Mucha gente coincide en que la primera obra que realmente puede considerarse de ciencia ficción es Somnium, de Johannes Kepler. En esta historia, su autor describe el primer viaje del hombre a la Luna, las peculiaridades de sus habitantes y sus exóticas costumbres. Todo era ficción. Aunque una ficción escrita en 1630 cuando, en realidad, la ciencia no fue capaz de poner al primer hombre en la Luna hasta 1969. Es decir, casi tres siglos y medio más tarde.
El segundo gran intento de llegar a nuestro satélite a través de la imaginación fue De la Tierra a la Luna, de Julio Verne, publicado en 1865. En este caso, la distancia entre ficción y realidad era ya de apenas un siglo.
Pero la diferencia fundamental entre ambas narraciones es que en la segunda los pioneros astronautas ya no consiguen alcanzar su meta. El proyectil en el que viajan no llega a su destino y se convierte en un pequeño cuerpo orbitando en torno a su objetivo.
¿Por qué esta diferencia? Pareciera que conforme ciencia y ficción se aproximan, la segunda se va rindiendo ante el creciente poder de la primera. Hay que tener en cuenta que el relato de Julio Verne está escrito tras la primera revolución tecnológica 1.0, es decir, con la llegada de la industria del vapor. Tras la revolución 2.0, la de la industria eléctrica, la distancia entre ambas disciplinas se acortó más todavía.
Pero fue con la llegada de la industria 3.0, la electrónica, cuando la brecha ya apenas se percibe. La novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, escrita por Philip K. Dick en plena revolución del 68 y adaptada al cine como la famosa Blade Runner en el 82, muy poco se diferencia de la tecnología actual. Es más, ese ordenador personal de Rick que tanto nos fascinó entonces hoy parece tan solo un viejo trasto obsoleto. ¡Y han pasado solo 35 años!
Ahora estamos en la revolución industrial 4.0, la de la conectividad. Y en este escenario da la sensación de que es la ciencia la que crea la ficción y no al revés. Ya no es Julio Verne quien describe un submarino que Isaac Peral construirá años más tarde, sino que son las novedades de Apple, Facebook o Microsoft las que sueñan con el futuro. Solo que cuando nos lo muestran a nosotros es porque ese futuro ya existe.
En la revolución 4.0, la ficción ya no puede divagar con Frankenstein, porque Google está trabajando en la inmortalidad. Ni con Un mundo feliz, porque la biogenética lo ha superado. Ni con Fahrenheit 451, porque las redes sociales están acabando con los libros. Ni con Yo robot, porque esos androides tal vez ya existan. Incluso el aterrador mundo de 1984 que tanto nos estremecía ha entrado a formar parte de nuestra vida cotidiana sin que tal experiencia nos sobresalte.
Ahora la ficción la cuenta la ciencia. Al igual que la revolución industrial nos hizo creer que su desarrollo podría ofrecernos un crecimiento económico del que todos saldríamos igualmente beneficiados, la revolución de la conectividad ha creado una nueva fantasía: que la tecnología puede hacernos felices en este mundo sin más exigencia que la de que nos entreguemos a ella sin condiciones.
Hemos olvidado que fue la ficción y no la ciencia la que nos hizo humanos. La que estableció un entramado de relaciones emocionales que fomentó la cohesión y la adaptabilidad de nuestra especie permitiéndonos así dominar la Tierra.
La ficción está desapareciendo porque ya no sabe viajar más rápido que la ciencia. Y también porque esa misma ciencia, tan poderosa hoy en día, siente hacia ella un profundo desprecio. El desprecio hacia una actividad que se dedica a ver sin resolver. A mirar sin dominar.
Resulta paradójico que el desvanecimiento de nuestro mundo imaginario haya sido descrito, mejor que de ninguna otra forma, con las famosas palabras finales del androide en la ya mencionada Blade Runner:
«Yo he visto cosas que vosotros no creeríais. Atacar naves en llamas más allá de Orión. He visto Rayos-C brillar en la oscuridad, cerca de la puerta de Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán… en el tiempo… como lágrimas en la lluvia… Es hora de morir».
Ahora solo nos queda un consuelo. El de saber que aquel androide tan bello no lo construyó la ciencia. Lo construyó la ficción.