El copiloto de turismo lucha contra la tentación de indicar al conductor qué hacer y qué no. Primero, antes que otra cosa, es español, y como tal, seleccionador de fútbol, político de sobremesa, recetador médico… ¿Cómo no va ser una madre aunque no tenga hijos o un pedagogo de la conducción? En los rallies, el copiloto contribuye a la victoria; en la conducción no deportiva el copiloto puede provocar accidentes por exasperación.
No me gusta conducir, menos aún ser copiloto. Como acompañante me siento el niño que ve a otro niño con el único mando de la consola de juegos. Escopeta recortada, dice el niño espectador; el niño jugador usa revólver Magnum (el arma de Harry, el Sucio) por gusto o por llevar la contraria. Es complicado mantener la boca cerrada.
Conviene distinguir entre el copiloto conductor y el no conductor. El copiloto forma parte de una escuela de pensamiento: están los temerosos, los agresivos, los respetuosos y los cicerones (saben dónde aparcar y cuándo en cualquier punto de la ciudad). Es el lado oscuro o luminoso del conductor. Su némesis de diez minutos o cinco horas (depende de la duración del viaje). Frases clásicas de este copiloto conductor son: «Es mejor tirarse por…» o «este es un semáforo de ratas, sáltatelo».
El copiloto no conductor está formado por personas temerosas o calladas. Entre los temerosos están la mamá, la novia (también el novio pusilánime), la esposa que apela a la seguridad («no corras», «no adelantes», «no cojas el móvil»); preguntan si el coche tiene gasolina y se quejan si el conductor no aparca a la puerta: «No aparques aquí, que llevo tacones». De lo último, las revistas tienen la culpa. La limusina lleva a las estrellas hasta la mismísima alfombra roja en la que no hay adoquines ni semáforos que cruzar que pasan del rojo al verde en un pestañeo.
La mamá es el copiloto más intransigente. No puede evitarlo. Lleva cuarenta años diciendo a las protagonistas de los telefilmes: «¡Date la vuelta, tonta!» Reconozco que albergo una mamá cuando ocupo el lugar de copiloto. Contradictorio que soy, como conductor me resulta fastidioso los comentarios ajenos (sean convenientes o no). Contengo a mi mamá interior en los trayectos cortos. En los viajes largos, aparece con la subida del velocímetro, como una orden poshipnótica: ¡Aparece, mamá! Y eso puede convertir el viaje en una experiencia poco grata para mí y para el conductor. Cuando no doy indicaciones, aprieto un acelerador o un freno imaginarios. (La primera vez que lo apreté temía por una muerte en la virginidad; el conductor había consumido coca y cerveza).
La experiencia me dice qué debo hacer para mantener a raya a mi mamá interior en un viaje largo (pongamos que hablo de Sevilla a Madrid). Si es posible, si en el viaje hay cuatro o cinco personas, prefiero sentarme atrás, aunque esto también tiene inconvenientes. Está la tentación de querer mirar hacia adelante, mirar a través del cristal en lugar de la cabeza del conductor. Parece que uno quisiera manejar el vehículo con la mirada. El resultado es dolor de espalda y de cuello. Cuando se llega a esto, mirar por la ventanilla a la izquierda o la derecha añade fatiga visual. El ojo necesita fijarse en un punto lejano como las nubes o una casa en la sierra (que a lo lejos es una mancha blanca).
El cuadro médico del pasajero se completa con una digestión difícil si antes de emprender el viaje uno ha decidido, muy valiente, meterse en el cuerpo dos primeros platos, postre y café previendo que durante el viaje no habrá paradas. (Hay situaciones que cogen de improviso, como los entierros, con horarios estrictos). En mi caso, el mejor sedante como copiloto es el alcohol (lo suficiente para estar alegre); el móvil cargado para varias horas en itinerancia y una conexión de datos decente.
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