Quizá lo más repugnante de caricaturizar al pobre sea la condescendencia. Albert Rivera, por ejemplo, se retrató con aquello de «vamos a enseñar a pescar en Andalucía, no a repartir pescado». Bourdieu dijo que la condescendencia era la vía de la demagogia para negar una fuerza de poder objetiva que mantiene arriba a unos pocos a costa de los de abajo. La palabra charnego resumió esto durante muchos años en Cataluña.
Para la RAE, charnego debe su etimología a lucharniego, un perro «adiestrado para cazar de noche» y de poco pedigrí cuyas raíces no están claras; un chucho mestizo. Charnego fue el término con el que se designó a los migrantes que llegaban a Cataluña de otras partes de España, especialmente de Andalucía y, en menor medida, de Extremadura y Murcia, en las décadas de 1920 y 1950. También a su descendencia mientras al menos uno de los dos progenitores no fuera catalán.
El término denotaba un poco de todo y nada bueno: marginalidad, analfabetismo, vagancia, delincuencia, pobreza. Charnego, dice la Gran Enciclopèdia Catalana, es un término «ofensivo» y su uso, «éticamente reprobable». Pero ¿qué vino antes: el rechazo al diferente o la institucionalización del rechazo al diferente?
Alrededor del 80% de la comunidad charnega vino de Andalucía, y esto fue lo que Jordi Pujol consideró oportuno hacernos saber en su libro La inmigración, problemas y esperanza de Cataluña (1958, reeditado en 1976):
«El hombre andaluz no es un hombre coherente, es un hombre anárquico. Es un hombre destruido […] es, generalmente, un hombre poco hecho, un hombre que hace cientos de años que pasa hambre y vive en un estado de ignorancia y de miseria cultural, mental y espiritual. Es un hombre desarraigado, incapaz de tener un sentido poco amplio de comunidad. A menudo da pruebas de una excelente madera humana, pero de entrada constituye la muestra de menor valor social y espiritual de España. Ya lo he dicho antes: es un hombre destruido y anárquico. Si por la fuerza del número llegase a dominar, sin haber superado su propia perplejidad, destruiría Cataluña. E introduciría su mentalidad anárquica y pobrísima, es decir, su falta de mentalidad».
Mala suerte, Jordi. En el 2018 el 70% de los nacidos en Cataluña tenían ascendencia migrante. Según el Instituto de Estadística de Cataluña, ninguno de los 25 apellidos más comunes de la región es de origen catalán. El discurso xenófobo, al menos el anticharnego, parecía tener fecha de caducidad.
Para Javier López Menacho, autor del libro Yo, charnego, se trata de un término socialmente superado. «Hoy está muy mal considerado que alguien llame charnego a otro. Ni los castellanoparlantes ni los catalanoparlantes, salvo reductos de una burguesía que está fuera de la realidad. Las personas que siguen utilizando este término tienen el clasismo en las venas», explica López Menacho.
No se trataba del rechazo al no catalán, sino de la repulsa al pobre, la aporofobia que acuñó Adela Cortina. Fue ella quien nos puso en la boca la palabra exacta para precisar una realidad que intentábamos hacer pasar por el aro del racismo o la xenofobia. Porque hoy nadie afea el gesto al turista escandinavo o al inversor saudí del mismo modo que nadie llamaba charnego al señorito andaluz que venía a cerrar tratos con la burguesía catalana. El charnego era el peón, el labrador, el buscavidas.
OPORTUNISMO POLÍTICO Y RESIGNIFICACIÓN DEL TÉRMINO
El charnego, como cualquier inmigrante, fue visto desde dos ángulos opuestos. El de un otro necesario, el componente enriquecedor de una sociedad diversa, la mano de obra barata. Pero también hubo quien, como hoy, vio al que venía de fuera como un elemento perturbador de la pureza nacional, como el principio del fin, el desequilibrio del ecosistema.
En el año 1980 se celebraron elecciones al Parlament de Cataluña. El Partido Socialista Andaluz (PSA), luego reconvertido en Partido Andalucista (PA), obtuvo dos diputados en la cámara catalana. Por tener una referencia, la CUP y el PP tienen hoy cuatro diputados respectivamente. Fue algo inédito. Nunca ningún otro partido de carácter regional ha tenido presencia en otra autonomía. En los años setenta llegaron a residir en Cataluña 1,1 millones de andaluces. Esta cifra hoy debe rondar la mitad.
Los charnegos siempre fueron un diamante político en bruto, pero nadie parecía saber sacarle del todo provecho. El relevo generacional había dejado a lo charnego tocado de muerte. Su presencia en la opinión pública era cada vez menor, hasta que hubo quien se dio cuenta de que reavivar este viejo estigma podría ser sinónimo de rédito político. Y el Procés fue la espoleta. «Este contexto político tan intenso, tan emocional, que ha fracturado tanto la convivencia, ha hecho que casi cualquier cosa que orbite alrededor de la cuestión parezca importante. El término no hubiera reverdecido en otro contexto de calma política, pero en un contexto con dos bloques continuamente enfrentados buscando que algo desnivele la balanza, cualquier cosa adquiere una dimensión exacerbada», apunta López Menacho.
Lo que antes había sido motivo de desprecio o de burla se volvía ahora un valor identitario ante el que sacar pecho. Había que lucirlo, sacar la bandera. Quizá el mejor en hacerlo fue un por entonces desconocido Gabriel Rufián, que en su primera aparición estelar en el Congreso de los Diputados, en el 2016, dijo: «Soy nieto e hijo de andaluces llegados hace 55 años desde Jaén y Granada a Cataluña. Soy lo que ustedes llaman charnego e independentista. He aquí su derrota y he aquí nuestra victoria».
¡ES EL POBRE, IDIOTA!
Los charnegos volvían a ser parte del juego. Es difícil que el estigma y la marginación a una comunidad perdure eternamente sin que la cosa se desmadre. Por ello toda categoría tiende a resignificarse o a desaparecer. El futuro de la palabra charnego parece encaminarse a lo primero, hacia una reapropiación como nuevo elemento del discurso de clase. Pero ya se sabe que los márgenes de la política proponen y el resto dispone. O lo que es lo mismo: el charnego se ha convertido en moneda de cambio para los partidos políticos de todos los colores.
Según López Menacho, «el PSC reivindica su conexión histórica con el charneguismo (y es cierto, siempre hubo afinidad entre ambos); el PP se erige como defensor del españolismo y Esquerra Republicana, de su consanguinidad; los Comunes llegaron a hablar de Cataluña como nación charnega; Ciudadanos los intenta absorber a través del discurso liberal con un fuerte carácter antindependentista; y la CUP alude al charneguismo ilustrado como ejemplo de su avance social, comparte la esencia obrera y dibuja un mundo de posibilidades a través de un nuevo Estado catalán».
¿Han heredado magrebíes, sudamericanos, subsaharianos o asiáticos el recelo que antes existía hacia los charnegos? ¿Existe un trasvase de prejuicios de una comunidad a otra? En este macabro juego de la silla, los unos aprovechan los huecos que los otros van dejando libres, y así los recién llegados heredan los estigmas del pasado. Las comunidades de migrantes franceses que llegaron a Cataluña en el siglo XVII fueron los primeros en ser llamados charnegos, un término que los aglutinaba en torno a su condición de precario y no catalanoparlante. Unos siglos más tarde el término sería reciclado con las oleadas de migrantes españoles del sur. Primero los franceses; luego, los sureños; ahora, los pobres del mundo.
«El charneguismo ha tenido vida propia –explica López Menacho–. Es independiente a que hayan venido otras comunidades, pero la realidad es tan líquida que todo está asociado. Como decía Pérez Andújar, las nuevas comunidades migrantes están durmiendo en el colchón caliente de las antiguas comunidades migrantes. Hay un relevo, una especie de globalización de la clase migrante y también de la precariedad. Una clase obrera multinacional. Pero no creo que el hecho de que vengan nuevas comunidades haga que las antiguas sean mejor consideradas. Creo que tiene más que ver con un eje de arriba-abajo».
De hecho, en ocasiones, quien un día fue víctima adopta el papel de verdugo. «Ser charnego no te da la condición de persona perfecta. Yo he ido a zonas del extrarradio y he visto cómo se dirigen a los chinos como “chinos de mierda”. En Badalona el antiguo alcalde –Xavier García Albiol– es xenófobo declarado y no hubiera sido alcalde sin la connivencia de la población charnega que vino de fuera», subraya el escritor.
Se vuelve a repetir la dinámica. La pobreza se torna exótica, lo marginal se mercantiliza. Que el término charnego sobreviva quizá ni siquiera dependa de aquellos a quienes señalaba, exentos incluso de ejercer de albaceas de su propia marginación. Si el término charnego sobrevive será para el beneficio de una clase política y a costa de rentabilizar la memoria de aquellos a los que Galeano llamaba los nadies: los hijos de nadie, los dueños de nada.
Avivar el emblema de lo charnego le hace el juego al poder, que le otorga el mérito a unos mientras sigue proyectando la culpa sobre los recién llegados. Y todos ellos, las víctimas de ayer y las víctimas de hoy, se pelean entre sí por repartirse un pan mohoso al que todavía ningún emprendedor ha encontrado la forma de sacarle beneficio.