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Carlos Fernández Guerra: «El ‘establishment’ ha perdido el monopolio del relato»

Hoy es director de digital y social media en Iberdrola, y en su trayectoria aparecen nombres como Leroy Merlin o ADIF, entre otros. Sin embargo, a Carlos Fernández Guerra muchos lo identifican aún con su etapa como community manager de la Policía. No es de extrañar: su estrategia en redes sociales dio lugar a algunos de los tuits más virales en España y marcó un antes y un después en la percepción del cuerpo, con todo lo bueno —y también lo polémico— que eso implicaba.

Ahora asegura que sigue aprendiendo. Y, aunque no lo proclame, es un referente indiscutible en el mundillo de la comunicación digital. Sobre eso hablamos con él. Aunque reducir la conversación a un solo tema con Carlos es, afortunadamente, misión imposible.

Empecemos por la inteligencia artificial. ¿Dónde ves realmente su impacto? 

La IA está generando una euforia desmesurada por parte de los tecnólogos y de los early adopter, como ocurrió también en su día con el metaverso, por ejemplo. Las expectativas son enormes y exageradas. Buena parte de la industria de los medios y los contenidos piensa que la IA es la panacea. Y no lo es, porque no es un elemento diferenciador. 

Para mí, el gran problema se dará en la producción. Hemos pasado de una burbuja de contenido salvaje, generado a partir de la precariedad de muchos creadores, a una era en la que ya no hace falta ni siquiera invertir un duro en ellos. Es el momento idóneo para parar y hacer un análisis de la situación. 

De momento, estamos viendo muchos sectores y ámbitos en los que los cambios no van a ser solo en procesos de trabajo, sino radicales: el educativo, la comunicación, el jurídico, la consultoría… Y ahí va a hacer falta mucho y buen criterio humano (eso tan manido del talento, pero real), adaptación de todas las industrias… y que las instituciones y reguladores sepan, esta vez, ser ágiles y un catalizador de un desarrollo óptimo de la tecnología en nuestras vidas y la sociedad. 

Por otro lado, me incomoda que se le llame inteligencia porque no lo es. Es un sistema muy avanzado que relaciona conceptos y acciones como nunca antes y que resulta realmente útil. De hecho, me alivia que no sea inteligente de verdad. De serlo, me daría miedo porque podría tomar decisiones en mi contra. 

«Deberíamos normalizar la IA y verla como un paso más en la cultura digital»

La IA nos deslumbra por todo lo que tiene de ventajosa, pero al igual que ya nadie va por ahí diciendo «¡qué maravilla el inodoro!», aunque realmente sea uno de los grandes inventos de la humanidad, deberíamos también normalizar la inteligencia artificial. Porque, al final, no deja de ser un paso más en la cultura digital. 

¿Cuál es el mayor reto social alrededor de la IA?

La desinformación es uno de ellos. Al final, todo parte de nuestra dificultad de asumir que no hay una sola verdad, que la realidad es poliédrica. De hecho, prefiero hablar de realidad en lugar de verdad. 

Antes sufríamos el llamado analfabetismo digital. Ahora, paradójicamente, todo el mundo se siente experto. Y seguimos sin espíritu crítico. Nos falta algo que yo llamo desconfianza racional y que no es más que no dar nada por cierto. Poner en cuarentena todo lo que vemos, lo que nos dicen los demás… Y, también, a nosotros mismos.

Las sociedades han llegado tarde a este reto, como a tantos otros. Y por eso no es casualidad que la mayoría de ellas vivan hoy problemas de polarización. Somos capaces de lamentarnos de ello, pero no de poner freno lógico. Se confunde libertad con caos. Hay actores interesados en generar ese caos, en lugar de defender las libertades, y aprovechan los fallos estructurales del sistema para hacerlo. Por eso creo que en lo referente a la IA y al medio digital hace falta cierto orden y autorregulación, aunque no resulte fácil conseguir ni uno ni otra. 

El gran cambio de la inteligencia artificial, como vivimos antes con la web 2.0, no es solo técnico, sino de escala: la IA generativa ha masificado lo que antes estaba reservado a unos pocos. Hasta hace poco, solo los que disponían de poder o influencia contaban con un altavoz por el que difundir sus mentiras y tratar de manipular. Ahora cualquiera puede tener el mismo megáfono y la misma credibilidad. Y eso es lo que incomoda. No molesta tanto que existan mentiras —que siempre han existido—, sino que ahora todas las versiones circulen con la misma fuerza.

Desinformación, polarización… Al final hablamos de problemas que han existido toda la vida

Efectivamente, no son fenómenos nuevos. En los medios de comunicación siempre ha habido sesgos, intereses, líneas editoriales, periodistas partidistas… Lo que ocurre ahora es que todo se ha convertido en un auténtico desbarajuste. El establishment, las instituciones, han perdido el monopolio del relato. Y no solo eso: nuestro alcance real es muy inferior al de los creadores de contenido digitales. 

El mejor ejemplo lo vimos hace unos meses con el caso del ¿periodista? ¿activista? candidato que, sin apenas presencia mediática, ni siquiera redes sociales de masas, solo con un canal en Telegram, pasó de 78.000 seguidores a obtener 800.000 votos en unas elecciones. Una conversión increíble en un corto periodo de tiempo. Además, si a ello se suman los votos que perdieron los partidos tradicionales, el resultado es claro: el sistema establecido ya no controla ni el discurso ni la influencia.

Eso nos obliga a una reflexión urgente: quizá, más que regular algoritmos, lo que necesitamos es educar nuestras mentes. Y aquí vuelvo a señalar la importancia de esa desconfianza racional que comentaba antes, basada en una serie de valores que nos lleven a ser críticos no solo con lo que escuchamos, sino también con lo que pensamos nosotros mismos. 

Hoy la política, la información e incluso el debate social se viven como si fueran un partido de fútbol: hay hinchas ciegos de discursos políticos, incapaces de cuestionar nada, incapaces de replantearse sus certezas. Y el verdadero reto es justo lo contrario: asumir que nadie es perfecto, que nos podemos equivocar, que nuestras ideas también tienen sesgos.

¿Alguna sugerencia para afrontar el nuevo panorama? 

En el fondo, el antídoto contra la desinformación es no creer que existe una verdad absoluta, sino aprender a convivir con múltiples realidades y a revisarnos a nosotros mismos cada día.

En realidad, como decía antes, la desinformación no es algo nuevo, lo que cambia es el formato. De hecho, la mayoría de los ciudadanos siempre han preferido —de forma premeditada o inconsciente— que se les engañe con la información —ya sea obviando o destacando la versión que su público quiere escuchar— para reforzar sus creencias antes que confrontarlas. La IA solo ha añadido una capa más de dificultad, acelerando y multiplicando el ruido y complicando aún más distinguir la realidad de lo que no es rigurosamente cierto.

Por eso, más que obsesionarnos con la idea de verdad, deberíamos entender que la realidad es poliédrica, que hay múltiples versiones, y que el reto no es eliminar las discrepancias, sino aprender a convivir con ellas y gestionar el contexto sin caer en el caos.

¿Qué papel deberían desempeñar aquí los medios de comunicación tradicionales? ¿Y las instituciones? 

La mayoría de los medios de comunicación ven a la IA como un competidor. Y puedo entender ese miedo, pero es ridículo pensar que podemos frenar algo que ya es parte de la vida de cerca de 1.000 millones de personas. Lo que ocurre es que no estamos preparados para competir en este entorno. El problema, como decía, es que vamos tarde desde todos los ámbitos de la sociedad. 

Además de este evidente retraso, las grandes instituciones europeas no han sabido encontrar una solución lógica para el mundo digital y ahora tampoco para la inteligencia artificial. Y ese vacío genera incertidumbre. Porque la IA va a plantear dudas enormes: desde el papel de los algoritmos hasta su impacto en la democracia y en colectivos vulnerables. Pero igual que se reguló la prensa escrita, la radio o la televisión en su día, también podemos —y debemos— regular la inteligencia artificial. No para frenarla, sino para asegurar que funcione dentro de un marco lógico, equilibrado y democrático. En definitiva, en pro de la convivencia. 

«Igual que se reguló la prensa escrita, la radio o la televisión en su día, también podemos —y debemos— regular la inteligencia artificial en pro de la convivencia»

Hablabas antes del reto que supone la IA para la producción de contenidos, pero ¿qué pasa con la creatividad? 

La inteligencia artificial es una herramienta de gran utilidad en términos productivos (que no creativos) de todo tipo de materiales, pero, sobre todo, nos pone frente al enorme reto de redefinir qué entendemos por creatividad, por ser creativos, al igual que también nos pone ante el reto de saber qué entendemos por saber, qué entendemos por aprender. Para mí, el gran riesgo es que la creatividad quede enterrada entre miles de millones de contenidos de buena factura, pero que no aporten ni innovación ni ingenio ni valor.

¿Crees que la industria de la creatividad y los contenidos está preparada para afrontar este reto? 

La industria está en pleno proceso de cambio. Se acabó aquel momento en el que las grandes compañías del sector miraban por encima del hombro a los mal llamados influencers, a los que yo prefiero llamar creadores de contenido. Primero, porque entre ellos hay gente muy profesional que lo hace muy bien. Y, además, porque las empresas del sector ya no pueden valerse de ese marchamo especial de ser la industria, la de los festivales, la de los egos… Porque ahora son esos pequeños creadores de contenido los que logran conectar con las audiencias. 

De hecho, la industria ya los considera rivales. Y tienen razón al hacerlo, porque muchas empresas están derivando sus presupuestos hacia ellos. Es como un tsunami silencioso: los nuevos hábitos de consumo van en una dirección opuesta a los parámetros que la industria sigue usando para medirlos. Al igual que ha ocurrido en otros sectores, el de la comunicación ha cambiado. Son las plataformas digitales y los creadores de contenido quienes mejor han sabido adaptarse a estos cambios. Y mientras que empresas de toda la vida no lo han hecho, ni las instituciones han sabido regularlo ni ofrecer alternativas. 

La industria sigue errando al olvidarse de lo esencial: lo más importante es aportar valor a la audiencia, luego a la marca y, en tercer lugar, a nosotros como profesionales. El problema de muchos ellos es que minusvaloran a la audiencia. Esa es la diferencia con los creadores de contenido: ellos parten de la conexión real con su público.

Por otro lado, me preocupa mucho la falta de profesionalización en la comunicación y en lo digital. Durante años hablábamos del sobrinity manager, y siempre he reivindicado la necesidad de profesionalizar el sector. Pero para hacerlo no es necesario —o suficiente— un título, hace falta ser valiente para hacer un diagnóstico honesto y entender cuál es tu verdadero potencial, no autoengañarte. El problema es que muchas marcas creen que son Emily Ratajkowski o George Clooney, y no lo son. Y ahí es donde empiezan las trampas al solitario que solo nos alejan de la realidad.

¿Y dónde crees que radica esa capacidad de conectar con las audiencias que demuestran estos creadores? 

En la naturalidad. Es algo que aprendí cuando trabajaba en la Policía. Creo que el éxito se produjo porque estaba, digámoslo así, aislado. No tenía que pasar el filtro de las innumerables comisiones que existen en otras compañías, por lo que todo fluía de forma natural. Y eso es lo que ocurre con los creadores de contenido, que logran una creatividad más natural, más personal, más individual.

Y ahí volvemos otra vez al peligro de la IA. A veces es demasiado evidente en redes sociales, donde hay personas que publican mensajes que huelen demasiado a artificial. Personalmente, prefiero encontrarme con un error en una comunicación, incluso ortográfico, porque al menos eso lo humaniza. 

En ocasiones, nos obsesionamos con preocupaciones artificiales, con las máquinas, le echamos la culpa al algoritmo (es como el nuevo «el perro se ha comido mis deberes»), porque tratamos de buscar la perfección en exceso, cuando en realidad lo importante es aprender a convivir con un mundo imperfecto pero auténtico y humano. La tecnología debe ayudarnos a minimizar riesgos, sí, pero también a disfrutar, a convivir y a ser conscientes de que nada es perfecto.

Todo esto creo que se debe a un hecho que a mí, personalmente, me preocupa, y es que creo que confiamos demasiado en las máquinas y cada vez menos en las personas. Necesitamos que las instituciones, y no solo las políticas, vuelvan a poner en el foco en las personas, como grupo pero también como individuos.

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