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El Asesino Binario (Binary Killer) – Capítulo 4

No resulta del todo fácil para mí rememorar los días de aquel remoto año 2014 en el que todavía los seres humanos parecían humanos… El lector habrá de disculparme si a veces divago, pues han transcurrido muchas décadas…
De los datos que logré captar del delirante vídeo contenido en la cápsula que Natasha me introdujo en la boca mientras pinchaba en Amnesia el más importante era este: 500 bitcoins.
La volatilidad de esta divisa digital estaba todavía siendo objeto de escrutinio por autoridades bancarias, neófitos, especuladores o hackers atraídos por nuevas aventuras. Pero yo siempre creí en los bitcoins. Su nombre era perfecto; tan simple, tan preciso, con tanta información… Soy el Asesino Binario, así que simpatizo con todo aquello que implique elementos biestables.
Cero o uno.
No hay más respuestas, por más que la gente se empeñe en matizar esta cruda realidad que puede aplicarse a casi todos los dilemas de nuestras vidas. Por aquel entonces un bitcoin cotizaba a casi quinientos dólares, así que la cifra que me ofrecían no era baladí.
Cuando aquella remota mañana la amapola de mi sangre floreció en la espuma del lavabo y supe que sería un asesino a sueldo, solo me faltaba un empleador. Quizá La Espora fuese la respuesta, El Corte Inglés el detonante… Y Natasha la bala.
Diré que los años que pasé junto a mi lúbrica Natasha fueron tan húmedos como un invierno en las islas Shetlands. Se instaló conmigo en San Blas, y debo confesar que fue la primera convivencia que tuve con una mujer que no fuera mi madre, que en paz descanse.
Me resultaba excitante ir con ella al Mercadona y hacer la compra para la semana siguiente… Dejé temporalmente de pinchar en fiestas como DJ Binario, mientras convertíamos mi casa en un templo de la sensualidad. Bebíamos vinos caros con sofisticadas etiquetas, que mezclábamos con decenas de latas de cerveza barata, y a veces llamaba a un dealer de confianza y nos trasegábamos un gramo de cristal (MDMA puro) que nos transportaba en volandas a otros escenarios emocionales. Humedecíamos el dedo índice en la bolsita de papel esmerilado y los cristales quedaban adheridos a las yemas de nuestros dedos. Yo lamía su dedo y ella el mío, en un extraño sesenta y nueve digital. A los treinta y cinco minutos surtía efecto…  ¡¡¡¡Uf!!!! y qué efecto…
Durante una de esas ensoñaciones químicas ella me dijo:
—Sabes que no estás preparado, Ben. Tus motivaciones íntimas para entrar en este negocio no las termino de entender, pero estoy a tu lado, ¿no?
—Yo tampoco termino de entender tus motivaciones íntimas para estar a mi lado, pero no te voy a adular. Como ya dijo Terencio:
Obsequium amicos, veritas odium parit
(«El servilismo produce amigos, la verdad, odio»)
Yo tan gordo, ella tan rubia… Los dos podridos de remordimientos, pero compartiendo una experiencia lisérgica que nos haría más hermanos que amigos, pero más incestuosos que Calígula y Drusila, tal y como los describe Robert Graves en Yo, Claudio… O mejor Tinto Brass en su película maldita titulada precisamente… Calígula.
Comencé a enseñarle latín, que como ya apunté al comienzo de esta historia, hablo fluidamente… Y cuando hacíamos el amor nos decíamos increíbles guarradas en esa lengua muerta, mientras recorríamos con nuestras lenguas vivas las axilas del otro, cargadas de sudor y adictivas feromonas…
Lo cierto es que los dos nos jugábamos mucho. Yo comenzar a trabajar para La Espora por la puerta grande y Natasha a ascender en la estructura de la organización. Por eso planificamos cuidadosamente los pasos a dar y lo primero era descifrar la identidad de la víctima a partir del mensaje contenido en el vídeo.
Volví a leer lo que había apuntado en la hoja con el logotipo del hotel:
H.P.+1 blowjob4you.onion  Lovecraft  Providence
Nadie puede matar a H.P. Lovecraft, pues ya murió en 1937 en Providence (Rhode Island, EE UU) tras dejar un legado literario y epistolar que influiría en toda la producción de los escritores del siglo XX que se dedicaron al terror y a la fantasía. Así pues, me hallaba ante un nuevo acertijo: ¿una prueba para ver si era suficientemente listo para trabajar en La Espora?
En la Deep Web, descubrí que Lovecraft era en realidad un software disponible en una de las capas de la «onion» a las que acceder con el navegador TOR. Probablemente lo había depositado allí La Espora, porque tras varias preguntas y respuestas, e introduciendo la cadena H.P.+1  las cosas se fueron aclarando.
Siempre había sido bueno descifrando los jeroglíficos de la sección de pasatiempos de los periódicos, y tras sumar a la H y a la P una posición en el alfabeto, se convirtieron en I y Q, y después con la aplicación blowjob4you.onion obtuve un nombre completo:
Ignacio Quiñón Providencia
Lo demás fue relativamente sencillo, aplicando varias fórmulas que sugería el propio software, cuyos detalles ahorraré al lector. Averigüé que el sujeto era conocido en su entorno más cercano con el apodo cariñoso de Nachete. Un diminutivo de otro diminutivo, Nacho…  Me gustó la idea de acabar con la vida de alguien con un nombre tan ridículo, pero el problema es que no disponíamos de una sola fotografía del tal Nachete.
Mientras yo desentrañaba la adivinanza, la impresora 3D ya había escupido (o esculpido) el arma, que parecía de juguete porque el plástico de extrusión era de color azul. Descargué los manuales de la red, ensamblé las piezas, imprimimos media docena de proyectiles e hicimos cinco disparos en la cocina. Funcionaba… Los diseños de Cody Wilson, pionero en la impresión de armas, eran correctos. La sexta bala la guardó Natasha en su bolso favorito como recuerdo de aquel momento histórico para nosotros.
Sentí un estremecimiento al pensar que con impresoras más voluminosas y diseños filtrados de disidentes se podría generar en un garaje cualquier lanzagranadas o incluso misiles capaces de transportar una ojiva nuclear… Esa idea me dio hambre y me acordé de mis cupcakes, por lo que retiré los cartuchos de polímeros para reemplazarlos por los de azúcar y frambuesa. Me puse a imprimir magdalenas y a devorarlas como si fueran aceitunas.
Y pregunté a Natasha:
—¿Por qué crees que La Espora quiere acabar con él?
—Ni lo sé ni me importa.
—Pues a mí sí me importa —repuse yo.
—Y ¿qué vas a hacer?, ¿objeción de conciencia? ¡Eres un asesino! Obedece a tu cliente y no te preguntes las razones de un borrado.
—¿Un borrado?
—Sí, en La Espora nadie utiliza el término matar, asesinar, ya sabes, todo eso… La palabra correcta es borrar.
—Ya —y volví a trabajar en localizar detalles del objetivo. Tras varias operaciones y búsquedas profundas, obtuve más datos y su primera imagen. Tragué saliva.
El tal Nachete era un niño encantador a punto de cumplir siete años.
—No pienso matar a un niño, Natasha.
—Borrar a un niño —me corrigió. Y si La Espora ha decidido que debe morir es que tiene motivos para ello.
—Pero ¡míralo bien! —dije mientras mostraba su foto encantadora — Nunca me han interesado los niños, pero con este… incluso podría llevarme bien.
—La Espora trabaja con simulaciones matemáticas muy complejas y es probable que sepan que ese pequeño se convertirá en un problema insoluble, si lo dejan crecer. Hay que eliminarlo ahora.
—¿Como en la novela de Isaac Asimov, Fundación? ¿O como en Minority Report de Philip K.Dick?
—Más cerca de Asimov… —repuso ella tras una breve vacilación.
¿Qué iba a decir Natasha? Culta, universitaria, leída y patriota; siempre elegiría a uno de los suyos, aunque Asimov hubiera pasado casi toda su vida fuera de la URSS.
Entonces tomé conciencia de mi posición real en todo aquello; al fin y al cabo el encargo me lo habían hecho a mí… Y si no me apetecía cargarme al angelical infante… que lo hiciera ella. No me sentía cómodo, pero no podía rechazar mi primer trabajo, así que me pareció una solución salomónica.
Había que imprimir nueva munición, ya que habíamos gastado en pruebas y experimentos la primera tanda de proyectiles. Cargué la pistola con las balas recién salidas de la impresora, y se la entregué a Natasha.
—Hazlo tú. Gánate tu ascenso —le dije con firmeza, y supo que no había nada que negociar. No soy un pusilánime.
Como ella me refirió después no fue fácil acercarse a Nachete. Iba a una escuela infantil de la Moraleja, uno de las zonas más exclusivas de la periferia de Madrid. Natasha llamaba la atención con su larga melena rubia, sus ojos verde esmeralda, sus labios carnosos, y un exquisito gusto en el vestir que disimulaba su explosiva anatomía eslava. Se hizo pasar por una madre interesada en matricular a sus hijos, en la exclusiva y carísima escuela, que se llamaba Future Leaders.
El director la recibió encantado en su despacho de caoba, sin poder evitar deslizar su mirada por el escote y el corto vestido de su distinguida visitante. Engominado, con gemelos, caracolillos y pulseritas amarillas y rojas, Natasha supo rápidamente cómo ganárselo; exageró su acento, pues los rusos son clientes apreciados en estas atmósferas de campos de golf, notarías, restaurantes con estrellas Michelín y colegios trilingües.
—Señor director…
—Llámeme Borja, por favor – dijo con una sonrisa servil a la que poco faltó para dejar escapar un hilillo de baba.
—Mis hijos, Mijail y Andrioska estarían taaaaaaaan bien aquí… Ya sé que el curso ha comenzado, pero acabamos de mudarnos a La Finca y nos gustaría que los chicos no perdieran clase. Hablan español perfectamente, mi marido es diplomático…
—Por favor, señora…
—Natasha. Natasha Andreievna.
—Natasha, lo podremos arreglar.
—¿Podría mostrarme las instalaciones? Mis hijos son amiguitos de Nachete Quiñón Providencia, ¿lo conoce?
—¡Claro! ¡El hijo de Divina Providencia y Marcelo Quiñón! Voy a llamarlo ahora mismo, y mientras usted habla con él, buscaré la documentación y veré la forma de que comparta aula con sus hijos.
Borja apareció con un niño rubito, guapísimo, pero con una mirada perturbadora… Natasha vaciló un instante, pero en seguida se ganó su confianza, lo llamó por su nombre y le ofreció una chuchería de aspecto seductor, y una sonrisa aun más seductora.
—En seguida vuelvo —dijo Borja.
Entonces, y con uno de sus movimientos rápidos e impredecibles, ella abrió el bolso, extrajo la pistola de llamativo color azul (recordemos que para vencer suspicacias, en aquellos años las armas procedentes de impresoras 3D eran de colores chillones e infantiles), y encañonó a Nachete.
—¡Qué pistola tan guay! ¿Me la dejas? —dijo el niño sin el menor asomo de miedo.
Natasha pensó que si el mocoso se quitaba la vida él mismo podría evitar bastantes remordimientos, y sería una solución más honrosa para ella.
—Solo si juegas a metértela en la boca. Si disparas, salen caramelos, ya verás…
El niño se introdujo inocentemente el cañón en la boca, con lentitud, y mirando a Natasha, que sintió un estremecimiento de culpabilidad y cerró los ojos.
Entonces escuchó un sonido seco que no se correspondía con una detonación, y la risa de Nachete le devolvió a la realidad.
—¡Están muy buenos!
El niño saboreaba un líquido rojo que caía de la comisura de sus labios, pero estaba tan vivo y feliz como diez segundos antes.
Y ella me maldijo, probablemente en voz alta: «¡Condenado gordo de Ben! ¡Ha vuelto a hacer cupcakes con la impresora, y ha fabricado balas de frambuesa en vez de polímeros plásticos, olvidando cambiar los cartuchos!»
Disponía de apenas unos segundos antes de que Borja El Engominado, como bautizó al director del colegio de pago, regresara de las oficinas, y entonces recordó: ¡la sexta bala! La llevaba siempre en el bolso como un amuleto de su destino. En menos de diez segundos hurgó en su exquisito bolso de Channel, halló la bala, la introdujo en el cargador de la pistola azul y volvió a dársela a Nachete.
—Toma, cielo. Prueba otra vez, este sí que está rico.
El niño recibió la pistola en el momento que llegaba el engolado Borja con su sonrisa blanqueada en una conocida clínica de la calle Serrano.
—Natasha, tengo buenas noticias…
Nachete le apuntó y disparó como hacen los niños, diciendo además ¡Bang! con los labios. La detonación sonó poderosa, y el retroceso sorprendió al pequeño, que no lloró y resistió como un soldado.
Borja se miró la camisa blanca a la altura del pecho, y una de esas amapolas rojas que a mí me habría producido un irremisible mareo se fue abriendo a la altura del corazón. Se desplomó sobre la tarima flotante de madera de teca, arrugando su traje de cinco mil euros. Lo último que vio antes de que la vida escapara por su pecho fue la exigua ropa interior de Natasha. Cuántos quisieran irse de este mundo con un fotograma póstumo así en sus retinas muertas…
Nachete no supo qué decir y ella, con su habitual velocidad de reflejos, tomó al niño en brazos y se escabulló por la primera escalera hasta alcanzar un parking subterráneo y desde ahí llegar a su vehículo.
—¿A dónde vamos?
—A casa.
Cuando Natasha abrió la puerta y la vi a aparecer con Nachete en el salón casi sufrí un desmayo.
—¿Estás loca? ¡Ahora pensarán que es un secuestro!
—No, a La Espora les diremos que lo hemos matado, y cobraremos la pasta.
—¿Y luego? ¿Cuándo crezca? ¿Qué haremos, enviarlo a estudiar al extranjero? —pregunté horrorizado.
—Déjame pensar, ¿quieres? Nachete puede ser más valioso de lo que nos han hecho creer.
Y así fue como apareció la tercera persona… Aquello comenzaba a parecer una familia.
 
Twitter: #AsesinoBinario
 
Entregas anteriores:
Prólogo, Capítulo 1, Capítulo 2, Capítulo 3

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