La tecnología genera a diario cientos de profecías sobre un futuro escindido entre la tecnoutopía y el tecnoescepticismo. En la literatura del batallón de estos últimos profetas alguien escribió que la tecnología no es neutra. Nace con una intención y se desarrolla en un marco de referencia socioeconómico, político y cultural.
El autor era Diego Levis y su libro, La pantalla ubicua. Decía el doctor en ciencias de la comunicación que las tecnologías móviles habían dado lugar al tecnomadismo y que vivir a través de pantallas encierra un peligro latente: la posibilidad de aislamiento de un individuo dentro de un caparazón electrodigital.
Levis plantea que el cine trajo consigo una “recepción colectiva sociocomunitaria”. La televisión, en sus comienzos, supuso una recepción colectiva familiar. Pero las pantallas portátiles del ordenador y los teléfonos móviles devolvían al humano a la “recepción individual” y, de algún modo, al kinetoscopio (la caja de madera, inventada por Thomas Edison y William K. L. Dickson en 1890, en la que el espectador metía la cabeza para ver una serie de imágenes en bucle).
La digitalización de la información y la cultura planteó un nuevo escenario en el que “las industrias culturales y los medios masivos dejan de tener el monopolio de la palabra y la imagen pública”, según La pantalla ubicua. Millones de personas tienen ahora ese papel, pero “el hecho de nacer rodeado de computadoras, móviles y otros aparatos informáticos no nos prepara para hacer uso de ellos. El aprendizaje técnico no se realiza por ósmosis. Mucho menos en el caso de los niños y jóvenes que nacen y viven en la pobreza”.
Las computadoras e internet, por sí mismos, “no conseguirán eliminar la desigualdad de saber ni establecerán una sociedad más justa, ni mejorarán la calidad de vida de las personas, tal como pregonan la mayoría de los discursos que rodean a estas tecnologías”, asegura el argentino en su obra. Este discurso feliz está cargado de intenciones y actúa como brazo propagandístico de las grandes empresas de informática y telecomunicaciones.
El libro se publicó en 2009 y al año siguiente Mel Teruz (analista de diseño digital) y Juan Roberto Mascardi (director de la licenciatura de periodismo, y producción y realización audiovisual) tenían que impartir la asignatura Ciberculturas y publicidad, para la licenciatura en Publicidad de la Universidad Abierta Interamericana (sede Rosario, Santa Fe, Argentina). Ese era su nombre porque, según Mascardi, “es una época de cibercultura, googlemanía, twitter, facebook, YouTube y la consolidación de monopolios empresariales”.
Los profesores huyeron de un temario al uso e hicieron de ese libro la inspiración de su temario. Diseñaron una asignatura que pretendía enseñar a los alumnos a analizar proyectos digitales e introducirlos en la cultura colaborativa. Entre los temas incluyeron narrativas hipertextuales, mediacasting, infopublicidad interactiva, social marketing, publicidad contextual, inteligencia artificial, widgets, softwares sociales de trabajo colaborativo…
Mascardi y Teruz arrojaron por la ventana el tono aséptico de muchas asignaturas universitarias y partieron de una base crítica. La sociedad actual, “hiperconsumista”, no dista tanto del control total del Gran Hermano de George Orwell y la publicidad como agujas hipodérmicas vaticinadas por Felisberto Hernández en Muebles El Canario a principios del siglo XX.
“Nos dedicamos a buscar rastros de escenarios futuribles en obras del pasado. Buscamos en el cine augurios que no llegaron a ningún lado”, cuenta Mascardi en una entrevista digital. “Comparamos escenarios retrofuturistas con la actualidad. Cada grupo tenía que analizar una película o un libro”.
La asignatura olvidó por completo los términos publicitarios al uso y alentó a los alumnos a “pensar en servicios y productos de comunicación necesarios que aún no existían”, indica el argentino.
“Queríamos conocer la liquidez de las ideas en la Red”, continúa. “Además de dar un marco teórico, el objetivo era que el estudiante pudiera experimentar lanzando una idea y viendo qué ocurría con ella”. Y durante los meses que duró el curso se gestaron, en esa clase, estos proyectos:
Movimiento por la risa
Este movimiento nació como una comunidad de personas de cualquier edad que comparten sus ganas de reír. Es “una batalla contra la rutina diaria” y un impulso para que la gente se ría más.
Las malas palabras son irremplazables
Este grupo pensó que las malas palabras deben revalorizarse porque “son una herramienta indispensable de la expresividad y la comunicación”. «Por sonoridad, fuerza y contextura física, son irreemplazables”, dicen. Es, también, un pequeño homenaje al Negro Fontanarrosa.
Pensalo y decilo
Este proyecto se presentaba así: “Todos los días nos guardamos pensamientos y sentimientos que por distintas situaciones no podemos decirlas y nos hace mal. Acá podés sentirte libre de decir lo que quieras. ¡Exprésate sin restricciones!”.
Potus el espacio antiestress
Una cita para liberarse del estrés diario.
El próximo curso volverá la asignatura de Ciberculturas a las aulas de la universidad.
Foto de portada: Sekimura, reproducida bajo licencia CC.
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