Mikita Brottman es la profesora de Literatura que casi todos habríamos agradecido tener. Como buena lectora, sabe que aquellos libros que leímos por obligación en el instituto o en la universidad nos resultaron, a menudo, farragosos, aburridos y vacíos. Con sus listas cerradas de lecturas obligatorias, muchos profesores consiguieron todo lo contrario a empujar a sus alumnos a la lectura (por placer).
Es posible que Brottman se enfade si descubre que alguien la ha llamado buena lectora. ¿Odia los libros? No. Han sido y son tan importantes en su vida –primero como adolescente solitaria encerrada en un ático y luego como profesora de Literatura– que ha escrito un libro que no es lo que parece: Contra la lectura.
Este ensayo, que acaba de publicar Blackie Books en España, no es una cruzada contra los libros ni contra el hábito de leer. Todo forma parte de un ‘engaño’ urdido por una mujer irónica que sabe cómo conseguir que la gente lea su libro sin creerse superior al resto.
Para empezar, Brottman entiende la lectura como la masturbación. Ambos hábitos suelen despertarse y darse en idénticas circunstancias: lo habitual, nos dice la autora, es que comiencen en la adolescencia, en la cama de personas solitarias antes de dormir. Lectura y masturbación pueden convertirse en prácticas adictivas.
Por eso lo que aconseja es mesura a la hora (no solo) de leer: «Si bien el analfabetismo es igual de peligroso que la ignorancia sexual, en ambos casos debe abogarse por la moderación». ¿Quién podría dejar de leer un libro que empieza con semejante paralelismo? Aun así, ella insta al lector a dejar de leer un libro siempre que quiera. Incluido el suyo.
La soledad en el Paraíso
Mikita Brottman no niega que «los libros pueden llevarnos a lugares maravillosos». Es precisamente ese hecho, vivido en carne propia, el que la lleva a abogar por la lectura cuidadosa, porque «también pueden dejarnos allí varados, alienados e inútiles, solos y desclasados, aislados de otros seres humanos, incluso en nuestros propios recuerdos, de nuestra propia experiencia de nosotros mismos». Así como tienen la posibilidad de aislarnos de la sociedad, también pueden «establecer un equilibrio» entre el lector y la pertenencia al grupo.
El único problema de la autora con la lectura en esta no cruzada es que se lea de manera irreflexiva; que se utilice para idear campañas de marketing que nos hacen asumir de manera generalizada que leer nos hace más inteligentes, más cultos, más sexis y hasta dotados de valores que el resto de la humanidad, al parecer, no tiene.
La historia aporta grandes ejemplos de esa gran mentira tan asumida. «En cualquier caso, ¿quién dice que los lectores prolíficos son necesariamente personas con conciencia cívica? A fin de cuentas, Hitler fue un gran lector, como Unabomber». También la historia nos recuerda que, por más que destaquemos las luces de la lectura, no podemos ocultar sus sombras, porque eso nos llevaría a decepcionarnos como le ocurrió a Jean-Paul Sartre», que fantaseaba con las descripciones de la flora y la fauna de la Enciclopedia Larousse y se decepcionó al visitar los Jardines de Luxemburgo.
A su manera, la literatura ha reflejado la misma idea. Pero Brottman no supo verlo cuando era una adolescente adicta a la lectura, un hábito que la estaba aislando del mundo: «No hice caso a la moraleja de Miniver Cheevy, pero podría haber aprendido un montón de Don Quijote, a quien las novelas de caballería habían absorbido hasta tal punto que se había vuelto loco. Debería haber prestado atención al modo en que Emma Bovary destruía su vida leyendo como yo lo estaba haciendo».
De veneno a panacea
Brottman no está contra la lectura, sino contra la idea de lectura que se ha extendido de manera, a veces, pedante porque «no suele asumirse que alguien que colecciona zapatos sea necesariamente un gran caminante». Este «empeño en recrearnos sobre hasta qué punto los libros nos hacen mejores», ha llevado a la creencia de que la lectura es positiva por razones intrínsecas que a menudo no se cuestionan.
Brottman asegura que este nuevo perfil del lector ha sido alentado, en parte, por Laura Bush y Oprah Winfrey. «Ahora se trata de ser una persona con conciencia cívica, afable con los niños, sensible y considerada. Ser lector, de hecho, implica desplegar tu mejor yo», expone.
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En los últimos veinte años hemos pasado de un miedo a la lectura profundamente arraigado a promocionarla como si se tratara de una panacea universal
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Es ese concepto de la superioridad lectora, cargado de narcisismo y esnobismo, lo que impulsa las páginas de Contra la lectura. ¿Qué tiene de malo que alguien elija la película y no el libro para acercarse a la misma historia? ¿Qué tiene de malo evitar los clásicos y qué tiene de bueno dar por sentado que el tiempo los hace necesarios o mejores? ¿Qué tiene de malo reconocer que no hemos leído ese gran referente de la literatura universal? Quizá no nos ha llegado el momento de hacerlo. Quizá no llegue nunca. Y no pasa nada.
Contra la lectura no es un libro contra el hábito de leer, sino un alegato a favor de distintas formas de hacerlo y un llamamiento a respetarlas: «Simplemente quiero sugerir que no hay nada digno o respetable de manera intrínseca en el acto de leer en sí», escribe Brottman.
Hay un escepticismo en la autora a la sombra de la superioridad lectora. Los libros también se han convertido en objetos decorativos y, en algunos casos, llevan a una bibliomanía que antepone el hecho de poseerlos a leerlos. Lo único que pide la autora a sus lectores es que lean a conciencia, de manera reflexiva, con criterio y porque quieren. Y que disfruten, sobre todo, que disfruten.