¿Muertos (y no tan muertos) que hacen reír? ¡Qué diría Poe si levantara la cabeza!

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Me he mirado al espejo y he visto una Mariángeles que no soy yo, pero sí. Tiene mi mismo corte de pelo, mi misma envergadura y se ríe como yo. Pero hay algo en su figura que me dice que no somos la misma persona exactamente. O sí, porque ambas escribimos relatos: yo, ortográficos; ella, pura ficción. Y ambas tenemos ese toque irreverente y humorístico que busca engañar al lector para hablarle de cosas que no tienen nada de divertido: la lengua en mi caso; la muerte en el suyo.

—¿Quién eres?, le pregunto.

—Mariángeles —me responde con descaro. ¡Qué atrevida!

—No, Mariángeles soy yo. Mariángeles García.

—Yo soy Mariángeles García González, y he venido aquí a hablar de mi libro.

Sostiene en las manos un ejemplar con una portada azul y un par de figuras inquietantes. Una pareja de novios donde ella tiene por cabeza un reloj y él está directamente decapitado. Fea palabra, sí, pero cómo describir, si no, un cuerpo sin testa. El título me da una curiosa información, invitándome a asomarme a sus páginas: Belcarba no cree en los muertos (Pie de Página, 2023). Mi doble me lo entrega a través del espejo y ojeo sus páginas con curiosidad.

A cada uno de los relatos cortos que forman parte del libro le acompaña un collage. Retratos en blanco y negro que serían normales si no fuera porque sus cabezas, como en los personajes de la cubierta, han sido sustituidas por un elemento extraño: una mano, una cabeza de jabalí, una mariposa, una hormiga, un calendario…, que, me dice la Mariángeles al otro lado del espejo, guardan relación con lo que se va a contar a continuación. Curioso lugar este Belcarba, me digo, y curiosa forma de ilustrar un libro de relatos. Y surgen las primeras preguntas.

¿Qué es Belcarba y por qué ese nombre?

Eso ya deberías saberlo tú. Belcarba es un juego de letras, las que forman parte del nombre del pueblo de mi padre (y el tuyo), en Soria. Allí pasé los veranos de mi infancia y me parecía un lugar en cierta manera mágico que me gustaba evocar. Los paisajes que se describen en el libro, bien lo sabes, son reales, porque a una novata como yo le resulta más sencillo basarse en lugares que existen que imaginarlos por completo. Aunque no son los únicos, también hay mucho del pueblo de nuestra madre en Asturias, e incluso algún toque manchego del pueblo de nuestro suegro.

En cuanto al nombre, Belcarba, reconoce que suena muy bien, muy rotundo. Es sonoro. Me parece muy ensoñador, no sé explicarte… Además, no quería poner un nombre real para que cada lector pueda imaginar su propio Belcarba.

¿Un pueblo? ¿Acaso es una reivindicación de algo que me estoy perdiendo?

Evidentemente, del orgullo de tener un pueblo, bien porque hayas nacido en él, bien por adopción. En un pueblo pasan cosas extraordinarias, cosas muy surrealistas y muy alucinantes, al menos bajo la mirada de una urbanita como yo. La propia vida que allí se hace, tan tranquila, tan apartada de las prisas, tan a su bola, en cierta manera, ya es algo que se nos hace extraño a quienes vivimos en grandes ciudades.

Quienes viven en los pueblos tienen un concepto de la vida y una manera de entender el mundo tan diferente a nuestra visión urbanita que me parece muy atractiva. En los pueblos que nosotras conocemos, todo es muy loco a fuerza de ser muy cabal, muy apegado a la realidad. Hay que reivindicarlos más, sí.

No me vendrás ahora a decir que los personajes del libro son reales…

¡Qué cosas tienes!, noooo. Pero sí es verdad que todos ellos tienen rasgos que los hacen creíbles, dentro de la fantasía, porque se parecen mucho a cualquiera de nosotros. Todos nos enamoramos, nos enfadamos, reímos, jugamos, nos desesperamos, soñamos… Lo único que les distingue a ellos, como dice la sinopsis, es que son extraordinarios sin saber que lo son. Para ellos, lo que ocurre en su pueblo no tiene nada de raro, allí lo surrealista es lo rutinario, su día a día.

Para Concha, no hay nada de extraordinario en hablar con los muertos. Ni tampoco lo es que Amparo pueda leer la vida de sus vecinos con solo tocarlos o poner la mano en objetos y cosas que les hayan rozado. O que el suelo tiemble cuando Antón y Leonor hacen el amor… Allí es normal.

Veo que sigues mi estela con los relatos ortográficos y también te has animado a escribir cuentos cortos…

Más bien diría que es al revés, ¿se te olvida que tú siempre escribiste relatos de ficción antes de crear los ortográficos? De hecho, gracias a que quienes dirigen Yorokobu sabían de tu afición a la escritura, te propusieron hablar de norma lingüística echándole mucho cuento.

En el fondo, no hay tanta diferencia entre los relatos ortográficos que tú escribes y los cuentos cortos que forman Belcarba no cree en los muertos. En ambos hay un tono parecido —socarrón, irreverente, un pelín surrealista…— y para ambos partimos las dos de una misma forma de idear una historia. En nuestra cabeza vemos flashes, pequeños instantes, escenas que nos dan pie a seguir un hilo argumental y a componer alrededor de él. Y el cuento corto se ajusta perfectamente a esto.

Tus relatos son una apuesta segura: están respaldados por un premio tan importante como el Miguel Delibes y cuentan con el sello Yorokobu para darles peso. Los míos, los de Belcarba, suponen un salto al vacío sin red, una manera de ponerme a prueba, si quieres. Y mira si apuesto fuerte que me he atrevido a firmar con mis dos apellidos. Aunque también es un modo de separar la parte profesional de la vocacional.

A ver, mucho no has arriesgado. Podías haberte lanzado a la novela y no dejarlo solo en relatos breves…

Pero es que a mí me gusta mucho contar historias en un formato tan corto. La novela es más compleja, es cierto, pero no creas que es sencillo escribir un buen relato. Es un reto, porque el del cuento es un género que me parece muy difícil ya que exige mucho de un escritor. Tienes que condensar una historia en unas pocas páginas y hacer que tenga sentido, que se cierre de una manera coherente. No te digo nada si rizas el rizo y en lugar de páginas son solo un par de párrafos.

Por otro lado, me parece muy divertido poder contar historias diferentes que no exijan al lector estar pendiente de un argumento, de cómo sigue y dónde las ha dejado cuando interrumpa su lectura. En cierta manera, un cuento corto le libera antes de esa obligación y le permite pasar a otra cosa en menos tiempo.

Me parece que el cuento se acerca más a la oralidad, y a mí siempre me ha gustado escuchar historias. Al fin y al cabo, es lo que se hacía antaño, cuando al acabar el día, las personas se sentaban junto al fuego o alrededor de una mesa camilla. Cada uno contaba la suya, bien fuera real o bien fuera inventada, daba igual, solo por el placer de contarlas.

Ya, pero ¿no crees que la literatura tiene que ser algo más, que tiene que tener un fin?

¿Por qué? ¿Por qué un libro, sea del género que sea, tiene que ser imprescindible, definitivo y todos los adjetivos grandilocuentes que queramos poner?

Creo que hemos perdido el concepto de la literatura como mero entretenimiento. No digo que no haya que hacer crítica social, o denunciar injusticias o remover conciencias… Eso está muy bien y hay escritores maravillosos que lo hacen estupendamente. Pero también debe haber literatura puramente lúdica, de esa que te haga pasar un buen rato y luego, a otra cosa. Que te ayude a desconectar y te sirva para matar el tiempo, que también es muy necesario. Ahora parece que todo libro debe tener un mensaje, una enseñanza, una intención… Y no, un libro puede tener como único propósito entretener sin más.

En Belcarba no cree en los muertos, todos los relatos tienen en común el lugar donde se desarrollan, el pueblo de Belcarba, y la muerte. Nena, ¿por qué un tema tan lúgubre?

Bueno, la muerte, como hecho aislado, sí lo es, pero no en este libro. Aquí es algo muy surrealista, me atrevería a decir que divertido.

A mí me asusta mucho morirme, me da terror. Por eso necesitaba desdramatizar. Si pienso que morirse es cruzar a otra dimensión donde todo es más loco y pasas a vivir de otro modo, me ayuda a llevarlo mejor.

También es una manera simbólica de reflejar la cotidianeidad que representa la muerte para la gente que vive en un pueblo. En muchos de ellos se sigue velando a los muertos en casa. Y hay muchas personas, mujeres mayores la mayoría, que hablan con sus difuntos como si estuvieran aún aquí. Podría decirse que la línea entre el más allá y el más acá está mucho más difuminada para ellos que para nosotros, en ese sentido.

Los muertos son algo muy importante en el mundo rural, por eso siguen poniendo esquelas en las calles para comunicar el fallecimiento de un vecino. Eso no ocurre en una gran ciudad como Madrid, por ejemplo, donde el mensaje de que fulanito o menganita han muerto te llega por WhatsApp.

Y lo de los collages estos tan raros que preceden a cada relato, ¿qué papel juegan en el libro?

¿A ti a qué te recuerdan? ¿No te parece un álbum familiar, en cierto modo? Piensa en nuestro pueblo, por ejemplo. O en cualquier pueblo. Si hay algo muy típico allí, en sus casas, son las fotos de antepasados colgadas en las paredes o colocadas sobre estanterías o muebles. Dan la sensación de que todo a su alrededor ha quedado suspendido en el tiempo, como si este no transcurriera, como si se hubiera detenido. Y esa era la atmósfera que yo quería reflejar en el libro, un tiempo indeterminado, que no se sepa bien si es pasado o es presente. Y jugar con fotos antiguas retocadas con elementos en parte perturbadores creo que ayuda a sumergirse mejor en esa atmósfera onírica y surrealista de Belcarba.

Y luego, para qué mentir, me hacía gracia que fueran fotos de mi —nuestro— propio álbum familiar. Lo extraordinario ha sido que, sin que los relatos estén inspirados en ellos, cada antepasado encajaba perfectamente con el personaje que representaba. Por razones técnicas, no fue posible usarlas todas las fotos que quería, pero creo que el resultado ha sido espectacular.

¿Qué diría nuestro abuelo si levantara la cabeza y viera en lo que le has convertido a él y a toda la familia?

Ni idea. ¿Hacemos una ouija y se lo preguntamos?

Mariángeles García

Mariángeles García se licenció en Filología Hispánica hace una pila de años, pero jamás osaría llamarse filóloga. Ahora se dedica a escribir cosillas en Yorokobu, Ling y otros proyectos de Yorokobu Plus porque, como el sueldo no le da para un lifting, la única manera de rejuvenecer es sentir curiosidad por el mundo que nos rodea. Por supuesto, tampoco se atreve a llamarse periodista. Y no se le está dando muy mal porque en 2018 obtuvo el Premio Nacional de Periodismo Miguel Delibes, otorgado por la Asociación de Prensa de Valladolid, por su serie Relatos ortográficos, que se publica mensualmente en la edición impresa y online de Yorokobu. A sus dos criaturas con piernas, se ha unido otra con forma de libro: Relatos ortográficos. Cómo echarle cuento a la norma lingüística, publicada por Pie de Página y que ha presentado en Los muchos libros (Cadena Ser) y Un idioma sin fronteras (RNE), entre otras muchas emisoras locales y diarios, para orgullo de su mamá. Además de los Relatos, es autora de Conversaciones ortográficas, Y tú más, El origen de los dichos y Palabras con mucho cuento, todas ellas series publicadas en la edición online de Yorokobu. Su última turra en esta santa casa es Traductor simultáneo, un diccionario de palabros y expresiones de la generación Z para boomers como ella.

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