Ese lugar donde vivimos nuestras mejores y más agradables experiencias, donde cómodamente somos, perdón, fuimos felices. Ese contexto cotidiano que con obvia naturalidad damos por estable e imperecedero. Paraje ausente de viento, de lluvia, y en el que la temperatura es suficientemente adecuada para no reparar en ella. Los ingresos fijos, los servicios necesarios, las deudas fáciles de satisfacer, y así un largo etc. Esa es nuestra ‘confortilandia’.
Condiciones estas que no aparecieron de forma casual, sino como producto de dispositivos que artificial y costosamente creamos. Tanto tiempo fue así que olvidamos que existían. Y pasó lo que tenía que pasar, caducaron sus prestaciones y empezamos a sudar —el calor escondido tras el aparato de aire acondicionado hace su presencia—. Sin techumbre la lluvia ahora nos molesta en la cara. Los ingresos se empecinan en no ajustarse a los gastos. Desconcierto y sorpresa siguen a la búsqueda de culpables.
Han aparecido sin avisar unas condiciones naturales que más allá del occidente acomodado eran una realidad, pero que dejamos de mirar. A pesar de ello, seguimos arraigados en la incomodidad hasta tal punto que nadie se levanta a mirar el aparato ni a abrir ventanas, mucho menos a barajar la posibilidad de irse a otra parte. Es lo conocido, agradable o no; es nuestra ‘confortilandia’. “Esperaremos a que pase la crisis”, repetimos cual mantra.
Llegó el momento de tomar las riendas para gobernar la propia existencia. Somos conocedores de lo que nos gustó, si hablamos del pasado, pero pensado en el futuro, en el momento en que no es proyección de lo ya vivido, lo que plantea una nebulosa incertidumbre. Tenemos serios problemas por saber lo que nos va a gustar. El sistemático desprestigio de sueños y utopías nos ha restado práctica imaginativa, ha podado de raíz demasiadas fantasías de tal manera que se considera el futuro como un simple recurrente y proyectado pasado.
No todos, afortunadamente. Algunas mentes inquietas han seguido aprendiendo, explorando esa zona en la que lo nuevo, lo distinto, despierta interés y alimenta la curiosidad. Hablan de diversidad, de búsqueda de mestizaje. Dejan de lado de una vez por todas la displicente tolerancia que está detrás de la integración como nueva forma de colonialismo. Lanzándose definitivamente a ser ‘con’ los otros.
Sin embargo, y del otro lado, desde la nostálgica ‘confortilandia’, aparecen prejuicios y miedos. Nada más práctico que una buena suspicacia simplifica la vida pues evita tener que pensar en diferencias, elude tener que volver a observar o evaluar, reduce cada situación a un juicio ya realizado o simplemente heredado. O ese miedo a no acertar, a que aparezca el error paralizante frente al que no nos han equipado convenientemente.
Un estilo de aprendizaje se instaló en ‘Confortilandia’. Aprendimos por imitación y modelado por lo que la tendencia a repetir está servida. Hemos crecido en un tiempo en el que quien más ‘tiene’ es quien más ‘es’, en que perder lo que ‘tengo’ puede amenazar lo que ‘soy’ y, lógicamente, quien más ‘tiene’ es quien más se preocupa. Pobre autoestima social que lleva a quienes ostentan el poder a buscar obsesivamente seguir en él.
Demos la bienvenidos a los esperanzadores aprendizajes por ensayo y error. Esta nueva generación ha nacido frente a una pantalla y está mejor equipada frente al miedo al yerro. Para su fortuna y nuestra tranquilidad no temen a pulsar la tecla equivocada, porque los benditos ordenadores no caen heridos si quien los usa no acierta. Solo probando se puede discernir lo posible de lo imposible. Y ante todo porque «lo imposible es el fantasma de los tímidos y el refugio de los cobardes», y no es frase del 15-M, ni del mayo francés, sino de Napoleón.
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Francesc Beltri Gebrat es socio de Mediterráneo Consultores
Foto: Ulrich Rahm Dominio Público.
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