Dos humanos unidos por una amistad perfecta son como dos cachorros. Van a verse y, mientras uno se acerca por el final de la calle, el otro capta su tristeza o su euforia de un parpadeo y predispone su actitud en consecuencia: no se mimetiza con la pena, al revés, genera la compostura que pueda equilibrar a su amigo. Es un acto reflejo: parecería que la conciencia no interviene demasiado.
Son como dos perretes: se lamen la melancolía, y, en la alegría, sus palabras y sus risas corretean en consonancia, se predicen el ritmo mutuamente, se armonizan unas a otras y saltan o se relajan o retozan patas arriba. Difícilmente habrá malentendidos: las bromas, el humor, las ironías o las burlas desembocan unas en otras en un flujo que no requiere aclaraciones. Los buenos amigos se memorizan.
Este empaste óptimo requiere tiempo, pero también algo más. En ningún grupo de amigos más o menos nutrido existen unas relaciones igualitarias: hay niveles, subsecciones de colegueo. Siempre hay integrantes que conectan más profundamente y crean una entidad mínima de amistad más fuerte que, enseguida, levanta una pequeña barrera que la separa del conjunto.
¿Qué sucede ahí? ¿Cuál es el botón de unión? Antiguamente se hablaba de conexiones espirituales: las almas gemelas, etc. Luego se empezó a sospechar que detrás de las afinidades había más prosa: gustos, preferencias, temperamentos, odios compartidos. Muchas personas (incluso agencias), a la hora de alcahuetear, tratan de ennoviar a personas en función de sus similitudes, pero eso no garantiza nada: hay cientos de parejas insufribles (por histéricas o por soporíferas) que están milimétricamente de acuerdo en todo.
Poco a poco, los científicos van añadiendo razones químicas, neuronales o de procesamiento de información. Van explicando detalles que visibilizan la complejidad de las relaciones humanas y que, de alguna forma, hacen comprensible que muchos, en un intento de nombrar lo inabarcable, hablen del alma para explicarlas.
Las coincidencias importan: generación, clase social, formación, ideología o estética, pero no tanto por sí mismas como por la forma en que nos construyen o por lo que reflejan de nuestra personalidad.
Un estudio publicado en la revista Nature Communications detectó que los cerebros de los buenos amigos producen «los mismos reflujos y oleadas de atención y distracción, el mismo procesamiento de la recompensa por un lado y las mismas alertas de aburrimiento por otro», según señala The Washington Post.
Los investigadores de la Universidad de California, tras unos experimentos de visionado de vídeos con un grupo de alumnos de una universidad, encontraron que la respuesta neuronal se parecía tanto entre quienes eran amigos en la realidad que se podía predecir el vínculo entre dos personas a través de los escáneres cerebrales.
Ahora, según la cabecera estadounidense, el equipo desea trazar un experimento a la inversa: analizar a individuos que no se conocen y tratar de verificar si las personas con semejanzas en la actividad neuronal se hacen amigos con mayor facilidad. De funcionar, puede ser el primer paso hacia el nacimiento de agencias de amistad ultraprecisas.
Otro elemento vertebrador a la hora de sentir afinidad y confianza hacia el prójimo es la percepción social. Un estudio reciente en el que participan la Universidad Autónoma de Barcelona y la Universidad Norheastern (EEUU) ha llegado a la conclusión de que valoraremos mejor a una persona si acertamos la expresión facial que pondrá ante una situación determinada.
El experimento –que no perseguía definir la amistad, sino explicar por qué se nos perciben en positivo o en negativo– sigue la línea de investigación del procesamiento predictivo. «Estas teorías proponen que el cerebro no está pasivamente esperando a que lleguen estímulos sensoriales, sino que predice qué pasará basándose en la experiencia previa. Esas predicciones afectan a nuestra actuación presente», detalla a Yorokobu Lorena Chanes, una de las autoras.
La prueba consistía en la presentación de un personaje del cual se narraba una historia, un contexto. «Decíamos, por ejemplo, que se encontraba en la playa, en un sitio muy agradable. Pedíamos al participante que se imaginara qué cara pondría esa persona y luego la mostrábamos. Vimos que cuando, acertaban, valoraban mejor a la persona».
Al cerebro le gusta que le den la razón. «Uno pensaría que a lo mejor las personas razonamos hoy de manera más abierta, menos estereotípica, y que no nos impactara tanto que alguien exprese algo que no se espera; pero sí, penaliza no confirmar las expectativas de quien te evalúa», dice Chanes.
Por el momento, en el estado en que están las investigaciones, no se puede aclarar si el proceso es automático o si interviene la conciencia, es decir, si alguien nos cae mal después de razonar o si alguien nos cae mal y después montamos sobre esa sensación una cárcel de descalificaciones y taras. «Mi hipótesis sería que no somos demasiado conscientes de que la confirmación o no de nuestras expectativas nos influye en nuestra percepción, pero habría que estudiarlo», matiza.
La investigación se desarrolló pocas semanas antes de las elecciones estadounidenses que enfrentaron a Donald Trump y Hilary Clinton. Los científicos comprobaron que, en el caso de los personajes públicos, también obtenían mejor imagen los más predecibles. «De alguna forma, esto te da indicios de cómo alterando el comportamiento, tuneándolo, puedes cambiar la opinión sobre ti».
Estos descubrimientos, que no hacen más que confirmar por vía del rigor académico las sospechas que se han acumulado durante siglos sobre el comportamiento humano, se producen en plena era de los macrodatos. Como nunca antes, los resquicios del deseo y los gustos y las fobias de las personas se acumulan en sacos virtuales a disposición de quien pague una buena suma. Suena peligroso: existen las herramientas y se conocen los resortes de la persuasión mejor que nunca antes en la historia.
O al menos eso parece, el ser humano siempre acaba revelándose más complejo que las teorías científicas. Por eso, a pesar de que puedan detectarse las similitudes en la actividad neuronal entre dos personas afines, la amistad continúa arrojando incógnitas. ¿La forma de procesar la información preexiste y luego, en función de eso, escogemos a nuestros secuaces? ¿O los seleccionamos por otros motivos y después, poco a poco, se nos va sincronizando la actividad cerebral?
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