André Bazin inicia la crítica apreciativa del cine: el crítico solo debe comentar las películas que le gustan. Así surgen críticas constructivas para fomentar el amor al cine. Como seguidor de la crítica apreciativa, pasaría por encima del quinto episodio de la tercera temporada de Black Mirror: ‘La ciencia de matar’ (Men Against Fire). No me ha enamorado, pero me comprometí a escribir un artículo de cada episodio. Quizá por este afán de crítica constructiva, aunque no enamorada, he meditado qué pretendía Brooker. Considero que Brooker no ha fallado por torpeza sino por ambición.
Brooker nos quiere colocar en la piel y la cabeza de Stripe, un supersoldado, desde el minuto uno. La piel y la cabeza de una persona incompleta, en parte deshumanizado con implantes tecnológicos bajo la piel. La intención de Brooker es que descubramos la verdad a medida que Stripe la descubre. Pero con esto el guionista corre un elevado riesgo: el público no llega a identificarse con el soldado.
Stripe es un personaje que no encontramos en la vida cotidiana. Es presentado como un soldado más. No tiene un sueño infantil que desea cumplir ni lucha por alcanzar un objetivo personal como lo tiene el protagonista de 15 millones de méritos (por mencionar otra distopía futurista). Stripe no quiere salvar a una chica ni subvertir el sistema. Descubre la verdad de manera tardía, pero cuando el público podría simpatizar con él, vuelve a reintegrarse en el sistema.
La mujer que aparece en los sueños de Stripe no humaniza al soldado. No es una mujer perdida. Está retratada como en un trailer de película erótica.
Por el desafecto hacia Stripe, no compartimos su dolor cuando descubre sus atrocidades. También falta la sorpresa. Escenas atrás, Stripe descubre que los monstruos no son monstruos. De manera que al ver los asesinatos no pensamos: «Oh, no eran monstruos: eran personas». Tampoco lamentamos la muerte de los inocentes porque no hemos tenido tiempo de conocerlos.
Stripe parece un alter ego de Winston Smith, el protagonista de 1984 de Orwell, de donde parece beber el guionista de Black Mirror. Ambos descubren la realidad ocultada por las autoridades. Sin embargo, hay una diferencia importante entre los personajes. Smith siente y piensa, aunque no lo muestra en público porque es peligroso salirse del rebaño. No es la única referencia.
Hay una clase dirigente que manipula los sentimientos de soldados-funcionarios a través de técnicas invasivas y eslóganes. Los refugiados en los campamentos (la clase obrera en 1984) no están sometidos a un férreo control gubernamental. Para el gobierno, mantener a las masas en un estado de pobreza e ignorancia es la forma de control más simple. Otro elemento orwelliano es el enemigo imaginario: las cucarachas. Finalmente, Stripe, el protagonista, descubre la verdad, tal y como hace Winston Smith de 1984.
Ciertamente, una sociedad con una tecnología militar sofisticada tiene recursos suficientes para erradicar la pobreza. Sin embargo, como sucede en nuestros tiempos, para comprar y mantener la tecnología de guerra se debe recortar la inversión en otras áreas. Y el pueblo llano es la primera víctima de los recortes. El tema no es nuevo ni en la literatura ni en el cine y por desgracia, ni en el mundo real.
La ciencia de matar carece de dobles lecturas. Lo que no quiere decir que dé pie a la reflexión. Simplemente, lo que muestra es lo que es. Acompañando a las reminiscencias de 1984, la vieja idea del supersoldado: la guerra necesita a soldados que ni piensen ni sientan. Soldados que obedezcan las órdenes sin rechistar. La ciencia al servicio de la guerra tiene la solución. Lo hemos visto en el cine (Capitán América o Soldado Universal, por ejemplo) y en series como Expediente X. En La ciencia de matar, son implantes que les hacen ver a las víctimas como monstruos y les evita el remordimiento y las pesadillas.
Quizá aquí lo más interesante del episodio es el discurso del villano (Michael Kelly, mano derecha de Frank Underwood). El villano relata cómo el factor humano —los escrúpulos— ha supuesto en muchos casos un problema para los estrategas de la guerra. Un discurso y un interrogatorio que por momentos recuerda al que Winston Smith (1984) es sometido para que su voluntad se rompa.
Se crea una duda: ¿por qué una sociedad tan violenta como tecnológicamente avanzada no elimina al disidente? Posiblemente porque el sistema ofrece a sus súbditos una imagen de benevolencia mientras que mantiene a raya y sin remordimientos a los enemigos.
Lo cierto es que el tema es interesante. Que haya sido ya tratado no significa que no pueda volverse a él. De hecho, Brooker recurre a temas conocidos y referentes populares a lo largo de Black Mirror, pero con La ciencia de matar no ha conseguido deslumbrarnos ni angustiarnos ni hacernos llorar como con San Junípero.
No era fácil acercarse a Stripe. Es más sencillo acercarse a un robotito como Wall-E con sus ojos grandes, su colección de reliquias de la tierra, y su único amigo. Brooker se arriesgó. Todo narrador es un seductor. Brooker no me ha seducido. El amor es un riesgo. Black Mirror también.