El otro día leía a Carlos Boyero en El País congratulándose por la ausencia de anuncios en TVE. Decía que reconocía que la publicidad era parte innegociable del mundo mercantilizado en el que vivimos, pero que a él los anuncios le irritaban profundamente, tanto aquellos que emplean un lenguaje tan burdo que parece que lo traten a uno de idiota, como los que buscan ser pretenciosamente sofisticados para intentar así seducirte, y que ahora era un placer poder ver por fin televisión sin las inoportunas interrupciones de lo que acabó llamando la “apestosa publicidad”.
Bueno, yo soy publicitario, y la verdad es que me sorprendió la calificación –¿la publicidad es apestosa?-, especialmente porque en TV ya hay mucha basura maloliente como para considerar que la publicidad es lo que peor huele, pero, ¿saben?, en el fondo estoy de acuerdo con él. Como espectador yo también me alegro de su ausencia y coincido en que la publicidad –con algunas raras excepciones- es irritante, insoportablemente insistente y, en la mayoría de los casos, apesta. A mí también me molesta que las marcas me traten de tonto con discursos de un nivel intelectual bajo cero, o que se vuelvan fastuosamente sofisticadas hablando en francés para venderme un perfume.
Está claro. Para gran parte de la sociedad la publicidad no es más que materia maloliente que hiere su sensibilidad. Tal vez no todo el mundo lo perciba y lo exprese así, porque los hay que han aprendido a ignorarla, que ven los anuncios sin verlos, o que tienen el olfato ya tan acostumbrado al mal olor de los anuncios que ya ni lo perciben. Sólo cuatro frikis y medio puñado de gente insana es capaz de darle la vuelta al asunto y encontrar placer en el hedor que generamos.
Soy publicitario y lo reconozco, pertenezco al gremio de profesionales que se dedica a llenar de porquería los medios de comunicación para el fastidio de la gente que, como Boyero, anhelan vivir rodeados de un material de consumo que enriquezca y no que empequeñezca su espíritu. Esa es mi profesión, es lo que sé hacer. Me dedico a crear materia comunicacional irritante, maloliente, que hiere la sensibilidad de la gente y colocarla allí donde el público pasa para que se pringue con ella. Ese es nuestro oficio: creamos y distribuimos mierda.
Desde esa perspectiva, la nuestra es una profesión detestable, aborrecible, en cuanto que elaboramos y distribuimos un producto que la sociedad detesta y aborrece. Ni siquiera los medios de comunicación, a pesar de que la publicidad les proporciona sostén económico a sus negocios, nos aprecian. Para ellos somos un mal necesario.
En estos tiempos, en que los mensajes publicitarios tratan de camuflarse entre los contenidos, los responsables de los contenidos de los medios están más alerta que nunca no sea que el hedor de la materia que nosotros generamos les contamine y afecte a la dignidad de su revista, diario, portal, emisora o cadena.
Incluso cuando el medio es algo tan innoble como la prensa amarilla o contiene espacios tan infames como los programas de telebasura, nuestra basura todavía es peor. Debe ser así, porque incluso en esos espacios inmundos se preocupan de diferenciar lo que es publicidad de lo que no lo es, aislando y etiquetando debidamente lo que hacemos los publicitarios con un título que advierte que aquello es “publicidad”, no sea que alguien se confunda y meta el pie en ese cubo de mierda sin darse cuenta.
Los publicitarios no somos nada populares. No somos relevantes. Nuestro rol social es tan despreciable que seguramente por eso nunca aparecemos como noticia en los medios de comunicación. Nos ignoran. Cuando se celebra El Sol, nuestro gran festival anual, la noticia apenas aparece como una breve reseña y sólo en muy pocos medios.
Del resto de festivales o acontecimientos, ni una sola palabra. No importamos. Si se fijan apenas hay publicitarios que sobresalgan socialmente, que adquieran relevancia social, que sean admirados. Para conseguirlo necesitan abandonar la profesión y destacar haciendo otras cosas que no sea publicidad, por ejemplo cine, televisión o literatura, como Coixet, Mejide o Zafón, porque mientras fueron creadores de inmundicia no tuvieron la más mínima oportunidad de adquirir el menor reconocimiento público.
Yo empecé mi tarea de creador de basura muy pronto, porque mi padre ya se dedicaba a la profesión, así que desde niño he tenido el mal olor instalado en casa. De pequeño miraba la televisión y leía revistas y periódicos fijándome en toda aquella mierda, analizándola. A los 20 años ya creaba mi propia materia fétida, en forma de folletos para ensuciar los buzones de la gente, cuñas de radio para emponzoñar lo que el público escuchaba por la mañana por la radio, o spots de TV para contribuir a hacer los pases publicitarios un poco más insoportablemente largos y arruinar las películas que la gente veía en familia.
Posteriormente fundé mi propia agencia y me dediqué a difundir la peste por la red, en aquellos momentos inconcebiblemente libre de malos olores. Los creadores de ciberhedores podemos estar más que satisfechos porque en apenas dos décadas hemos conseguido llenar de banners, pop-ups, pop-unders y otras formas más sofisticadas de inmundicia, el ciberespacio.
También hemos hecho un trabajo magnífico con el correo electrónico porque por ese canal ya fluye tal caudal de mierda que se podría decir que nuestra peste llega hasta el último rincón del planeta. Bueno, no todo son buenas noticias. Hay entornos digitales donde el hedor cuesta más que penetre, como la blogosfera, o las redes sociales, pero en eso andamos.
Hoy, en estos tiempos híbridos en los que vivimos, los creadores de tufo, ya sean los especialistas en los nuevos entornos digitales como los especialistas en las formas clásicas de publicidad –todos somos especialistas, no me vengan con cuentos-, buscamos fórmulas más sofisticadas para que el hedor penetre en la sociedad más eficazmente, más allá del medio o canal elegido.
Unos lo llaman integración, que es una manera de decir que vamos a construir una materia tan pestilente que impregnará cualquier entorno por igual, sea cual sea. Otros lo llaman 360, que es como proponer colocar un fantástico ventilador que rote para distribuir el mal olor en todas las direcciones.
El mercado se sofistica y evoluciona. Nosotros, por ejemplo, en mi agencia, hemos descubierto una metodología que consigue licuar la mierda. Sí, sí, la licuamos y así al verterla el mal olor se cuela y penetra por los poros de los distintos entornos de comunicación superando las barreras que los medios construyen para aislarla. Estamos muy contentos. Mucho.
Es la evolución. Los tiempos cambian que es una barbaridad, y todos nos adaptamos a estos nuevos tiempos a base de ponerle mucho esfuerzo, mucha imaginación y mucho oficio. Gracias a eso hoy, los creadores de materia hedionda, podemos sentirnos más que satisfechos, hemos afinado nuestras técnicas de una manera extraordinaria y nuestro trabajo es eficaz. Se podría decir que ya nadie en el mundo, por aislado que se encuentre, es capaz de escapar a nuestro mal olor. Es el triunfo de una profesión.
Lo que sería gracioso es que un día, después de felicitarnos por haber conseguido inundar el mundo de inmundicia, descubriéramos que la clave no era crear y esparcir más eficazmente hedores fétidos, sino conseguir que la publicidad, en vez de oler mal, desprenda un embriagador perfume.
Daniel Solana es presidente de DoubleYou
Artículo publicado en el número de febrero de Yorokobu.
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