Cosmonaustas contra osos: el accidentado aterrizaje de la Voskhod 2

El 18 de marzo de 1965, el comandante Alexei Leonov se convirtió en héroe de la Unión Soviética y, si me preguntáis, en héroe de la humanidad: acababa de completar el primer paseo espacial. O sea, sí, la misión había sido un éxito, pero también había sido un poco desastre, la verdad. Para empezar, el bueno de Leonov estuvo a punto de palmarla porque el traje se le hinchó como un globo y no cabía en la exclusa —también hinchable— de la nave, que te lo imaginas ahí como el muñeco de Michelin cagándose en la carrera espacial y en toda la pesca. Después, cuando ya pudo reingresar, resulta que los sellados de la Voskhod 2, que era la cápsula que le había subido allí arriba, se habían deformado y ni Leonov ni su compañero Pavel Belyayev fueron capaces de sentarse en sus sillas, modificando así el centro de masas de la nave. Que tú dices pues no será para tanto... Pues sí será para tanto, porque el centro de masas desplazado en una cápsula esférica tan pequeña hizo que, durante la reentrada en la atmósfera, toda la nave comenzase a girar como una pelota durante 46 segundos. 46 segundos que los pasó Leonov probablemente cagándose otra vez en la carrera espacial, en Breznev y en todo el Politburó de las pelotas, que ya podían haber subido ellos, la madre que les parió, voy a morir aquí. Pero es que, además, esos 46 segundos de despiporre aéreo hicieron que la Voskhod se desplazase casi 400 kilómetros del lugar previsto de aterrizaje, los apacibles campos del Perm de Krai, para estrellarse en medio de los gélidos bosques de la tundra del alto Kama. Oye, ¿y por qué los soviéticos no mandaban las cápsulas de aterrizaje al océano, como hacían los yanquis? Amigo, pues porque la carrera espacial fue, sobre todo, un brazo de la Guerra Fría, y en esa época, la geopolítica era implacable. ¿Qué quiero decir con esto? Pues que los Estados Unidos tienen aguas jurisdiccionales en el Atlántico y en el Pacífico, y los países de su influencia les podían permitir sobrevolar sus respectivos espacios aéreos para recuperar las cápsulas en medio del mar. En cambio, la Unión Soviética era enorme, pero solo tenía salida al Ártico (hace un frío que congelaría a los cosmonautas en cuestión de minutos), al Mar Negro, al Báltico o al mar de Japón (todos demasiado pequeños, y cualquier desvío te mandaba la cápsula a Turquía o a Finlandia o a Corea y se montaba un conflicto internacional). Así que los rusos enviaban sus cápsulas a aterrizar en algunos de los cientos de miles de kilómetros cuadrados despoblados que había por la estepa siberiana, los recogían en helicópteros y para casa. (A ver, que eso también lo podían haber hecho los yanquis, pero imagina que cae la cápsula del Apolo 11 al lado de una granja de Dakota, llega el tío Billy Bob con la escopeta antes que los de la NASA y eso no lo recupera ni dios). ¿Por dónde íbamos? ¡Ah, sí!, teníamos a Alexei Leonov, héroe de la Unión Soviética, y a su tripulante Belyayev perdidos en un bosque de la tundra, con los sistemas de calefacción de la cápsula destrozados por el impacto y las temperaturas bajando hasta los -5ºC. En ese momento, Leonov pensó que mira, ojalá haberse estrellado en Dakota con el tío Billy Bob. Al menos tendría una escopeta. —¿Pero para qué quieres una escopeta, camarada Alexei? —preguntó Belyayev. —¿Pero tú has visto la mierda que nos han dado? —respondió Leonov enseñando la pistola Makarov de 9 mm, que llevaban en el equipo de supervivencia. —Yo qué sé, tío. Por lo menos podremos cazar algo. —¿Cazar algo? ¿Cazar algo? De verdad, estoy rodeado de gilipollas. ¡A NOSOTROS NOS VAN A CAZAR, CAMARADA PAVEL! ¡A NOSOTROS! Si no la palmamos de frío, va a venir un oso y nos va a convertir en Borsch. Y con estas balas, o le acertemos entre ceja y ceja o estamos jodidos. (Es probable que está conversación no se desarrollase exactamente así, pero lo más probable es que los términos en los que tuvo lugar no fuesen muy distintos, ejem). El caso es que efectivamente, en plena época de apareamiento, ni el frío ni el hambre eran el principal problema; lo eran los lobos y, sobre todo, los osos. Y a estos ya les podías ir diciendo que eras un héroe de la Unión Soviética que ni puñetero caso te iban a hacer. Por suerte, los equipos de rescate llegaron al día siguiente —en esquíes, porque no podían aterrizar los helicópteros—, después cortaron un montón de troncos, construyeron una pequeña cabaña y, con el resto, montaron una fogata gigantesca para pasar la segunda noche. Luego se llevaron a los cosmonautas a Baikonur, les pusieron un huevo de medallas, les pasearon en un desfile y, ale, a otra cosa. Bueno, a otra cosa no, porque Leonov les dijo que a ver si les daban un arma más potente, que la pistolita esa chuchurría no valía para nada. Claro, como el tipo era héroe de la Unión Soviética, el Programa Espacial Soviético desarrolló el arma definitiva: la TP-82. La TP-82 era una escopeta corta con tres cañones porque, al parecer, dos son pocos y cuatro son muchos; el inferior disparaba balas 5,45 × 39 mm como las del fusil AK-74, mientras que los dos superiores disparaban unos cartuchazos 12,5 x 70mm, calibre 40, capaces de acertar a un oso sin apuntarle. Además, como semejante bicho no podía dispararse a pulso, incluía una culata desmontable que servía como machete, como hacha y como pala, porque nunca se sabe qué vas a tener que descuartizar, cocinar y enterrar. Desafortunadamente, Alexei Leonov nunca llegó a usar la escopeta TP-82 porque tardaron 20 años en ponerla en práctica y, para el 86, Leonov ya se había jubilado, no sin antes participar en la misión conjunta Apolo-Soyuz del 75 y ganar otra medalla de héroe de la Unión Soviética, que el tío ya no tenía sitio en el pecho donde colgárselas. Los cosmonautas rusos siguieron llevando el TP-82 hasta el 2006 e incluso los astronautas extranjeros que subían a la MIR debían saber usarlo. El estadounidense Jim Voss dijo: «No recuerdo la cantidad de botellas de vodka a las que disparamos, pero os aseguro que no había manera de fallar». Hoy, gracias a los avances tecnológicos que permiten aterrizar con mucha mayor precisión, las armas no son necesarias ante encuentros con osos y, sin embargo, los cosmonautas rusos siguen llevando una pistola de 9 milímetros porque, bueno, nunca se sabe.