Media luz: la justa para que sea un rumor.
La voz suena a media vela.
Las palabras, en susurros, van dejando oír el chasquido de los labios y el golpe del aliento contra los dientes. Chasz.
Suave. Hipnótico. Envolvente. Toop.
Delicado. Lento. Embriagador. Pliiim.
Un papel se arruga… cruje… Cro-ooc.
Manos que hacen gestos absorbentes… con parsimonia… como halos de luz que te van sacando del cuerpo… Zaas.
Muchos recuerdan que, de niños, se quedaban extasiados mirando cómo en la tienda envolvían un paquete con papel de regalo. No querían dejar de mirar; no podían dejar de mirar. Las vueltas que daba la dependienta a la caja, la forma de doblar el papel, los ruiditos de cada doblez…
Aquello era un trance. La atención iba adentrándose en el tacto y los sonidos hasta que desaparecía todo lo demás. Era una especie de caída libre hacia otra dimensión o hacia aquello que fuera tan placentero. Era una sensación sin nombre que arrastraba hacia un lugar a medio camino de la vigilia y el sueño. Era raro: una especie de droga sensorial que dejaba aturdido al que miraba un trabajo manual o escuchaba el clic, clic de unas tijeras.
Ocurría en la más profunda intimidad. Apenas se hablaba de ello; lo dijo, años después, una de las primeras investigadoras de este cosquilleo, la psicóloga Emma Barratt: «Muchas personas cuentan que, antes de que existiera la comunidad online, pensaban que eran las únicas que lo experimentaban».
Pero llegó el momento en que la sensación pidió un nombre. En 2007 un usuario del foro de salud Steady Health habló de este hormigueo, pero no sabía por dónde cogerlo. «Sensación extraña que me hace sentir bien», tituló el mensaje, y contó:
«A veces tengo una sensación. No hay un detonante real. Simplemente ocurre. Me ha pasado desde niño y ahora tengo 21 años. Algunos ejemplos que parecen haberla provocado: de pequeño, cuando veía un espectáculo de marionetas o me leían un cuento. De adolescente, cuando un amigo me escribía algo en la palma de la mano. (…) Es en mi cabeza y en todo mi cuerpo. Cuando la sensación acaba, a veces, siento unas leves náuseas. ¿Qué es esto? No me quejo porque me encanta, pero me pregunto qué podría ser».
Este texto fue el primero de una montaña de «¡Yo también!», «¡Me pasa a mí!». La rara sensación no era tan rara: le ocurría a muchos; y no lo hablaron antes porque no tenían cómo llamarlo. Propusieron: «orgasmo mental inducido auditivo», «euforia inducida por la atención», «hormigueo en la cabeza», «hormigueo en la columna vertebral», «orgasmo cerebral».
En 2010 se impuso el nombre que le dio una de las grandes impulsoras de esta comunidad en internet, Jennifer Allen, de la Southern University (EEUU). Lo llamó ASMR (Respuesta Sensorial Meridiana Autónoma) con la intención de dar rigor a las cosquillas: «Usar un término ‘clínico’ era la mejor opción para que esta creciente comunidad se sintiera bien usando y diciendo esta palabra a otros», dijo Allen en una entrevista en la web ASMR University.
Ya había una voz para etiquetar esos ruiditos eléctricos de cepillos de pelo y esas escenas de alguien doblando toallas con esmero. Pero YouTube daba para más que un tic, tic y los vídeos se fueron haciendo sofisticados: los youtubers crearon ambientes (imitaban bibliotecas, salones de belleza, barberías…), adoptaron un papel (de sanadora, peluquero…) y empezaron a susurrar al oyente un «tú», un «para ti», porque la sensación de recibir un servicio personalizado aumenta el cosquilleo. Nació así la versión teatralizada: la recreación de una situación o el roleplay.
Y de inmediato llegó la última tecnología al ASMR: muchos vídeos y podcasts están grabados con micrófonos binaurales para crear un ambiente en el que los sonidos vienen de todos lados. Algunos surgen por la espalda, otros llegan de frente; unos parecen eco, otros casi brotan en el propio oído.
¡Qué gusto! ¡Qué asco!
Del vídeo pasó al podcast. A Instagram. A Spotify. Para delirio de algunos y repelús de otros. Al que no le da escalofríos de placer, le pone los pelos de punta. Estas escenas apuntan tanto a los estímulos auditivos, visuales y cognitivos que es difícil quedarse impasible.
A veces hasta resultan chocantes: la youtuber Fairy Char convierte un potro de tortura, la silla del dentista, en un sitial deleitoso. En el roleplay titulado «ASMR Binaural Dental Visit Roleplay and Carrying You Home XD», susurra al paciente que escucha al otro lado del vídeo: «in your mouth». Tenue. Hace del foco de la lámpara «a very special light». Runrún. Toma, con delicadeza, el limpiador de sarro y hace ruiditos. Txe, txe, txe. Raspa y hace más ruiditos. Yhee, yhee. Sondas, pinzas, taladros, ruiditos de aparejos de muelas que ya han escuchado casi tres millones y medio de personas en YouTube.
El espectáculo en el que se ha convertido cualquier tipo de comunicación exige vastas escaladas de ingenio. Del ruido de cortar verduras sobre una tabla que a muchos producía gustito antes de que existiera internet se ha pasado a escenas como la que monta la youtuber Laia Oli para comerse su bolso Gucci.
Da un bocado y se acerca al micro. El chasquido de sus molares: crac, crac. Bolas ensalivadas dando vueltas por su boca; rechinan, chec, chec. Vuelve al bolso y, con la yema de sus dedos, hace un repique en el lomo, tocotoc, tocotoc. La escena se hace arriesgada: o embelesa o repugna.
Existe un asco profundo a ciertos sonidos: esas malditas muelas masticando, rumiando, paladeando unos espaguetis pastosos. En el año 2000 dos otorrinos estadounidenses dieron el nombre de misofonía a esta «respuesta emocional exagerada ante sonidos como masticar, sorber, toser o respirar». Al asco, la ira o incluso el pánico que puede llegar a sentir una persona cuando oye, por ejemplo, un cuchillo rayando un plato.
Las cosquillas quieren ser arte…
El ASMR pide paso en el arte: tan sofisticados se están volviendo estos vídeos que algunos los califican de artísticos y llaman a sus creadores ASMRtists. Incluso ha empezado a hacerse en directo, como una performance de tocar, susurrar, repicar, masticar.
La organización artística Philadelphia Contemporary dedicó el año pasado su Oddly Satisfying Film Festival a este género que se ramifica en subculturas que van desde el golpeteo con unas uñas largas a comer barras de pegamento de colores.
Ciencia…
El ASMR pide pista en la ciencia: ya hay varios estudios de universidades de Psicología que buscan una explicación al cosquilleo. En 2015 apareció el primer paper académico. Los psicólogos Emma Barratt y Nick Davies, de la Universidad de Swansea, en el Reino Unido, preguntaron a 475 personas qué disparadores les producían el hormigueo. La respuesta fue: el susurro, la atención personalizada, el sonido crispi y los movimientos lentos.
Preguntaron también por qué veían estos vídeos y la mayoría dijo que les relajaba; los miraban para dormir mejor y sacudirse el estrés. Pero había una excepción: el 5%, además del orgasmo mental, buscaba el orgasmo de toda la vida; decían que estos susurros les parecían eróticos.
https://www.youtube.com/watch?v=wkSu4UH9VBs
Terapia…
Los dos psicólogos británicos publicaron su estudio ASMR: a flow-like mental state como pista de despegue. Querían que otros investigadores midieran pulsos, ritmos respiratorios y conductividad de la piel. Intentaban saber si podría usarse como una terapia contra la depresión, el estrés y el dolor crónico.
Aunque alertaban contra la magufería que trata de hacer negocio de la ignorancia: «Existe el peligro de que algunos vendan los vídeos de ASMR como pseudociencia, antes de que haya una base científica, y dañen la reputación de las investigaciones rigurosas», dijo Barratt a The Guardian.
Al ASMR no solo lo invocan para huir del estrés y dormir como un lirón; muchas personas dicen que despierta su mente. Algunos se preguntan si este ensimismamiento ayuda al aprendizaje, la concentración y la motivación. Miran el lado reversible: si el estrés perjudica las capacidades cognitivas, la relajación de estos vídeos mejoraría la memoria y la concentración. Dicen, incluso, que podría ir bien a los niños con déficit de atención.
Negocio…
Al ASMR le han salido dendritas por todos lados hasta convertirse en un negocio del masaje mental. Hay youtubers que sacan dinero de sus creaciones. Hay aplicaciones de pago para erizar la piel: Tingles, Mindwell, Silk ASMR, Rainy Mood… Hay auriculares diseñados para escuchar estos susurros: el SleepPhone es una cinta que se pone en la cabeza y va emitiendo tictics y tactacs para que el oyente se quede frito.
En esto no hay mucha diferencia. Los sonidos de la naciente industria del ASMR suena igual que las demás: el clic, clic (de internet) lleva al cling, cling (de las monedas).