Los chavales de hoy en día son lo peor. Se pasan las horas pegados a sus teléfonos móviles, haciendo vete tú a saber qué, trasteando, creando una dependencia que ya tiene incluso nombre: nomofobia, y que, según distintos estudios, afecta a casi la mitad de los usuarios de móviles. Eso antes no pasaba. Porque no había móviles. Antes eran otros los vehículos culturales que causaban peligrosas adicciones, y en el siglo XIX el más pernicioso de todos era el libro.
En un reciente artículo publicado en The Guardian, la experta en libros Lorraine Berry sacaba del olvido un trastorno obsesivo-compulsivo, la bibliomanía, que consistía en coleccionar libros más por aparentar que por tener una intención real de leerlos, lo que hoy llamaríamos un postureo patológico.
Este trastorno, ya descatalogado de cualquier tratado psicológico o psiquiátrico, tuvo su auge en el siglo XIX, cuando los libros representaban el mayor vehículo cultural de la sociedad. Saltó a la prensa por el famoso caso del doctor Alois Pichler, encargado de la Biblioteca Imperial Pública de San Petersburgo. Al tipo, conocido como «el librero extraordinario», se le descubrieron cerca de 4.500 ejemplares robados de la biblioteca en su casa, y cuando tuvo lugar el mediático juicio su abogado alegó que sufría bibliomanía. El juez no se lo tragó, pero la sociedad sí y la palabra se puso muy de moda no solo en Rusia sino en Europa, especialmente en Inglaterra.
Hay muchas otras historias de bibliomaníacos que han llegado hasta nuestros días. La mayoría están recopiladas en el interesante libro Bibliomania, or Book Madness: A Bibliographical Romance. Sin embargo, el mayor legado de estos locos han sido sus bibliotecas, que en muchos casos se mantienen en un estado semipúblico. Teniendo esto en cuenta puede que la bibliomanía fuera una enfermedad, pero puestos a coleccionar, mucho mejor libros que dedales del mundo.
¿Es este el último vestigio de la bibliomanía? Paralelamente al auge de esta palabra comenzó a acuñarse otro nuevo término, el de bibliofilia, que designaba un amor exacerbado, pero no patológico, por los libros. La diferencia principal entre ambos es que el primero disfruta de los libros como objeto, el segundo de la lectura de los mismos.
El 1 de noviembre de 2006 salía al mercado estadounidense un aparato que se prometía tan revolucionario para el mundo de la lectura como en su día lo fue la imprenta. El Sony Reader fue el primer ebook que se comercializó, aunque fue rápidamente superado por Kindle. Entre ambos pretendían fagocitar el boyante negocio de la venta de libros, hacer algo similar a lo que estaban haciendo Spotify y la piratería con la música, algo parecido a lo que harían después Netflix y la piratería con el cine. Entonces se calculaba que en el 2017 las ventas de libro electrónico en Estados Unidos superarían a las de papel. Aunque queden unos cuantos meses para que termine el año podemos afirmar que no va a ser así.
Sony dejó de fabricar ebooks en 2014 y Amazon se ha agenciado gran parte de la tarta, que al final se quedó en pastelito. Los libros electrónicos representan el 30% de cuota de mercado en países como EE.UU. e Inglaterra y ahí llevan estancados dos años, incluso, en el caso de EE.UU. descendiendo el último año en un alarmante 24%. En los países donde hay más camino que recorrer (España con un 5%, Francia con un 5,7%, Alemania con un 4,3% o Italia con un 3,4%) el crecimiento continúa, pero lejos de las cifras previstas.
¿Qué es lo que ha fallado? ¿Ha habido quizá una burbuja del libro electrónico? Está claro que las empresas no hicieron bien sus cálculos, que no contaron con las reticencias de las grandes editoriales, pero hay un motivo que todos los expertos en el tema citan cuando se habla del descalabro de los ebooks: el comportamiento de los lectores.
Desde un punto de vista práctico el libro electrónico tiene muchas ventajas respecto al físico: un precio sensiblemente inferior, reducción de espacio, posibilidad de adquirir prácticamente cualquier título sin moverse del sofá… Sin embargo, los libros físicos cuentan con un halo romántico que la industria no ha sabido calibrar. No lo tuvieron los CDs, ni los DVDs, ni quiera los vinilos que tuvieron que pasar una temporada en el infierno para resucitar encarnados en material de culto hipster. Los directivos de Amazon y Sony no supieron adivinar los motivos. Quizá Alois Pichler, el librero extraordinario, habría podido darnos unos cuantos.