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'Boyhood' o La vida que pasa

ELEGIR ES RENUNCIAR:
En una soporífera clase de Ética a las cuatro de la tarde, el profesor seminarista de Filosofía dijo: «Elegir es renunciar». Y le jodió el día.
Ya intuía el aforismo antes de escucharlo o ver Melinda and Melinda, pero oírlo en directo supuso una fatídica, aciaga, nefasta constatación. Aquel señor con una cátedra y muchas ganas de jubilarse, le estaba diciendo que seguir jugando al balonmano –donde chupaba banquillo como un loco y su entrenador lo llamaba Míster Manos Blandas– le obligaba a no llegar a conocer su potencial progresión meteórica en cesta punta. Jamás.
Esta certeza originada en una duda le paralizaba. A los catorce años era demasiado intenso para no tomarse la vida en serio. Y comenzó a obsesionarse con hacer las elecciones correctas en cada momento, tratando de minimizar el coste de la famosa renuncia.
Releía los menús infantiles diecisiete veces hasta escoger espaguetis, pechuga de pollo y flan. Se probaba todos los pantalones de la tienda antes de pedirle a su madre que le comprara unos vaqueros. Estudiaba el trazado urbanístico a conciencia para escoger la mejor ruta hacia el instituto. Pedía su carta astral a las chicas que le gustaban. Discutía pormenorizadamente con la taquillera para decidirse por la butaca del cine (los últimos de la fila le arrojaban cosas). Y aun así, con una estrategia diseñada para obtener siempre experiencias supremas, sentía que se perdía cosas.«Elegir es renunciar», pensaba mientras caminaba por el trayecto más corto. «¿Y si dando un rodeo me hubiese tropezado con una Sagitario con ascendente Piscis y encontrado el amor verdadero?». El día que le atropelló un coche por tardar en decidir el lado bueno de la acera, decidió que era suficiente.
*
EL AZAR ES SU DESTINO:
La segunda etapa de su vida juvenil fue mucho más divertida. Una vez terminada la rehabilitación y recuperadas las dos piernas, pasó de obsesionarse con la más mínima de las decisiones a dejar que continuamente escogieran por él. «Pide merluza, que nunca comes pescado». «Vas a salir de extremo izquierdo, Manos Blandas, a ver si no pierdes 50 balones». «Líate con X que dicen que es bastante guarra».
Dejarse llevar le producía una sensación analgésica. Intrauterina. La emoción de pedalear con ruedines. Se sorprendía a sí mismo en lugares a los que habría querido llegar por su propio pie. Una fiesta clandestina en una piscina privada. Con el sabor del cloro, la Negrita y un lápiz de labios mezclándose en el agua turbia.
Cuando acertaba, o le acertaban, tendía a los sumatorios providenciales. «He llegado hasta aquí gracias a esto, esto y esto otro; qué puta coincidencia». «Tenía que pasar». Nunca decía en voz alta el tenía que pasar. Algo tramposo el tenía que pasar. Todas las señales parecían indicarle el camino con claridad. Como una enorme pista de aterrizaje. Pero quien terminaba describiendo el trazado solo era él. Uno entre miles de millones de posibles caminos. Uno entre miles de millones de posibles coincidencias.
Por eso, escondida, la renuncia continuaba asustándole. Aunque haberse librado de la responsabilidad de elegirle permitía pensar con más claridad. Quizá los puñeteros helenos lo habían verbalizado al revés. O su profesor seminarista. O el orden de los factores alteraba el producto. Desde luego, la mediocridad de la que deseaba alejarse comenzaba a ser un concepto muy subjetivo; y las veces que había intentando tenerlo todo, todo se había ido a la mierda.
*
RENUNCIAR ES ELEGIR:
Se hizo un hombre y los polos opuestos de su adolescencia chocaron entre sí. ¡CRAAASH! Un accidente glacial que aceleró el deshielo. Una revolución consciente:
¿Y si nada importaba un carajo, en realidad?
Y si daba igual qué escogiese, dejase de escoger o dejase que escogiesen por él.
En el trazado que se permitía cartografiar el único destino seguro era la muerte. Y el resto, cambio o evolución o propio camino. Un sendero con microclimas, cumbres y otros senderistas. Una vereda por la que podías despeñarte en cualquier momento. Una ruta desde lo ignoto hacia lo desconocido, queriendo cerrar con una frase más trascendental que le suena haber leído en otra parte.
Fue esa idea, y no la tripa o la barba, la que le hizo hombre.
El vamos a ver qué pasa en cada momento y a pasárnoslo bien. El zen occidental. La naturalidad. La calma chicha existencial. Pese a reincidir momentáneamente en alguna de sus etapas anteriores y desear tener una brújula interna igual que tenía dos riñones.
Una piedra angular-mental que le devolvía la serenidad cuando perdía los papeles o no recordaba haberlos escrito. Un superpoder interno. Un dique cerebral contra envites emocionales. Un «esta noche, Boyhood» dejando que la taquillera escogiera sola las dos butacas. Un Momentos de casi tres horas de duración. Tras los cuales salió del cine apretando una mano y caminó tranquilo y en silencio.
–Es alucinante, ¿no?
–El qué.
–Lo mucho que nos parecemos todos.
–¿Cómo?
–No sé. Todos somos iguales. Las mismas ilusiones, los mismos miedos. Su madre me recordaba mucho a la mía.
–Yaaa… Puede ser.
–Es bonita la reflexión del cierre. Bastante tópica. Bastante antigua, también.
–Ya. Dos horas y pico y te la tragas sin enterarte.
–Y no pasa nada.
–La vida, pasa.
–La vida pasa.
 

Por Néstor Gándara

Vive de escribir y pensar cosas para venderlas. Así que odia la idea de venderse también a sí mismo. Pero decidir no hacerlo es la mejor forma de que le compren. No puede huir. No tiene escapatoria.

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