Cuando tu redactora jefe te propone hacer un reportaje sobre el Centro de Astrobiología, puede ocurrir que tu respuesta sea:
—¿Y eso qué es?
Entonces te cuenta que es un centro de investigación avanzada, adscrito a la NASA, dependiente del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) y del Instituto Nacional de Técnica Aeroespacial (INTA), y… cuando tu interlocutora ve peligro de que quizá empieces a desconectar, recurre a un último golpe de efecto:
—Allí exploran la posibilidad de que exista vida extraterrestre.
Ese argumento por fin funciona. Pero, quizá sospechando que esté empleando algún sucio truco, aún le preguntas, con la ceja levemente levantada:
—Y, ¿dónde dices que está eso?
Ella duda un momento, pero solo hay una única respuesta posible:
–En Torrejón de Ardoz.
Al oír eso te asalta un último residuo de escepticismo pero, por alguna razón, llegas a la conclusión de que no, no te está tomando el pelo. Así que, finalmente, aceptas el encargo.
—Por cierto, irás con Quique.
—Lo que usted diga.
Quique es el fotógrafo. Cuando, antes de nuestra visita, nos reunimos para prepararla, me dice que a él Torrejón siempre le ha parecido un poco marciano. Pero creo que es por otras cosas.
Cerrar una fecha con Juan Ángel Vaquerizo y Cristina Delgado, de la unidad de Cultura Científica, es un tanto complicado, porque hemos puesto como condición poder ver el centro en plena ebullición. Por fin, nos llega una propuesta, acompañada del programa de cosas que veremos. Nos quedamos boquiabiertos: ese día se van a juntar equipos que tratarán de Europa (la luna de Júpiter, no el continente), de aparatos de nombres extraños, y de programas con nombres que parecen trabalenguas y que engloban los esfuerzos de varios países.
Cuando llega el día convenido, nos vamos los dos junto con Germán, el asistente de Quique, al CAB. Antes tenemos que pasar el exigente control de seguridad (que, sin embargo, no parece vigilado por ningún hombre de negro). Mientras esperamos a que se tramiten nuestras autorizaciones, van entrando grupos de gente hablando en inglés y con aspecto serio de ingenieros. Luego nos enteraremos de que son el sanedrín que va a decidir lo que hará la Agencia Espacial Europea (ESA) con los 250 kilos que la NASA les va a dejar en la misión que lanzarán en 2022 a Europa. Uno, que no puede ocultar su lado friki, recuerda que, ya en 2010: Odisea dos, se nos lanzaba un mensaje muy claro: «Todos estos mundos son para ustedes, excepto Europa. No intentéis aterrizar allí». Trago saliva.
Cuando Juan Ángel llega en nuestro rescate, seguimos su coche mientras cruzamos por amplias avenidas a cuyos lados se suceden los edificios del INTA. Una cierta decepción nos invade al ver que no parecen muy especiales. Y entonces, al final de una curva, se nos aparece el CAB, y cualquier decepción se desvanece. Es exactamente como nos lo imaginábamos, un edificio que parece surgido de Marte o de Contact. Sentimos un hormigueo que indica que vamos en buena dirección.
Cuando llegamos, lo primero que nos enseña Juan Ángel son las reproducciones que hay en la entrada de varios vehículos marcianos. La Viking, pero también la Pathfinder, la que salva a Matt Damon del abandono en el Planeta Rojo en la cinta de Ridley Scott. Pero lo que más nos llama la atención es un panel dedicado a la Curiosity, el artilugio que lleva desde 2012 intentando averiguar si Marte ha albergado, alberga o podrá albergar alguna vez vida sostenible, y cuyo rover (robot explorador) ya lleva una buena distancia recorrida sobre el cráter Gale. Y sentimos algo especial cuando nos dicen que lleva un instrumento meteorológico que ha sido desarrollado en el CAB, que ese aparato está en funcionamiento, y que allí reciben su señal. Algo que está ahora mismo en Marte estuvo antes ahí, entre esas paredes. Me doy cuenta de que tengo la boca abierta.
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Entramos un momento en el auditorio donde está reunida parte de la plana mayor científica de la ESA. Por lo que vemos, la discusión es si enviarán a Europa una sonda que simplemente sobrevuele, se pose sobre la superficie o vaya más allá y la taladre para comprobar si, como se sospecha, bajo la roca existe un inmenso océano. Quizá, tal vez, hasta introduzca un pequeño submarino. Oigo la palabra «penetrar» y vuelve a mi mente la advertencia que HAL hacía llegar a la Tierra en el libro de Clarke y la película de Peter Hyams. Tampoco ahora digo nada. Eso sí, matizo lo de la seriedad de los ingenieros: la diapositiva que muestran y en la que se presenta la propuesta de artefacto, recibe el nombre de EDGAR (por Europa Deep Geophysics And Ranging), y lo ilustran con una foto de Edgar Allan Poe con gafas de sol y su inseparable cuervo. Y además, resumen así la misión de EDGAR: «Probar el corazón delator que late en Europa». Puede que sean frikis, pero también en lo literario.
Pero hemos ido allí no para ver a los altos funcionarios, sino para conocer el día a día, y Juan Ángel y Cristina nos llevan de visita por los laboratorios. Cada una de nuestras paradas se convierte en un descubrimiento. Empezamos con el de Química Prebiótica. Allí, Gema Jiménez, del departamento de Planetología y Habitabilidad, levanta la vista sorprendida cuando irrumpimos. A sus 27 años, prepara protegida con guantes las muestras que analizará el difractómetro de rayos X, un aparato que tiene toda la pinta de ser muy caro. Las muestras vienen del desierto de Atacama, en Chile, y se utilizan por sus grandes similitudes con el clima extremo de Marte. Gema es la primera científica del personal del CAB que nos encontramos, y de una sola vez rompe el estereotipo: es mujer, es joven y es una persona normal. Quizá la mayor sorpresa para el visitante no advertido sea esa, descubrir que gente que está buscando vida en el espacio o estudiando sistemas planetarios muy distantes quizá viajen a su lado en el metro o en el autobús, y sean indistinguibles del resto.
[A]unque la suerte puede ser dispar. Por un lado, el equipo del ingeniero Eduardo Sebastián, del departamento de Instrumentación Avanzada, es el responsable del aparato que va integrado en el Curiosity, y del que sostengo una réplica en mi mano. Me cuentan que ese pequeño artilugio es un prodigio capaz de medir la radiación ultravioleta, operar en condiciones de oscilación de la temperatura que puede llegar a ser de más de ochenta grados en un solo día, y sobre todo repeler el polvo marciano, imantado y que el viento puede desplazar a velocidades de vértigo. Tan eficaz ha sido que ya están trabajando en la mejora que irá en la misión ExoMars, que la ESA lanzará en 2020, y cuyo rover aún está pendiente de ser bautizado (el nombre de Curiosity fue una propuesta de una niña que participó en un concurso en internet).
La otra cara de la moneda (por ahora) la representa el equipo formado por la bióloga Yolanda Blanco, el ingeniero Juan Manuel Manchado y la técnica de laboratorio Miriam García (Villadangos), del departamento de Evolución Molecular. Los tres están apasionadamente volcados en el desarrollo del SOLID, un pequeño laboratorio que iría integrado en ExoMars y cuya función consistiría en analizar las muestras de suelo a la búsqueda de los componentes de la vida. Y si usamos el condicional es solo porque, por ahora, no han conseguido que se apruebe su proyecto. Pero siguen trabajando contrarreloj porque aún hay tiempo, probando su aparato en lugares tan remotos como la Antártida, Atacama o la profundidad de una mina sudafricana donde, incluso, corrieron el peligro de quedarse atrapados. Son lo más parecido a Indiana Jones con que nos encontramos.
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Resulta inevitable oír el soniquete de «sí, vale, pero esto ¿para qué sirve?». Para Carlos Briones, bioquímico con coleta, divulgador y director del grupo de Evolución Molecular y Mundo RNA, esa es una pregunta sin sentido: «No se gasta en ciencia, se invierte en ciencia. Y eso siempre tiene un retorno multiplicado, pero en un plazo que hace que a nuestros políticos no les interese». Su equipo, los biólogos Ana María de Lucas y Miguel Moreno, nos ponen un ejemplo muy concreto: las investigaciones que están realizando permiten el desarrollo de unas moléculas que podrán detectar de manera eficaz el virus de la hepatitis C, un método que revolucionará el tratamiento de esa enfermedad.
Pero aquí, ¿quién mira al espacio? Porque, por ahora, solo hemos visto gente que trabaja con circuitos, tierra, células, virus, cosas así. Lo esencial del CAB es haber creado un equipo multidisciplinar en el que científicos de todas las especialidades se vuelcan en un único objetivo con múltiples facetas. Lo de contemplar las estrellas y los planetas se reserva al departamento de Astrofísica, y conocemos en esta visita a dos investigadoras, Miriam García (García) y Montserrat Villar. Ambas apasionadas por lo que esconde el cielo, aunque el trabajo ya haya perdido algo de romanticismo: hoy las imágenes llegan al ordenador desde los lejanos telescopios que pueden estar en la otra punta del globo.
Nos gustaría ver la cámara donde se reproducen los impactos de los meteoritos, algo que seguramente haría las delicias de Michael Bay, pero ese día no está en funcionamiento y no puede visitarse. En su lugar, entramos en uno de los lugares más fascinantes de un sitio repleto de ellos. Allí, un equipo guiado por el físico Jesús Manuel Sobrado ha construido unas máquinas con apariencia de bricolaje avanzado que son capaces de reconstruir en su interior las condiciones extraterrestres más extremas, como las de Tritón, Europa o el vacío interestelar. Y quizá la más espectacular sea la que acoge en su interior un Marte en miniatura, un prodigio capaz de reproducir hasta el movimiento de la luz solar, que es imitado por una serie de leds. Un pequeño cristal nos permite asomarnos al interior, sugerentemente rojizo. Algo, que nos dicen que es un preparado de células eucariotas, está en el interior para ver si es capaz de sobrevivir a ese pedazo de infierno trasladado a la Tierra.
Miramos con ojos de niño eso que será lo más parecido al Marte que nunca veremos. Y no dejo de pensar en la inmensa suerte que ha sido pasar ese puñado de horas con una gente excepcional, que a pesar del ninguneo de la sociedad, de las pésimas condiciones laborales, de los recortes y de que aún nos sorprendamos cuando oímos que entre nosotros existen científicos de ese calibre, jóvenes, sonrientes y llenos de ilusión, siguen inmersos en la que, probablemente, sea la tarea más importante de todas: averiguar cómo tomar nuestro inevitable camino hacia el espacio.