“La cultura humana se basa en la mierda. (…) De la cuna a la sepultura, la mierda impregna nuestra concepción de la cultura, la sociedad, la salud, el decoro, el humor y la identidad”. La historia de la Humanidad es inexplicable sin la caca. Está por todas partes. En los mundos subterráneos de las ciudades, en el campo, en el mar. En la literatura, en recetas médicas, en la alquimia. En supersticiones, en negocios, en leyendas de terror. En escritos de santos, en remedios para el desamor. Y también, ahí, debajo de tu ombligo.
El doctor en literatura Florian Werner ha rastreado en la historia y la cultura occidental para hallar la esencia del detrito. La investigación se titula La materia oscura. Historia cultural de la mierda y, en 250 páginas, habla de su olor y composición, de su relación con dioses y demonios, de su explotación comercial, de la inspiración que supuso al arte y de su ingestión.
El santo Agustín de Hipona (354-430) lo dijo sin tapujos. “Nacemos entre heces y orina”, aseveró. En el pasado lejano la caca no resultaba grotesca. Hoy, en cambio, la reputación de la materia oscura está por los suelos y, según el escritor alemán, “nos negamos a admitir el papel fundamental de los excrementos en nuestra vida”.
Esencia y naturaleza
“Las excreciones de personas sanas contienen un 75% de agua y el resto está formado por componentes indigeribles o no digeridos aún de un alimento consumido dos o tres días antes”, explica Werner en su libro. “Sobre todo, fibra, partículas de almidón, grasa, así como fibras conjuntivas y musculares. También contiene células del estómago repelidas, residuos de las enzimas digestivas, mucosidad y microorganismos muertos”.
En un año, una persona adulta puede producir cien kilos de caca. En su composición incluye una serie de materias químicas que le dan su identidad inequívoca. El escatol y el indol le dotan de su olor y la estercobilina le da su color marrón. “Una única deposición de un humano puede llegar a pesar entre 20 gramos y un kilo y medio. La media europea está entre los 100 y los 150 gramos para un carnívoro y entre los 300 y 400 gramos para un vegetariano (al tomar más fibras indigeribles que un carnívoro, sus excreciones son más pesadas)”. En consecuencia, el autor asegura: “Se caga lo que se come y se caga lo que se es”.
El color y la forma no siempre son iguales. Pero hay una constante en toda boñiga. “Está cargada de fuertes estigmas sociales, apesta, provoca asco, no es apta para el consumo y es considerada impura”, considera el literato. La repulsión, sin embargo, es una “apreciación meramente cultural y, por tanto, modificable”.
Menos de dos tercios de la población mundial utiliza el retrete y unos 2.600 millones de personas carecen de acceso a instalaciones sanitarias, según Werner. La civilización ha hecho invisible la caca. La ha llevado a un mundo subterráneo que vive bajo las ciudades. Tanto que, para el periodista, resulta sorprendente que en una ciudad como Berlín apenas puedas encontrarte con una deyección de perro cuando, diariamente, sus habitantes producen unas 800 toneladas de excrementos.
Historia
El discurso sobre la bondad y maldad de las deposiciones llega hasta la literatura más remota. El Antiguo Testamento da instrucciones sobre cómo mantener limpio el campamento de guerra. En el Deuteronomio (libro quinto de Moisés) se ordenaba: “Tendrás fuera del campamento un lugar y saldrás allá fuera (…). Llevarás en tu equipo una estaca, te darás vuelta y luego taparás tus excrementos”. En los proverbios del nórdico antiguo también se reprende al pájaro que ensucia su propio nido y, en consecuencia, a todo animal o humano que haga lo mismo.
El primer registro de la propiedad del reino de Inglaterra (Domesday Book), escrito a finales del XI, establecía multas para quien defecara en la catedral de Chester. Un siglo después, el médico y filósofo Maimónides pidió a la población que “evacuara lo más lejos posible de su prójimo o en el aposento de la casa más aislado o, si se está al aire libre, que sea por lo menos lo suficientemente lejos para que los demás no puedan oír los ruidos intestinales”.
Hasta ahí eran solo recomendaciones. En la Edad Moderna llegó la repulsión de verdad. “Las excrecencias humanas se hacen tabú y reciben una carga de vergüenza e incomodidad”, escribe el filósofo. “Las modernas normas de decencia relativas a la mierda se trasladan progresivamente del papel a la psique: reglas registradas en los tratados de cortesía o en los decretos de la corte durante el siglo XVI y que la mayoría de adultos interiorizaron. Estas normas se convirtieron en un componente del sentimiento de vergüenza y empezaron a percibirse como algo normal”.
La Edad Moderna acabó con “la actitud desenfadada ante la mierda”. “La defecación comenzó a desterrarse cada vez más del campo visual público. Las letrinas usadas de manera colectiva o el llamado sprâchhus (donde uno podía charlar mientras defecaba) dieron paso al excusado individual o aposento secreto y, más tarde, al klosett [servicio], palabra que procede del verbo latino claudere [cerrar] y que está estrechamente emparentada con los términos klause [celda] y kloster [convento]”.
La caca empezaba a hacerse invisible pero la ocultación definitiva se produjo después de algunas “catástrofes olfativas como la famosa Gran Pestilencia de Londres en 1858”. Una sequía feroz acabó con el desagüe natural de los restos fecales de la ciudad y entonces se construyó el sistema moderno de alcantarillado. “En lo sucesivo, los excrementos dejaron de verterse en las calles, eliminarse en las primeras aguas corrientes o almacenarse de forma masiva en hediondos pozos ciegos. En su lugar, se conducirían bajo tierra (…). El espacio urbano se volvió hacia dentro y hacia abajo y las ciudades europeas se fueron desodorizando progresivamente”.
En 1857 el estadounidense Joseph Gayetty inventó el papel higiénico moderno y en 1928 el alemán Hans Hakle Klenk lanzó al mercado “el primer rollo de papel con número de hojas garantizado”. Los ambientadores empezaron a invadirlo todo para esconder el olor y en Japón, incluso, muchos inodoros emiten el sonido del agua en la naturaleza para ocultar otros ruidos. “Nuestra concepción occidental de la civilización está vinculada de forma inseparable a la desintegración de la mierda, y su relativa visibilidad o invisibilidad es, por así decirlo, una escala para medir los niveles de desarrollo de un país”. Necesitamos la caca para construir, en el extremo opuesto, nuestro civismo. “La mierda”, según Florian Werner, “es indispensable para nuestra autognosis como personas modernas”.
¿Es la caca antisistema?
“La mierda representa algo parecido a una última frontera”. Para el pensador, es “una sustancia aparentemente sin sentido ni valor que no se adapta a la lógica de la economía del mercado del mundo occidental. Todos los días, los seres humanos dedican energías y un tiempo considerable solamente a producir una materia que se elimina inmediatamente tras su producción”.
El humano, en términos generales, emplea un año de su vida a “una actividad que no produce resultados aparentes o comercializables”. Esto implica, según el alemán, que “la mierda es lo absurdo, simplemente lo superfluo. Una sustancia grumosa en el engranaje de nuestra maquinaria económica”. Un elemento que “cuestiona el ideal del Homo oeconomicus, sensato, adaptado al beneficio y moderno” y que, por tanto, en su faceta más nostálgica “expresa un deseo romántico de huir del mecanismo represor de la civilización del mundo occidental”.
En Alemania se llegó a considerar tal pérdida de tiempo que, según el autor, “antiguamente, cuando terminaba una relación laboral, los empleados del hogar debían pagar con su trabajo los llamados scheisztage [días de mierda], es decir, las horas que habían pasado en el lavabo durante su horario de trabajo”.
Pero el sistema actual la rechaza y la genera a la vez. También metafóricamente. “En un sentido exagerado”, escribe, “estamos continuamente rodeados de mierda. Nuestro actual mundo de consumo y mercado está lleno de bienes producidos descuidadamente y sin una atención especial, provistos de un valor nutritivo mental y corporal simplemente bajo que, como un montón de mierda, se vuelven a eliminar lo antes posible tras su fabricación”. Y los medios son sus mensajeros. De la televisión, la radio, los ordenadores y la publicidad emana, según el autor, “un incesante bullshit (sandeces) que lleva a hombres y mujeres estos excrementos poscapitalistas”.
La palabra
Caca es una onomatopeya. El ensayista relata que en la antigua Grecia utilizaban el verbo kakkáo. Los romanos hablaban de cacare y los celtas, de cacha. “La mierda”, además, “es una construcción discursiva”. Tratada como algo vulgar es llamada ‘caca’ o ‘mierda’. En la consulta del médico, en cambio, se habla de ‘deposición’ o ‘heces’. “La designación cambia la esencia de los excrementos”, indica el literato. “O como se podría decir, siguiendo la sentencia del filósofo francés Jacques Derrida: no hay mierda fuera del texto”.
La lista de sinónimos es larga y esto ya se deja ver en la literatura renacentista francesa. François Rabelais escribió en su poema épico Gargantúa y Pantagruel: “Llamadlo tranquilamente deyección, deposición, caca, mierda, cagajón, excreción, materia fecal, excremento, plasta, cagarruta, purín, egagrópila, pedacito de mierda, chorizo y cagarrutillas. Yo creo que es azafrán de Hibernia”.
[pullquote]“Llamadlo tranquilamente deyección, deposición, caca, mierda, cagajón, excreción, materia fecal, excremento, plasta, cagarruta, purín, egagrópila, pedacito de mierda, chorizo y cagarrutillas. Yo creo que es azafrán de Hibernia”[/pullquote]
La colección de palabras aumenta aún más con las decenas de “perífrasis cómico-eufemísticas cuyo uso depende poderosamente de la consistencia de la mierda o del contexto en el que se produce”, relata el libro. “Si está bien formada, es alargada y compacta, se denomina mojón. Si se da junto a una ventosidad y, además de los restantes gases intestinales, salen componentes sólidos que van a parar a los pantalones, se dice que se han echado perdigones”. El libro no menciona una modalidad más que incluye el diccionario popular español: el tarzanito o tarzanete. Esta palabra está basada en la imagen de los desplazamientos de Tarzán por las lianas de la selva y hace referencia a los restos de heces que quedan en el vello cercano al ano.
La diarrea de un extranjero en México es considerada la maldición de Moctezuma; en Egipto, la maldición del faraón, y en India, un Delhi Belly. Los coprófagos hablan de ‘caviar’. Las recetas lo designaban ‘carbón humano’ (carbon humanum), lo oliente (oletum) almizcle occidental (mus occidental) o civeta (zibethum, el nombre para la secreción de la civeta, que se utiliza en la elaboración de perfumes). Y entre todas sus acepciones, la más negativa es, probablemente, ‘mierda’. “Acentúa la absoluta falta de valor de la sustancia”, según el autor.
Muchas de las imágenes y metáforas que se utilizan hoy fueron ya documentadas siglos atrás. Lutero, por ejemplo, escribió que el líder revolucionario de los campesinos Thomas Müntzer se cagó en Dios. Pero el autor hace un llamamiento a la tranquilidad. “La mayoría de palabrotas, insultos y obscenidades que giran en torno a la palabra están vacías de significado y no pueden considerarse seriamente como ofensa. ‘Mierda’ es una de las palabras más inocentes que existe en la lengua alemana. Es un término que puede designar todo y, por eso mismo, no significa nada”. Probablemente en español ocurra lo mismo.
El olor
La identidad de la caca se construye, principalmente, por su hedor. Esa es la forma más habitual de entrar en contacto con ella, según Werner. La personalidad aromática de esta materia oscura viene determinada químicamente por el escatol (del griego skatós: excremento) y el indol, “dos compuestos que se originan en la descomposición del aminoácido triptófano”. Esta última sustancia se encuentra fundamentalmente en proteínas animales y, por eso, las heces de un carnívoro suelen oler más intensamente que las de un vegetariano. Es “la infalible señal olfativa de la muerte animal”, piensa Werner.
La caca es, además, “la encarnación del olor negativo”. Pero eso no siempre fue así. ¿Qué ocurrió entonces? Sigmund Freud argumentó que el “enérgico rechazo al olor fecal” podía deberse a la “tendencia humana a alejarnos del suelo”. Hasta hace unos siete millones de años los antepasados del humano se movían a cuatro patas. Esto implica que el culo y los órganos sexuales quedaban a la altura de la nariz del resto de individuos de su especie y el sentido del olfato estaba mucho más desarrollado. El sahelanthropus tchadensis, natural del África central, fue el primero en sostenerse únicamente sobre las patas traseras.
“Al apartarse del suelo y distanciarse así de los órganos sexuales y excretores de los congéneres, los estímulos olfativos, sobre todo los que se originan en la zona inferior del tronco, perdieron la utilidad dentro de la jerarquía de las percepciones sensoriales. En adelante, el hombre (primitivo) los miró (o mejor dicho, olfateó) por encima del hombro en sentido literal”, escribe el doctor en literatura. “Los aromas de la sangre menstrual, la caca y el esperma, que originariamente habían asumido una importante función psíquica para la excitación sexual, padecieron, según Freud, el destino de ‘los dioses de una época cultural superada’, arrancados de su pedestal y degradados a demonios. A partir de entonces fueron percibidos como malos, malolientes e incluso apestosos”.
Aunque no todas las esencias son iguales. Aquí la propiedad establece la separación entre el bien y el mal. El padre del psicoanálisis concluyó que “no todos los olores inferiores tuvieron el mismo destino. El olor de los propios excrementos, por ejemplo, le resulta al ser humano, a pesar de todos los avances de la evolución, apenas molesto. Lo que molesta es siempre solo el de las deyecciones ajenas”, explica Werner en La materia oscura. “El profundo arraigo de esta sospechosa predilección, narcisista en un sentido amplio de la palabra, se demuestra si recordamos un proverbio de los antiguos romanos: stercus cuique suum bene olet [a cada uno la propia caca le huele bien] o expresado libremente en alemán: A nadie le huelen mal sus pedos”.
El filósofo Friedrich Hegel describió el proceso de defecación como “una repugnancia abstracta de uno mismo, de su propio ser”. El escritor Günter Grass “saluda con júbilo a su zurullo en un poema: Mi desecho me resulta más cercano que Dios o que tú” y el novelista Elias Canetti escribió: “Nada le pertenece más a alguien que lo que se ha convertido en excremento”.
Este amor, sin embargo, deviene repulsión en un santiamén. “Nuestros excrementos se nos tornan rápidamente extraños nada más haber abandonado el cuerpo porque dejan de pertenecerle. Al poco, como sabemos, los propios excrementos empiezan a oler mal”. El autor asegura que el rechazo al olor de las heces es “una construcción cultural”. Werner cuenta en su libro que a los llamados niños salvajes, criados lejos de la civilización, no les repugna la caca. El salvaje de Aveyron, un joven que pasó sus diez primeros años solo en un bosque antes de que lo encontraran en el sur de Francia, a finales del XVIII, no sentía asco de sus excrementos, según los informes que redactaron sobre el suceso en aquella época.
La cultura construyó la aversión pero en tiempos lejanos este olor no solo no disgustaba. A menudo se consideraba curativo. Decían de este hedor que limpiaba el aire de gérmenes patógenos. Por eso se vertía purín por las calles de Madrid hasta 1760, según el escritor. “El aire enriquecido con materias fecales era conveniente para la salud pública”. En Londres pensaban igual. La peste causó estragos en la ciudad un siglo antes y las autoridades abrieron pozos ciegos para “vencer la epidemia por medio de la peste fecal”.
La creencia duró siglos. La idea estaba justificada por la “asombrosa salud de los poceros”. En 1848, el inglés Edward D’Anson escribió en un informe para la comisión de canales londinense que todos los trabajadores que practicaban su oficio en los pozos de aguas residuales londinenses, sin excepción, eran hombres ‘fuertes y robustos‘ y gracias a sus condiciones laborales en el clima estimulante de la canalización gozaban de una esperanza de vida mayor que la media de la población”.
Usos medicinales
La caca ya estaba en la medicina en la Antigüedad. Plinio el Viejo recomendaba en su Historia natural las deposiciones de los recién nacidos para remediar la esterilidad. Y se encontraba también en las fórmulas de belleza. Las aristócratas romanas untaban su rostro de heces para conservar la juventud de su piel. La creencia venía del pensamiento aristotélico. El sabio griego afirmaba que “la naturaleza —o teológicamente hablando, Dios— no crea nada sin una finalidad”. Y así lo pensó también, unos siglos después, Martín Lutero: “Dios se halla presente en el intestino de un escarabajo pelotero o en la cloaca (…) no menos que en el cielo”.
Hasta la Edad Moderna los excrementos estuvieron también en las recetas de las llamadas coprofarmacias. Eran un remedio para todo tipo de dolencias. Desde hemorragias nasales a enfermedades cancerosas.
Alivio para el desamor
La caca fue hace siglos un remedio contra el desamor. La literatura guarda escritos que relatan la huida del amor ante las heces del amado. “Un viejo antídoto tradicional para un enamoramiento enfermizo consistía en acercar al amante desgraciado los excrementos de sus amados”. El físico y teólogo alemán Paullini cuenta en su Coprofagia: ‘Pusieron excrementos de su amada en sus zapatos nuevos y después de una hora con ellos se hartó del mal olor. El amor también resultaba algo apestoso (…). A otro, sin que lo sepa, se le da una papilla de mierda seca de su amadísima y a raíz de ello siente una repugnante antipatía”.
La moda
“La mierda experimenta hoy en día un sorprendente renacimiento”, asevera el autor. La caca está en “obras como Shit Head, un busto al que el artista Marc Quinn da forma a partir de sus propios excrementos; o Cloaca, de Wim Delvoye, cuya única finalidad consiste en producir una sustancia parecida a los excrementos humanos”.
Está en el cine. “Películas como Borat, Jackass o Slumdog Millionaire juguetean con la mierda”, asegura el filósofo. Está en la pornografía. “Las variantes de erotismo fecal y anal gozan de una creciente popularidad”, comenta. “Y también en la literatura se puede distinguir un nuevo goce en el exceso excremental. Éxitos literarios como la novela Zonas húmedas, de Charlotte Roche, se dedican con entusiasmo al ano y sus excreciones. El libro ilustrado El topo que quería saber quién se había hecho aquello en su cabeza es un éxito de ventas internacional, a pesar de su tema infame. Y entre los libros de ensayo, obras con títulos explícitos como Bullshit [Paridas], Kinderkacke [Caca infantil] y ScheiBkerle [Caraculo] disfrutan de un sorprendente éxito”.
“La mierda”, asegura Werner, “por lo que parece, está en boga”.
Imagen de portada de Mr. Wonderfuck