída del Imperio otomano, a principios del siglo XX, siguen teniendo eco en la actualidad. Uno de los ejemplos más claros es el de la guerra en Palestina, territorio que, tras la desaparición otomana, se dividió entre la nación palestina y un estado israelí de nueva creación bajo diseño del bando vencedor. La gestión de esta tierra por parte de la entente de las potencias centrales fue tan mala que hoy, un siglo más tarde, sus habitantes siguen formando una comunidad partida a la mitad. Un territorio bañado en la sangre de sus habitantes originales que, en 2025, enfrenta una cruenta limpieza étnica.

Los últimos imperios

Con la descolonización de los territorios europeos de ultramar llegó a su fin la era de los imperios del viejo continente. Desde entonces, las entidades imperiales han estado de capa caída. La rivalidad entre Estados Unidos y la Unión Soviética, estructurada en torno al concepto de las zonas de influencia, sustituyó a los imperios al uso. Es muy posible argumentar, sin embargo, que tanto la URSS (entonces) como EEUU (entonces y ahora) han ejercido como imperios de facto.

En ese contexto nadan los que defienden que el actual período de inestabilidad internacional y cambio tiene sus raíces en la paulatina desintegración del imperio estadounidense. Es cierto que EEUU, con su forma de estar en el mundo, exhibe hechuras de imperio. Tiene colonias, como es el caso de Puerto Rico, un territorio en el que los nacidos reciben la ciudadanía estadounidense, que depende del gobierno federal de Washington, y cuyos habitantes, pese a todo, no tienen derecho a voto.

Con esos mimbres llega Donald Trump a la presidencia por segunda vez. Según dice, lo hace con la misión de hacer a EEUU grande de nuevo, un objetivo en el que el norteamericano ha inscrito sus ambiciones expansionistas. Para Trump, Groenlandia, Canadá y el Canal de Panamá deben ser parte del imperio estadounidense.

En la mente de Donald Trump, EEUU no es solo el último imperio, es el único que tiene visos de resistir ante la inevitable pujanza china. Así, en tiempo real, los habitantes del mundo tenemos la oportunidad de ser testigos, al mismo tiempo, de las dinámicas que operan detrás de las caídas imperiales y de los intentos de sus élites para detener el declive.

Habrá que ver si el imperio resiste. Si lo hace, podría poner en cuestión las ideas que tenemos sobre los colapsos imperiales. Si no lo hace, la caída del último imperio de Occidente podría servir a los estudiosos para apuntalar las conclusiones sobre el imperio más mítico del imaginario europeo, el de los romanos.

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