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Creatividad

La lanza, el cuadro y la pecera: la importancia de las ventanas en la arquitectura

Cada vez que enciendes la luz de una vela, también proyectas una sombra.

Ursula K. Le Guin.

Al principio, la ventana era una puerta y, por tanto, la ventana no existía. Las puertas son el artefacto conceptual más importante de la historia de la arquitectura. De hecho, son el primer artefacto de la arquitectura porque, cuando aún no había muros ni cubiertas y la arquitectura era una cueva natural en la roca, ya había puertas. Ya había un hueco por el que entrar en la arquitectura. Un umbral que separaba el lugar seguro del ambiente hostil; la casa del mundo. Aunque las definiciones se han vuelto más y más complejas según ha transcurrido la historia, la puerta, en su función intrínseca, siempre ha servido para diferenciar el espacio arquitectónico del que no lo es.

La ventana, en cambio, es un objeto mucho más sofisticado. Aunque podrían usarse para entrar y salir, excepto ladrones y gatos, nadie atraviesa una ventana. La ventana permite ver sin estar (de dentro hacia fuera y de fuera hacia dentro). La ventana permite estar sin sufrir (estar en el paisaje sin el frío y el viento o el sol y el calor). Pero, sobre todo, la ventana deja pasar el único elemento indispensable para la existencia de la arquitectura: la luz. Sin ver el espacio no se puede comprender el espacio en su totalidad. Sin luz no hay arquitectura. 

Por eso las ventanas han sido y siguen siendo una obsesión perpetua para los arquitectos de todas las culturas y todos los rincones del planeta. Y lo seguirán siendo en el futuro cuando las culturas y los rincones del planeta no se parezcan a los que hoy conocemos, e incluso nuestro planeta no sea el lugar donde pongamos nuestra arquitectura. Mientras haya luz, habrá ventanas.

LA LANZA

Panteón de Agripa

No sabemos con seguridad quién fue el arquitecto del Panteón de Roma. Las crónicas históricas apuntan a Apolodoro de Damasco, que habría diseñado el nuevo templo sobre los restos de otro levantado un siglo antes por Marco Vipsanio Agripa y, por eso, el emperador Adriano le concedió el crédito al propio Agripa a modo de homenaje. Lo que sí podemos afirmar con certeza es que cuando el edificio se terminó a mediados del siglo II, allí, en el centro de la cúpula, apareció la perfecta destilación arquitectónica de la ventana. 

El óculo del Panteón tiene más de decisión constructiva que de arquitectónica, pues era la única forma de coronar la cúpula sin que colapsara. Pero al cerrarla sin cerrarla, en ese círculo de ocho metros de diámetro, dieron con la forma estricta del lucernario: la ventana de un único sentido, que solo permite entrar la luz y no deja salir nada. Tampoco a los gatos y ni siquiera las vistas porque, a cuarenta y tres metros de altura, no hay nada que mirar; solo el resplandor del cielo y la lanza de luz sólida que atraviesa todo el espacio hasta golpear con el suelo y el intradós de la bóveda convertido en un reloj. Una elipse moviéndose y cambiando de forma desde las primeras horas de la mañana hasta el último rayo del atardecer.

EL CUADRO

Can Lis. Frans Drewniak. Flickr.

Jørn Utzon y su familia vivieron en Can Lis casi veinte años, desde que el arquitecto danés terminó la obra en 1971 hasta que se mudaron a una segunda casa –Can Feliz–, construida a pocos kilómetros de la primera, también junto a un acantilado mallorquín. Utzon estaba mayor y cansado de que Can Lis se hubiese convertido en un centro de peregrinaje de arquitectos y estudiantes de todo el mundo. Ya no era una casa, era un manifiesto. De hecho, era el manifiesto de la ventana horizontal, la ventana cuadro.

Cuando se abre un hueco en un paramento, la ventana permite el paso de la luz, pero, sobre todo, deja escapar la mirada. Enfrentado a la experiencia inabarcable del Mediterráneo, Utzon tomó una decisión de jerarquía esencial: ocultar una parte para poner en valor otra. Enmarcar el paisaje en fragmentos que, así, se elevan a la categoría de arte plástico. Las vistas no son solo lo que hay fuera; son cuadros únicos en una exposición única. 

Además, y como toda buena operación espacial, Can Lis la lleva al extremo. Las ventanas ocultan la carpintería hasta hacerla desaparecer para que el marco sea únicamente la arquitectura. De esta manera, se convierten en ojos telescópicos, embudos que conducen la vista, recortando cielo para enseñar más mar.

LA PECERA

Casa Farnsworth. Phil Beard. Flickr.

Desde el desarrollo de las vanguardias arquitectónicas a principios del siglo pasado, una de las búsquedas esenciales de los arquitectos fue –y es– la independencia entre los elementos constructivos. Si en toda la arquitectura anterior los muros eran, a la vez, paramento y estructura portante, y las ventanas ocupaban el hueco que podía practicarse en dichos muros, a partir de la década de los 20, con la explosión del Movimiento Moderno, se trató de diferenciar de la manera más radical posible lo que es estructura de lo que es cerramiento. Así, como las paredes ya no eran estructurales y no necesitaban sujetar ninguna carga, las ventanas dejaron de depender de esas condiciones constructivas y pudieron hacerse cada vez más grandes, ocupando cada vez más cantidad de fachada. 

La coronación de esa conquista de la ventana sobre la fachada se logró en 1951, cuando Mies van der Rohe terminó la casa Farnsworth. Levantada junto al río Fox en Illinois, a unos 90 kilómetros al sur de Chicago, en la casa ya no se distingue ninguna ventana porque todo es ventana. Todo el cerramiento exterior es de vidrio. De este modo, la Farnsworth no es una casa en medio del paisaje, sino que el paisaje atraviesa la casa desde todas las direcciones, y la casa propiamente dicha no es más que una burbuja transparente rodeada de las inclemencias del entorno. Una pecera de temperatura y humedad controlada, con la salvedad de que los peces preferirían nadar en mar abierto mientras que los habitantes de la casa Farnsworth eligen ser los reyes de esa bellísima jaula de oro.

En realidad, la propietaria inicial de la casa, la doctora Edith Farnsworth, afirmó no estar nada satisfecha con el resultado que le construyó Mies. Tal fue así que terminó por denunciar al arquitecto, alegando toda una serie de serie de desavenencias presupuestarias e incomodidades habitacionales, desde la total ausencia de privacidad hasta las inundaciones que anegaban la casa cuando el río Fox experimentaba crecidas. También es cierto que algunas crónicas de la época, alimentadas por el propio Mies, afirmaban que la animadversión de la clienta por el arquitecto obedecía al interés sentimental no correspondido y los pasos en esa dirección que la doctora Farnsworth llevó a cabo desde que ambos se conocieron en 1946.

Teniendo en cuenta lo encarnizado de la batalla jurídica, y aunque los jueces fallaron finalmente a favor del arquitecto, es imposible saber por qué la clienta se sintió tan defraudada con una casa que se convertiría en obra capital de la historia de la arquitectura y en la que vivió durante veinte años; eso sí, haciendo unas cuantas modificaciones. Quizá fuese todo un problema de despecho, pero quizá, sencillamente, la doctora Farnsworth nunca quiso ser el pez payaso de un acuario donde todos te miran. Tal vez nadie está preparado para vivir en la ilusión de la naturaleza pero sin la naturaleza porque tal vez la ventana pecera solo sirve para los libros de arquitectura. 

Por Pedro Torrijos

Arquitecto y músico. Escribe en Yorokobu, Jot Down y El Economista, pero lo que le gusta de verdad es tirarse a bomba en las piscinas. También puedes leerle en Twitter y Facebook

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