«Año nuevo, vida nueva» es una frase tan gastada como desafortunada. En el mes de la Navidad el ajetreo es tanto —compromisos sociales, visitas, compras— que no reparamos en aquello que nos duele, nos molesta, o perturba o queremos deshacernos. Además, por los niños y por los abuelos, y otras personas que no importan tanto, pero creemos que sí, no queremos fastidiar las fiestas. Y demoramos decisiones más o menos trascendentes o drásticas.
Las meditaciones de verano tienen peso, al menos, las definitivas, las que una vez tomadas y ejecutadas tienen un efecto inmediato, como acabar una relación. Un dato: el verano es la estación del año donde se producen más divorcios.
El efecto de un divorcio o una ruptura se aprecia de inmediato. Pero otras decisiones de verano igualmente importantes, aunque quizás no tan trascendentes ni radicales, acaban en el olvido o se posponen hasta el próximo año, hasta el próximo verano. Y duelen.
Entre esas decisiones puede estar una mudanza, llevar una vida más saludable, abandonar costumbres o hábitos perjudiciales, leer más, frecuentar a las personas que nos hacen felices, alejarse de las personas tóxicas, aprender a decir NO, dedicar un tiempo a nuestros sueños personales largamente postergados.
En esas tardes y noches de verano hacemos planes para todo eso y más. En nuestra mente cuadramos horarios, imaginamos los pasos a dar en cada caso y cómo nos sentiremos con los logros.
Pero al llegar septiembre, incluso la decisión más nimia, como puede ser leer más, parece difícil de cumplir. Solo las decisiones radicales como romper una relación toman forma. Así que postergamos cuidarnos mejor y perseguir los sueños.
Se piensa: «Bueno, tampoco se está tan mal (como estoy)» o «No sé de qué me quejo» o «Podría ser peor».
¿Cómo pasamos de los propósitos a aceptar la infelicidad o la mediocridad?
Una explicación por la que no tratamos de cambiar para ser feliz puede ser que vivimos en los tiempos de los resultados instantáneos: ¡efecto inmediato!, bastan tres aplicaciones o consíguelo sin esfuerzo. Así que no es raro abandonar aquello que no ofrece un beneficio de inmediato ante lo que se antoja un esfuerzo grande o prolongado. Por supuesto, no contemplamos el placer del acto en el momento en el que se realiza.
También puede ocurrir que consideremos que los pequeños cambios pueden alterar nuestras vidas más de lo que pretendemos.
La guionista Julia Cameron recopila en El camino del artista algunos de los pensamientos que bloquean a los artistas: todo el mundo me odiará, me volveré loco, molestará a mi madre o a mi padre, pareceré un idiota… Y el más devastador: es demasiado tarde.
Estos temores también son propios de personas que no pretenden dedicarse al arte.
Hace ya veinte años, estando en la cocina de mi madre, sorprendí una conversación entre mi ella y una vecina, mujer de 50 años, limpiadora en un edificio público. Aquella mujer dijo:
«Quiero aprender a conducir. Estoy harta de tener que coger tres autobuses para ir a trabajar. También hay sitios a los que quiero ir. Quiero ver a mi hermana y a amigas que hace mucho que no veo. Pero si aprendo a conducir, mi marido se sentirá mal porque no tendré que depender de él».
Para aquella mujer los deseos propios valían menos que los de su marido. Así que pospuso aprender a conducir hasta que su marido murió. ¿Mereció la pena esperar tanto? ¿Cuántas horas de felicidad perdió? No hay calculadora para sumarlas.
¿Por qué, con frecuencia, escapamos de nuestra felicidad? El conformismo, dijimos arriba. Un conformismo aplaudido por la sociedad. El presidiario interpretado por Morgan Freeman en Cadena perpetua dice sobre la cárcel:
«Estos muros son especiales. Primero los odias. Luego te acostumbras a ellos. Después de un tiempo… te aferras a ellos. Quedas institucionalizado».
Con institucionalizado aquel preso quería decir que la persona era incapaz de apreciar la libertad y de valerse por sí misma para funcionar.
No es necesario pasar por una cárcel para quedarse institucionalizado. De alguna manera lo estamos. Vivimos la época que Aldous Huxley describió en Un mundo feliz (1932): vivimos para pagar facturas, para comprar objetos que no necesitamos que prometen la felicidad: desde una pasta de dientes a un coche de 80.000 euros. Después ahogamos cada minuto con las redes sociales, videos virales, mensajes de WhatsApp, la televisión y las plataformas… Además de los compromisos sociales, fiestas y rituales. No sea que quede un resquicio de tiempo que nos permita pensar de manera independiente, como dice Bernard Marx, protagonista de Un mundo feliz.
Pero a diferencia de los personajes de Huxley, aún podemos decidir si queremos apostar por nosotros ahora.
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