Desde que Fraga dijo aquello de Spain is different, los españoles somos los del sol, la paella, los toros y el flamenco. De un tiempo a esta parte, somos también los de la crisis y la corrupción política. No vivimos en la cuna de la tecnología ni somos los paladines de la innovación. Como mucho, los de la fuga de cerebros y los que inventaron la fregona y el Chupa-Chups. Hay grandes nombres en los anales de la ciencia y la tecnología en España, pero los hemos vendido poco y mal, tanto dentro como fuera de nuestras fronteras.
La historia que hemos olvidado comienza en 1775, en Birmingham (Reino Unido). Allí, los autodenominados científicos ‘lunáticos’ se reúnen cada noche para imaginar y diseñar el futuro. Su imaginación viaja en ferrocarril y vuela hasta la Luna. Son unos charlatanes, sí, pero unos cuantos años después sabrán hacer que sus inventos tengan éxito. Serán los padres de la Revolución Industrial, pero no los únicos genios sobre la faz de la Tierra ni tampoco los primeros: al mismo tiempo, incluso antes, cientos de personas dedican su vida a la ciencia y la tecnología a casi 2.000 kilómetros: en España.
La labor de un inventor navarro nacido en 1553 está en el verdadero origen de la máquina de vapor. Si no te suena es porque había intereses políticos de por medio. Las autoridades españolas querían mantener su obra en secreto para no dar ideas a competidores extranjeros, así que el nombre de Jerónimo de Ayanz fue sustituido por el de Thomas Savery en los libros de historia, aunque el primero registró su patente en 1606 y el segundo lo hizo en 1698, casi un siglo después.
También un español fue el padre del telégrafo. Un compatriota nuestro de finales del siglo XVIII, Francisco Salvá y Campillo, inventó la primera máquina de telegrafía eléctrica del mundo. Ojo a las fechas: la electricidad se había inventado poco antes. No se conocían los cables, los interruptores ni las bombillas. Tuvo que partir desde cero y tirar de imaginación. Por eso utilizaba ancas de rana para recibir los mensajes.
Por desgracia, Salvá y Campillo no desarrolló ninguna aplicación práctica para su invento. Pocos se acuerdan de él y muchos de Samuel Morse, que instaló el primer sistema de telegrafía en Estados Unidos e inventó el famoso código que lleva su nombre.
Tiempo después, otro español pionero, uno de tantos, fue olvidado por culpa de la Guerra Civil. Los pocos que creen saber quién inventó el helicóptero mencionan a un ucraniano, Igor Sikorsky. Fue el primero que lo hizo volar y el primero que lo fabricó en cadena, pero no su verdadero creador. Federico Cantero diseñó un prototipo conocido como La Libélula Española. La patente se registró en 1924, más de una década antes de que Sikorski se pusiera manos a la obra.
No fue el único que sufrió el mazazo de la Guerra Civil. También Emilio Herrera Linares, un prodigio de las matemáticas que ideó un ingenio de nombre un tanto peculiar: la escafandra estratonáutica. A este señor le deben mucho allá en la NASA, pues fue el precursor de los trajes que protegen la vida de los astronautas cuando salen al espacio. Cuando estalló el conflicto, tuvo que dejar la carrera espacial y emprender una distinta para huir de las garras de Franco. Llegó a ser presidente de la República en el exilio.
Por aquellas fechas, un sacerdote valenciano se tornaba en precursor de la música electrónica. El padre Juan García Castillejo inventaba, en plena posguerra, el Aparato Electro Compositor Musical. El tipo era un bicho raro y no tenía grandes ambiciones. No pretendía revolucionar la música ni deseaba hacerse famoso. Tenía más de párroco que de DJ.
Como ellos, cientos de pioneros españoles se han quedado en la cuneta de la historia, sus nombres relegados al olvido, cubiertos por la sombra alargada de extranjeros que llegaron después pero supieron venderse mejor. Lo cierto es que llevaba razón Fraga: Spain is different. Un brindis (con sangría) al sol.