Eso de que el humano desciende del simio no es del todo verdad: no es que descendamos, es que somos un simio. Desde el punto de vista de cualquier primatólogo o paleoantropólogo no somos más que un primate bídepo superdepredador, omnívoro y mayormente diurno –aunque nos liemos de tanto en tanto-, que vive en sociedades complejas.
Que sí, que tenemos características que nos distinguen de otros animales como el pulgar oponible, las uñas, los miembros superiores más desarrollados que los inferiores o la visión tridimensional. Pero somos simios nos guste o no. Y como tales cometemos constantemente errores.
Solemos pensar, por ejemplo, que somos el ser más inteligente del planeta, que atesoramos caracteres específicos como la capacidad de imaginar, pensar y decidir. Que somos los únicos que podemos establecer relaciones complejas entre causas y efectos, o definir estrategias destinadas a solucionar problemas.
Sin embargo, si pensásemos por un momento como Emmanuelle Pouydebat, cuando hablamos de inteligencia en realidad hablaríamos de «la capacidad de respuesta flexible a situaciones novedosas o complejas». Para la bióloga interdisciplinar e investigadora del CNRS (Centre national de la recherche scientifique) y el Muséum national d’Histoire naturelle, «la inteligencia es producto de los cambios evolutivos».
También solemos creer que podemos mirar por encima del hombro a un bonobo, un chimpancé o un macaco porque nosotros no nos dedicamos solamente a comer, procrear, dormir y sobrevivir. Que somos seres humanos y tenemos sentimientos –o viceversa, que diría nuestro expresidente–. Es más, sabemos interpretar las emociones de los demás: tenemos empatía y, con ella, la capacidad de ayudar sin tener que recibir nada a cambio. Somos altruistas, generosos, solidarios. Es decir, somos mejores que el resto de habitantes de este planeta. ¿No? Pues… no.
Pouydebat aprendió rápidamente que nuestra supuesta superioridad era una falacia bien arraigada. Estaba haciendo una pasantía en el zoo de Thoiry, donde unos macacos se escapaban constantemente de sus jaulas. Tenía que descubrir cómo salían de allí sin que nadie se diese cuenta y para ello convivió con ellos una semana.
Durante su investigación pudo comprobar que los astutos primates habían excavado una zanja por debajo de la verja situada en el punto menos visible, meandro de un río artificial que rodeaba su instalación. Se colaban por allí y cruzaban a nado el agua para llegar hasta el paseo y perturbar la paz de los visitantes. Menuda no fue su sorpresa al intentar contárselo al jefe del lugar, que se negó a aceptar que un macaco fuese capaz de excavar y esconder su pasadizo, mucho menos de nadar mejor que él.
La bióloga descubrió entonces que el humano era el único animal de su entorno capaz de despreciar las capacidades de sus semejantes y creerse superior por estar al otro lado de las rejas. Así lo cuenta en su ensayo Inteligencia Animal, que llega a España de la mano de Plataforma Editorial. Una lectura que pone en su sitio al ser humano a través de una cura de humildad con base científica.
En aquella experiencia pudo ver cómo los macacos hacían uso de su inteligencia emocional para vigilar el hueco y ayudar a sus compañeros a cruzar. Pero, ¿qué sacaba el primero esperando a que el segundo pasase? ¿Por qué no se marchaba corriendo? Según la bióloga, «la inteligencia del corazón consiste en la capacidad para cooperar o manifestar empatía, de querer y querer ayudar a otro aunque no redunde en beneficio propio. Es brindar ayuda o afecto a cambio de nada».
No somos mejores que un macaco del zoo de Thoiry: ayudarse es un factor que prueba la evolución en la inteligencia de determinadas especies. «Es una acción conjunta desarrollada con mira a la obtención de un beneficio común, una ayuda que varios individuos se dispensan de forma recíproca», afirma Pouydebat.
Se cuentan por millares los ejemplos de cooperación en el mundo animal, pues abunda en el contexto de la búsqueda de alimento, la atracción de pareja, la defensa del territorio e incluso los cuidados parentales. En primates, por ejemplo, experimentos con tamarinos demostraban que eran capaces de servirse de herramientas para dar de comer a un destinatario no pariente sin obtener nada a cambio. Solían hacerlo cuando alguien no se podía valer por sí mismo por enfermedad o vejez.
Otro experimento con arrendajos sometía a dos de estas aves al siguiente ejercicio: tenían que pulsar una tecla para recibir una recompensa que variaba en función de su decisión. Si las dos cooperaban, recibían una recompensa moderada. Si pulsaban la tecla por separado, la recompensa era menor. Y si solo una apretaba quien obtenía una gran recompensa era la otra.¿Qué acababan haciendo ambos arrendajos? Ayudarse mutuamente: preferían comer ambos a hartarse uno viendo como el otro se quedaba con las ganas.
Con todo, según la bióloga e investigadora francesa, uno de los comportamientos altruistas más comunes entre los animales es el despioje: una actividad que procura beneficios inmediatos al piojoso pero ninguno a quien pasa el rato buscando insectos en pelambreras. El despioje es una actividad de lo más beneficiosa no solo por la desparasitación, sino porque el hecho de ser acariciados y tocados tiene un efecto relajante en los primates. «El hecho es que el acicalamiento social constituye el comportamiento altruista probablemente más común entre los primates».
En el reino animal, hay multitud de animales de la misma especie que se ayudan aún sin tener parentesco alguno y sin esperar nada a cambio. Las suricatas de distintas camadas se turnan para vigilar el terreno que habitan y guardarse de predadores. Incluso animales en apariencia tan antipáticos como los murciélagos vampiro, procuran alimento a un semejante cuando no lo puede conseguir por sí mismo. Comen, regurgitan el tema y lo vomitan en bocas ajenas sin parentesco.
Otro ejemplo: las mangostas rayadas intervienen para rescatar a miembros capturados por predadores, lanzando ataques coordinados. ¿Qué sacan de socorrer a un igual? Ellas poco y, de hecho, corren el peligro de salir heridas, cuando no de fallecer. Pero lo hacen. ¿Por qué?
El tipo de cooperación que no produce beneficios para el individuo que ofrece ayuda está presente en todas las sociedades animales. Los beneficios de la cooperación son sumamente frágiles y difíciles de rastrear. La suricata vigilando se guarda de que la devoren. El murciélago mantiene una comunidad populosa para proteger un terreno. Y para las mangostas, cuantas más sean, más fácil cazar y procurarse alimento.
Sin embargo, la solidaridad animal tiene enemigos, pues el individuo tramposo y egoísta está a la que salta. «Basta con un solo egoísta para deshacer el equilibrio y secar la fuente de cooperación entre la población», explica Emmanuelle Pouydebat.
Pongamos el siguiente ejemplo: ¿Qué pasaría si una suricata no vigila durante su turno? ¿Y si un día se da un voltio para comer algo, o aprovecha para dormir? Pues lo más probable es que no ocurra absolutamente nada pues no todos los días hay depredadores al acecho. Sin embargo, si esa misma suricata decide convertir la pequeña rebeldía en una costumbre y vaguear por norma, habrá un día en el que se acerque un chacal, o un halcón caiga sobre sus compañeras.
Cooperación, altruismo, solidaridad, ayuda… son términos parecidos para referirse a algo que, según la bióloga, es más simple y común: son emociones relacionadas con la empatía. «En sentido estricto, la empatía es la capacidad de sentirse afectado por el estado emocional de otro individuo y compartir sus emociones», describe Pouydebat. Esta permite a un organismo interesarse por el estado de otro, algo fundamental en las interacciones sociales.
La primeras pruebas de empatía animal se remontan a 1960 cuando un estudio de la American Psychological Association descubrió que se podía desarrollar en ratas. Se nos describía la siguiente situación: un roedor recibía comida tras accionar una palanca. Si nada la molestaba, comía tranquilamente y se echaba una siesta. Un buen día, sin embargo, descubría que cada vez que se accionaba el mecanismo, su vecina de jaula recibía una descarga eléctrica. Pero en lugar de pensar «que le den, es su problema», la rata dejaba de accionar la palanca y buscaba otras formas de alimentarse.
El mismo experimento se llevó a cabo años después con unos macacos Rhesus para descubrir que no se lo pensaban dos veces: si su método para obtener alimento pasaba por infligir dolor a alguno de sus congéneres, buscaban otra vía. Y si no la encontraban eran capaces de pasarse días sin comer antes que aceptar que otro macaco recibiese una descarga eléctrica. Los humanos no inventamos siquiera las huelgas de hambre.
Pero entonces, ¿la empatía se da solo entre miembros de la misma especie? Nada más lejos. Emmanuelle Pouydebat nos narra en Inteligencia Animal varios ejemplos de ayuda entre distintas especies. Como el caso de Kuni, una hembra bonobo que un día observa como un estornino se estrella contra el cristal de su jaula en el zoo de Twycross, en Inglaterra. Kuni se acerca al ave aturdida y, con cuidado, la recoge e intenta incorporarla sobre sus patas. Al ver que el pájaro no reacciona no se le ocurre otra cosa que agarrarla y subir hasta la cima del árbol más alto del entorno. Entonces, a horcajadas sobre el tronco, el animal desplegaba las alas del herido y lo deja caer.
Pasa que el estornino aún anda aturdido y no es capaz de alzar el vuelo. Es decir: se estampa contra el suelo. Pero Kuni no se da por vencida. Vuelve recogerlo y, en lugar de obligarle a volar, cuida del ave durante dos días. Lo protege de bonobos curiosos y le da calor. Un día, el estornino se va como vino. Recuperado, alza el vuelo y se marcha lejos del maldito zoo sin despedirse.
Solemos pensar que somos únicos y que nuestra inteligencia nos hace superiores porque hemos inventado la escoba, el lenguaje, el bidé, el cine y el Smartphone. Sin embargo, los animales nos dan sopas con hondas en tantos aspectos que no cabe por menos que rebajar nuestro ego. También en su capacidad solidaria, en su ánimo por cooperar y en su desarrollo y manejo de la empatía. Somos un simio más.
Aunque también es cierto que, cuando uno lee el periódico –vaya nostalgia–, y descubre que el presidente del país de las barras y las estrellas no duda en separar a familias migantes de sus hijos, o aquel otro del país con forma de bota niega a asistencia a personas que mueren en sus aguas, uno se pregunta si en lugar de simios, somos algo peor.
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