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¿Por qué el campo es conservador y la ciudad progresista?

Esta es una característica global que se ha ido acrecentando con el paso de los siglos. En el imaginario colectivo, el campo siempre ha representado la naturalidad, la pureza, la bondad, la calma. Mientras que las grandes ciudades se han visto como la depravación, el riesgo, la miseria, la violencia.

En la antigua Roma, los próceres que podían permitírselo ya contaban con una segunda residencia en el campo para escapar de los males de la capital. Allí escribían loas a la madre naturaleza, que más tarde publicaban y archivaban en las bibliotecas de la ciudad que tanto aborrecían. De hecho, las quejas sobre la contaminación, que pareciera un problema reciente, ya pueden leerse en algunos de aquellos escritos conservados, por supuesto, en dichas bibliotecas.

Esta disociación se fue acrecentando con el paso del tiempo. En el Londres de Jack el Destripador, la incertidumbre, acompañada de la enigmática niebla y la insalubridad de los bajos fondos, consiguió que el concepto de gran urbe alcanzara el nivel de reputación más bajo de su historia.

Esto sucedía a finales del siglo XIX. Pero en la primera mitad del XX tampoco le fue mejor. Los bombardeos a las grandes ciudades durante la Segunda Guerra Mundial, que obligaron a enviar a los niños al campo, mantuvieron esa percepción dicotómica de campo-feliz, ciudad-desdichada que se ha mantenido hasta nuestros días.

Pero últimamente, con el análisis de las votaciones en las elecciones democráticas de diferentes países, comienza a vislumbrarse una nueva segmentación: la de la ciudad ilustrada frente al campo profundo en el que perviven las ideologías más reaccionarias.

Esta constatación ha resultado decepcionante para todos los que tenían idealizada la campiña como la última reserva de la bondad y la belleza. Pero resulta que son los habitantes de esas campiñas los que han llevado al poder a Donald Trump, han promovido el Brexit antiemigración o están fomentando los nacionalismos más excluyentes.

Porque, pese a todos sus problemas e inconvenientes, las grandes ciudades siempre han representado la vanguardia cultural de nuestras civilizaciones. Nacieron de la voluntad del ser humano de compartir su saber y su destino en un largo viaje que comenzó con la horda primitiva, siguió con la tribu, el poblado agrícola, los recintos feudales y los burgos artesanales.

Una vanguardia cultural que se ha amplificado ahora con la globalización. Y como consecuencia de ello comprobamos que, en este tema, tienen más en común Madrid, París, Washington o Bogotá que las profundas tierras de su entorno.

Podría decirse que todo esto comenzó con la Biblioteca de Alejandría. Pero ahora, la progresión tiene tanto que ver con la capacidad de acumular cultura (museos, auditorios, teatros, fundaciones, etc.) como con la voluntad de fomentarla. Un balance imprescindible que se reconoce en esas metrópolis en las que continentes y contenidos saben complementarse. Algo que no sucede en otras ciudades más pequeñas donde se construyen centros culturales para mayor gloria de los políticos locales, pero que luego apenas tienen con qué rellenarse.

La progresión cultural exige interacción. Y esta aumenta con el asentamiento de la población en un mismo lugar. Pero ello genera una tensión campo-ciudad que está acercándose a una más que probable singularidad demográfica. Me refiero al momento en que las grandes ciudades del planeta se sientan comunidades independientes y muy alejadas en sus intereses culturales, económicos y políticos de los intereses de las pequeñas poblaciones con las que en el pasado formaban esa gran colectividad llamada patria.

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