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El Asesino Binario (Binary Killer) – Capítulo 6

En este capítulo Ben y Natasha vuelan a Tokio para proveerse de las armas más evolucionadas e indetectables del mercado y ejecutar su siguiente encargo. En Madrid dejan un reguero de enemigos, pero viajar en Primera Clase en un avión de Emirates ® y disfrutar de los perversos  «Hoteles del Amor» japoneses disipa muchas preocupaciones…
Resumen de lo publicado:
Benito, un tipo gordo, calvo, hacker aficionado y un poco vicioso, trabaja para El Corte Inglés, hasta que decide dar un giro a su vida y convertirse en un asesino a sueldo. Fabricaría sus propias armas con una impresora 3D y buscaría encargos a través de la Deep Web. Por un malentendido termina pinchando en sesiones de Amnesia (Ibiza), y allí es contactado por La Espora. Natasha se convierte en su compañera, dispuesta a escalar puestos en la organización criminal… Su primer encargo consiste en borrar a un niño de siete años… pero todo sale mal, matan a la persona equivocada y el crío resulta ser un experimento biónico. Es hora de salir de España.
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2 
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
 
CAPÍTULO 6
Miraba distraídamente la inmensidad algodonosa que rodeaba al imponente Airbus 380 de la compañía Emirates Airlines. Viajábamos en una suite privada en Primera Clase porque nos lo podíamos permitir gracias a los emolumentos que amasé como DJ Binario, pero sobre todo gracias a la astucia de Natasha para obtener un rescate adicional por Nachete. Entramos por la fila VIP de un finger especial, y ascendimos por una escalera de caracol próxima a la cabina, sin mezclarnos nunca con el resto del pasaje. Me dirigí a la azafata exclusiva que nos atendía.
—Por favor, una botella de champán…
—¿Veuve Clicquot Ponsardin o Dom Perignon?
—Traiga las dos, y así compararemos.
Natasha estaba arrebatadora… Casi me sentí feliz, teniendo en cuenta que para mí esa palabra estaba cubierta de espinas…
Volábamos hacia Dubai, donde haríamos una escala para disfrutar de un par de días de compras y de las alturas del Burj Khalifa, donde habíamos reservado una bonita suite, y luego seguiríamos rumbo a Tokio.
En Madrid los días siguientes a la visita de Max fueron frenéticos, y no exentos de riesgo. Natasha me demostró que cuando me había dicho aquello de que sin sus contactos yo no duraría mucho tenía razón. Debo reconocer que todavía tenía mucho que aprender.
Ella tenía un conocimiento prodigioso del submundo que palpitaba bajo la ciudad, y logró en tiempo récord unos pasaportes falsos con los que poder iniciar esta nueva etapa. Nos volvimos paranoicos, y veíamos en cada esquina a alguien que vigilaba, o un vehículo aparcado en el lugar inadecuado, con alguien en su interior… Cubrimos todo el mobiliario con sábanas, tal y como habíamos visto tantas veces en las películas, en concreto recordé Rebeca, de Alfred Hitchcock, y cerré lo que había sido mi hogar durante casi treinta años, no sin antes deslizar una mirada nostálgica por aquel modesto piso de San Blas que había heredado de mi madre… Mi infancia pasó ante mis ojos como una pesadilla de regaliz y alimentos rebozados, ricos en grasas saturadas y colesterol.
Probamos uno de los primeros cajeros en bitcoins que por aquel entonces acababan de instalar en la Milla de Oro, en la madrileña calle de Serrano, y después un taxi nos llevó al aeropuerto.
En el primer capítulo de estas crónicas confesaba un tanto acomplejado que todavía no tenía enemigos, y que ello me situaba muy bajo en el escalafón; bien, pues parece que ese problema se iba resolviendo.
Lo cierto es que mis comienzos como asesino a sueldo no habían podido ser más azarosos, por no decir directamente chapuceros. Desde el accidente con Lady Vapor hasta el rocambolesco secuestro de ese pequeño y adorable monstruo biónico llamado Nachete… Entonces no comprendía del todo por qué La Espora se empeñaba en seguir apostando por mí, y toleraba la asociación con Natasha, que se había revelado como alguien con ideas propias… Extorsionar a los padres (¿o debería decir los dueños?) de Nachete fue la vuelta de tuerca que, si bien nos proporcionó una bonita suma para desaparecer, nos generó dos enemigos muy persistentes, como se vería después: Marcelo Quiñon y Divina Providencia.
Y no eran los únicos. Borja, el director del colegio a quien Nachete disparara, había estado involucrado en toda clase de operaciones turbias. Una vez más se trató de una muerte fortuita que engrandeció nuestra pequeña pero labrada reputación de asesinos, lo que amplió la lista de quienes preferirían vernos muertos, como los socios de Borja… pero también la de quienes preferirían que trabajáramos a su lado, como los enemigos de Borja.
La vida está trufada de secuencias de acontecimientos que no comprendemos hasta que no transcurre un tiempo… Ese tiempo puede ser de unos pocos segundos, pero puede prolongarse durante años… Solo la perspectiva permite observar la lógica del puzzle, al igual que las pistas de Nazca peruano solo se ven si son sobrevoladas en avión… San Blas, mi pasado como vendedor en El Corte Inglés, incluso ese pequeño y encantador monstruo artificial que se marchó de la mano de Max… todo me parecía remoto a 12.000 metros de altura, paladeando champán de dos marcas diferentes y jugueteando con los pezones de Natasha, que se habían puesto duros a través de la blusa…
No había sido tan difícil romper la rutina, una vida trazada de antemano, como en el comienzo de la película Trainspotting… Un empleo, un seguro de vida, un coche, los hijos, la hipoteca, la pensión, la jubilación, el cáncer de uno u otro órgano… y la incineración.
Quizá de los últimos dos puntos no me libraría fácilmente, pero lo demás pertenecía al pasado (aunque nunca tuve hijos). Ahora era un asesino a sueldo, un hombre de acción. Y me acompañaba una bella y letal compañera.
Decía el muy pesimista Publio Siro, que:
Brevis ipsa vita est sed malis fit longior
(«Nuestra vida es breve, pero se hace más larga por culpa de los infortunios»)
En mi caso, más que de infortunios, podría hablar de improbables coincidencias que me arrastraban a escenarios aún más improbables de los que no era capaz de descifrar casi ninguno de sus códigos. Ahora me juzgo con más indulgencia, ha pasado mucho tiempo desde mis inicios, y ni conocía realmente la esencia de la profesión que había elegido ni se me había presentado la oportunidad que me habría de librar de todo problema. Pero el lector aún no está preparado para conocer ese acontecimiento, por lo que hablaremos del profesor Imura. Debíamos entrevistarnos con él en Tokio para obtener algunas de las armas que le habían hecho famoso y que construía él mismo de un modo artesanal, pero valiéndose de las últimas tecnologías.
Dejamos el grueso de nuestro equipaje en las consignas del aeropuerto de Narita, y desde allí fuimos directamente al estudio taller del profesor, estratégicamente situado cerca de Ginza, uno de los centros neurálgicos de la ciudad. Entregamos al taxista una tarjeta con el plano del lugar en el reverso e intercambié con Natasha una mirada de complicidad cargada de futuro.
Al llegar al lugar en cuestión, introdujimos el código numérico en el teclado del portal y una grabación japonesa de una niña (o eso nos pareció) acompañada de un zumbido nos indicó que podíamos subir. La verdad es que casi todas las máquinas en Japón tienen voz de niña.
El señor Imura nos recibió en su pequeño pero atiborrado espacio de trabajo, y rompió a reír cuando le mostramos nuestras armas impresas de un modo casero, con sus colores llamativos y su limitada operatividad. Aun así habíamos logrado superar con éxito los escáneres de Barajas y de Narita, pues iban desmontadas, con las piezas repartidas entre los dos equipajes de mano.
—Son ustedes muy… ingeniosos —dijo en un inglés de exquisita y pausada cadencia.
—Gracias, profesor Imura, pero usted es el mejor, y queremos hacerle un encargo especial…
Le explicamos el tipo de armas que necesitábamos, y no pareció impresionado. Le pagamos un sustancioso anticipo y nos emplazó a visitarlo en tres semanas.
Durante aquel período nos alojamos en un discreto hotel de negocios del distrito de Asakusa, próximo al río Sumida. Desayunamos arenques secos con arroz, jugábamos al Pachinko y cenábamos en aparatosos restaurantes próximos a Shibuya.
Aunque Natasha era fría y mortal como la hoja de un cuchillo, también era bella como un hongo nuclear, por lo que quise introducir algún elemento romántico en nuestra aventura, y frecuentamos los Hoteles del Amor que flanquean el parque Ueno. En pocas palabras, nos inflamos a follar en todos los escenarios posibles, ya que estos pintorescos hotelitos ofrecían habitaciones temáticas de las más diversas ambientaciones. Pero siempre que me derramaba en Natasha, la imagen de Amanda planeaba sobre nuestros cuerpos sudorosos. La echaba de menos…
Cuando transcurrió el plazo pactado embarcamos en el himiko, o autobús acuático, desde Asakusa hasta Odaiba, y allí tomamos la línea Yurikamome, que nos dejó cerca del edificio de cristal próximo a la sede de Hermes, obra de Renzo Piano. Muy cerca de allí estaba el estudio del profesor.
—Puntuales… Bien, bien… —dijo distraídamente mientras extraía unas impecables estructuras de la impresora 3D más avanzada que yo hubiera visto nunca —Espero que hayan disfrutado de Tokio mientras yo trabajaba…
Cuando nos entregó las piezas y los diseños, Natasha ensambló una de las armas, que resultó ser compacta, elegante y ligera; la sopesó como quien evalúa si un melón está o no maduro, me miró con picardía y me la entregó. Entendí que me estaba devolviendo la jugada que le hice con Nachete, y que ahora era mi turno. Apunté al profesor Imura y le disparé en la frente, sin decir ni una palabra, pues los discursos antes de matar solo tienen lugar en el cine por exigencias del guion. Murió con una expresión de sorpresa, y yo perdí el conocimiento al ver la sangre brotar del limpio orificio. Lo recobré en el suelo gracias a los cuidados de mi bella compañera, que me felicitó besándome con tanta pasión que terminamos gozando de nuestros cuerpos ante el cadáver del profesor con una animosidad y lujuria desconocidas.
Sexo y muerte son dos caras de la misma moneda.
Luego destruimos los ordenadores, nos llevamos todos los dispositivos de almacenamiento que encontramos, tal y como se nos había encomendado, y después preparamos un incendio retardado en el lugar, para que pareciera un cortocircuito de la costosa impresora 3D. Ese era el encargo que La Espora nos había encomendado a través de Max y su misterioso sobre negro.
Por primera vez desde mi incipiente carrera sentí que había cumplido con mi obligación. Matar al profesor Imura no solo no me produjo ningún remordimiento, sino que permití que una leve oleada de autocomplacencia se apoderara de mí y que lamiera mi ego como las olas acarician el empeine de los jubilados.
Entonces instalamos nuestra base temporal de operaciones en una suite del hotel Hyatt ®, y recordé a Scarlet Johansson en aquella cinta, Lost in translation… Me gustaba más Natasha, desde luego, y mi parecido con Bill Murray es más bien escaso.
Pronto recibimos un mensaje de felicitación de La Espora, acompañado de una abultada transferencia de bitcoins… y el siguiente encargo, que sería decisivo para que Binary Killer ® se convirtiera en una marca respetada… y temida.
Nuestro próximo destino era un lugar mucho más surrealista, indescifrable y escurridizo que Tokio, ya que en un par de semanas tendríamos que estar en… Benidorm.
Twitter: #AsesinoBinario

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