[pullquote author=»J.G. Ballard» tagline=»Books and Bookmen Magazine, Febrero de 1971″]Todo se está convirtiendo en ciencia ficción[/pullquote]
Le Corbusier no tuvo ninguna duda cuando planteó la Unité d’Habitation de Marsella. Era 1947, acababa de terminar la II Guerra Mundial y vio un momento perfecto para desarrollar algunos de los conceptos que consideraba principales para la arquitectura moderna y que había ido escribiendo y publicando en el pasado. Como dice el crítico William J.R. Curtis, Le Corbusier es uno de los pocos creadores en la historia de la humanidad que generó un modelo completo del mundo. Desde el urbanismo a base de edificios aislados sobre grandes espacios verdes hasta las reglas de escala humana a través del Modulor. Y sí, también el material con el que se construirían sus obras: béton brut. Hormigón visto.

Auge
Se trataba de encontrar la belleza cruda, despojada de aderezos, ornamentos y recubrimientos, que respondiese a la verdadera naturaleza del material. Una belleza sin suavizar, en bruto. Así, la imagen exterior del edificio no respondía a la escala del hombre, sino a su propia condición intrínseca como espacio y como artefacto arquitectónico. De alguna manera, la Unité estaba pensada para vivirse desde dentro y la fachada solo era una respuesta a las necesidades funcionales, espaciales y emocionales del interior.


Tras la experiencia de Marsella, Le Corbusier construyó dos Unités más, una en Nantes y la otra en Berlín, pero la materialización de sus principios dio la vuelta al mundo. En obras propias como Chandigarh en la India o la Iglesia de Ronchamp en el este de Francia; pero también en edificios levantados por todo el globo.
De esos años es el Instituto Salk de Louis I. Kahn en California, el Banco de Londres y Sudamérica de Clorindo Testa en Buenos Aires, la sede de The Economist en Londres de Alison y Peter Smithson, el restaurante Los Manantiales de Felix Candela en Ciudad de México, el gimnasio de Kagawa de Kenzō Tange en Japón o Torres Blancas de Francisco Javier Sáenz de Oiza en Madrid.
Durante las décadas de los 50, 60 y 70 se construyeron algunas de las piezas más poderosas y más sugerentes de la arquitectura contemporánea, en un movimiento que el crítico británico Reyner Banham denominó ‘New Brutalism’ aunque posteriormente sería conocido sencillamente como brutalismo.

Los arquitectos no adoptaron la etiqueta brutalista, y no porque fuese despectiva, pues en realidad no lo era. Para empezar porque venía del brut francés y no del brutal inglés. Pero sobre todo porque los críticos no lo consideraba un estilo sino una manifestación del ambiente intelectual de los jóvenes arquitectos de la época, que se enfrentaban a la disciplina con un enfoque de integridad moral, alejándose así de la excesiva ligereza y frivolidad que consideraban había caracterizado a la arquitectura del primer Movimiento Moderno.
De hecho, el libro de 1966 donde Banham populariza el término se llama «New Brutalism: Ethic or Aesthetic?» y en sus páginas realiza una defensa razonada de esta aproximación arquitectónica.


Caída
Sin embargo, a finales de los 70, la arquitectura brutalista había caído en desgracia. En primer lugar porque, efectivamente, la imagen externa de los edificios de hormigón visto no era precisamente amable ni de digestión fácil por el ciudadano convencional. Se diría que el mundo no estaba aún preparado para apreciar una expresión material directa y sin filtros. Se sentía amenazado por esas fachadas pulcras y herméticas.
Y en segundo lugar porque, en un ejercicio de pensamiento profundamente equivocado, se acusó a este tipo de arquitectura de provocar desigualdad social. Esto ocurrió porque el brutalismo fue abrazado sin reparos por instituciones gubernamentales y la mayoría de los edificios habitacionales de este tipo fueron destinados a vivienda social, normalmente para las clases económicas menos pudientes y construidas en zonas básicamente aisladas.
Además, en muchos casos, se tomó la parte más errónea del planteamiento urbanístico corbuseriano sin prestar atención a la calidad puramente arquitectónica. El resultado fueron cientos de bloques protosoviéticos que formaron guetos empobrecidos en el extrarradio de las grandes ciudades, desde la propia URSS hasta los projects estadounidenses.
Las propuestas arquitectónicas podrían contribuir en mayor o menor medida, pero no fueron las causantes únicas de la desigualdad económica. Fueron esencialmente las estrategias políticas las que condenaron a la Unité de Marsella o a los londinenses Robin Hood Gardens de los Smithson a la degradación social.

Pero daba igual, el público se tragó la explicación y edificios formidables fueron acusados de crear una sociedad poco menos que totalitaria. Ya en 1966 François Truffaut empleó el Alton West Estate de Londres como fondo del futuro desolador de Fahrenheit 451 y J.G. Ballard colocaba la acción de su novela de 1975 High-Rise en una suerte de rascacielos brutalista hipervitaminado.
Para los 80, el brutalismo, o más bien, una imagen deformada del brutalismo, se había convertido en símbolo de la ciencia ficción distópica. No hay más que pasear por las oscuras calles del Sprawl que William Gibson describía en Neuromante, el libro fundacional del cyberpunk, o sobrevolar esa ciudad de Los Ángeles de 2019 con la que Ridley Scott abría Blade Runner.



La producción cultural de la década de los 80 no solo trajo el cyberpunk, las hombreras y el tecno-pop. También vio la eclosión del posmodernismo arquitectónico, nacido en parte como respuesta al brutalismo y padre de algunas de las mayores abominaciones edificatorias que podamos echarnos a los ojos.
Construcciones llenas de frontones, molduras y columnas neo-neoclásicas, neoegipcias y neorrenacentistas, pero hechas con muro cortina de vidrio y pinta de haber sido engendradas por una mezcla entre Mickey Mouse y el Doctor Maligno. Luego se desarrolló el high-tech —hijo directo del brutalismo—, el expresionismo estructural, el deconstructivismo y algún otro ‘ismo’ más, conformando así un panorama con más estilos que el heavy metal.
Pero como el dinosaurio de Monterroso, el hormigón seguía allí. Esperando a que lo redescubriésemos, esperando a que el hombre ajustase su sensibilidad y dejase de necesitar tamices para enfrentarse a construcciones que no eran fáciles, que eran ásperas e incluso antipáticas. Pero también eran honestas en su belleza.