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Cigarras, autillos, grillos… Banda sonora animal de una noche de verano

Es habitual decir que los grillos cantan por la noche aunque no es del todo exacto. Un cantante emplea sus cuerdas vocales como instrumento musical, y los grillos no tienen. Estos insectos, que pertenecen al grupo de los ortópteros —mismo grupo que los saltamontes—, generan sonido mediante un proceso llamado estridulación. El primer par de alas de los grillos son duras, coriáceas, y disponen en el envés de varias filas de dientecitos diminutos que, al rasparlos contra la superficie del otro ala —rugosa—, generan ese “crii crii crii” tan característico.

Así pues, el grillo más que un vocalista, es un instrumentalista. Produce el sonido por fricción en una superficie sólida que, al ahuecarla, forma una caja de resonancia; de forma similar a frotar una botella de vidrio rugosa con un palo. Pero además, los grillos también marcan el tempo de la melodía. Existe una relación matemática directa entre la velocidad de la estridulación de los grillos y la temperatura. Cuanto más calor hace, más rápida es su canción.

Esta relación fue descubierta inicialmente por Margarette W. Brooks en 1881, en la revista Popular Science, aunque hoy en día se conoce como Ley de Dolbear, pues fue Amos Dolbear quien seis años más tarde estableció la norma matemática subyacente. La relación puede variar ligeramente entre especies, y tiene cierto margen de error, pero, para temperaturas entre 5 y 30 ºC, suele ser bastante acertada: la temperatura, en grados celsius, es igual a cinco, más el número de estridulaciones que un grillo realiza durante ocho segundos.

Los grillos no son los únicos músicos de la orquesta nocturna.  Algunos primos cercanos suyos, como los saltamontes, también realizan estridulación. La diferencia está en el órgano que emplean y en el sonido resultante. Mientras los grillos emplean las alas, los saltamontes frotan las patas traseras, una contra otra. Esto genera un sonido mucho más grave y de un timbre más sordo, un “chrr, chrr, chrr”. Análogamente, sería algo más parecido al güícharo, ese instrumento musical sudamericano, de madera o calabaza, estriado, que suena al ser frotado con un peine. 

Muy parecido en su sonido, aunque de origen muy distinto, es el caso de la cigarra. Insecto del grupo de los hemípteros, que presenta en su cuerpo un órgano llamado timbal, cuyo funcionamiento es prácticamente idéntico al del instrumento musical homónimo. Se compone de una membrana o tímpano, que se extiende, tensa, sobre una cámara de aire que funciona como caja de resonancia. La cigarra hace entonces vibrar el tímpano, que genera un sonido contínuo, “crrcrrcrrcrrcrrcrr”, que se puede mantener mucho tiempo sostenido sin pausas. Este sonido sería el equivalente al de un redoble de timbales, solo que en un instrumento extraordinariamente pequeño y con un músico que toca a una velocidad demencial.

A esta orquesta se pueden unir otros insectos. Ciertos escarabajos, chinches, algunas especies de moscas e incluso de hormigas son capaces de estridular, pero suelen ser tan sutiles para el oído humano que apenas se perciben como parte del ruido de fondo.

Los vocalistas de la noche

Cualquiera que viva cerca de una laguna, un arroyo o cualquier otra masa de agua que esté bien mantenida, podrá escuchar, sobre todo al anochecer, el canto de las ranas. Estos ya no son participantes instrumentales, sino que están aportando su voz. Son los coros en la canción de la noche. Las ranas, especialmente los machos, emiten sonidos principalmente para comunicarse y atraer a las hembras, y lo hacen especialmente durante la época de reproducción. Originalmente, son chirridos o silbidos de bajo volumen, pero son amplificados por unos sacos vocales, inflables, ubicados en la garganta o en las mejillas —según la especie—, y se convierten en el amplio repertorio de sonidos tan característicos.

Si nos trasladamos a  los árboles, también escucharemos la voz de otros solistas que entran a escena. Los más habituales, en la proximidad de parques y jardines urbanos, son los autillos y los mochuelos. Aves nocturnas que, en ocasiones, cantan.

El mochuelo tiene un canto quebrado en tono de soprano. Son, por lo tanto, sonidos muy agudos, con cierta complejidad, que en ocasiones pueden confundirse con maullidos. Cuando están alerta, emiten una alarma rápida y repetitiva, como un “chi-chi-chi”, mientras que en situaciones de calma pueden bajar un poco el tono y emitir un sonido más penetrante, un “kíuu”. El autillo es más melódico. Machos y hembras cantan un “tiuuu, tiuuu” en mezzosoprano aflautado, que pueden repetir durante horas —aunque es más frecuente el canto primaveral,  en verano bajan la intensidad y la frecuencia—.

Quienes tienen la suerte de vivir en entornos rurales, el canto de las pequeñas rapaces nocturnas puede verse acompañado de otras más grandes. La lechuza, como contralto, emite un canto sonoro y siseante, con tonalidades casi metálicas, que aumenta de intensidad a medida que avanza la canción. A ese tema principal le acompañan, a veces, vocalizaciones estridentes y chirriantes que hacen de la lechuza una cantante con gran rango vocal. Por su parte, los búhos  se comunican con cantos profundos y graves: “buhuu”, que se pueden escuchar desde muy lejos.

El solista de la canción crepuscular

Hay que tener mucha suerte para llegar a escuchar la voz del solista principal de las noches de verano; un animal esquivo, que no se suele acercar a zonas donde haya personas. Además, se trata de un animal en grave riesgo, cuyas poblaciones continúan decreciendo. Y en muchos sitios sigue estando injustamente demonizado. Sin embargo, quien lo escucha nunca se queda indiferente.

Al contrario de lo que se cree, el lobo ibérico no aúlla a la luna llena. El lobo aúlla, principalmente, a otros lobos para avisar de dónde se encuentra, para indicar que busca pareja, para marcar su territorio, para mostrar su fuerza… Y sobre todo lo hace durante el crepúsculo, cuando entra en actividad: cuando hay tan poca luz como para que las presas no le vean llegar, pero la suficiente como para que él las vea. Por eso, en las noches de luna llena, los lobos aúllan más: la penumbra ambiental, efecto de  la luz reflejada por el satélite, les facilita mantenerse activos durante toda la noche.

Un solista que no sabemos cuánto tiempo más permanecerá entre nosotros. Un animal que, desde un punto de vista científico, merece y necesita nuestra protección. Una pieza clave en los ambientes ibéricos, que mantiene a los herbívoros controlados, equilibra el ecosistema completo y previene la expansión de enfermedades —incluso actúan como protección al ganado, en contra de lo que mucha gente cree—. Un bien preciado de nuestros bosques que vale la pena conservar, para que, como diría Félix Rodríguez de la Fuente, «en las noches españolas no dejen de escucharse los hermosos aullidos del lobo».

 

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