Si el tiempo es oro y para ser creativo se necesita tiempo… en realidad lo que necesitas es oro. La creatividad es también, tal vez siempre lo ha sido, una cuestión de clase. Una cuestión que duele a quienes vivimos sobreviviendo, luchando por conseguir suficientes ingresos como para estar tranquilos una hora, dos con suerte, dedicados a escribir, a tocar un instrumento, a pintar, a actuar, a hacer algo que despierte nuestra creatividad. Algo con suficiente eco como para acallar esa vocecita interior que te dice que lo que estás haciendo no te aportará una rentabilidad inmediata.
Es obvio que si no tienes que preocuparte por pagar facturas o cobrarlas, por la cuota de autónomo, el alquiler, la luz, el agua, el gas, internet, el gimnasio, el abono del metro, la medicina del gato o el yogurt caducado… vives mejor. Tienes más tiempo para trabajar tu genio. Pero también es obvio que casi nadie se libra de las ataduras del sistema. Si fuera tan fácil, todos seríamos algo distinto a lo que somos.
Nuestra sociedad nos ha puesto en nuestro sitio: el sujeto creador cada día pospone más el ejercicio de su creatividad en pos de estar al corriente de sus ‘obligaciones’, disociando creatividad y trabajo digno remunerado.
«La valoración del ejercicio artístico se ha socializado del lado de la afición y el placer como aquello practicado en tiempos ociosos y considerado difusamente como actividad laboral», decía Remedios Zafra en, probablemente, el ensayo más brillante sobre este tema publicado en castellano: El entusiasmo, precariedad y trabajo creativo en la era digital.
Pero, ¿y si un día nos hartásemos de esa dicotomía? ¿Y si un día convirtiésemos nuestra creatividad en nuestro trabajo y exigiésemos que se nos pagase por ello? Qué locura, ¿no?
«El mayor obstáculo para la creatividad hoy en día es que la gente se tiene que ganar la vida», decía el compositor y genio británico Brian Eno en la última de sus conferencias, convertida en fenómeno viral entre artistas. Así de simple planteaba el problema de la creatividad contemporánea. Si tienes un trabajo que no es el trabajo creativo al que aspiras, déjalo.
«Los genios no son otra cosa que el resultado de observar a personas individuales a lo largo de nuestra historia y decir: «Esos eran los importantes». Si observas bien te das cuenta de que casi todos vivieron en un determinado ambiente cultural. Eran solo uno de los elementos de su escena. Es decir, que los llamados genios en realidad estaban en medio de lo que llamo escenio. Si el genio es la inteligencia creativa de un individuo, el escenio es la inteligencia creativa de una comunidad», decía Eno. ¿Y qué tiene que ver el escenio con dejar tu trabajo?
Según Eno, formar parte de un escenio implica asimilar, por una parte, que toda persona nace diferente y con una serie de dones y talentos, sean cuales fueren. Por otra: la mayor inteligencia creativa se construye siempre en comunidades y mediante la cooperación. Si invertimos doce horas al día a trabajar en algo que no nos vincula a nuestra práctica creativa, difícilmente conoceremos a más gente interesada en ella. El trabajo para pagar facturas, en la sociedad contemporánea, es alienante casi de forma mayoritaria.
«Muchas veces me invitan a dar charlas en escuelas de arte, pero muy pocas me vuelven a invitar. ¿Por qué? Porque lo primero que les digo a los alumnos es que estoy ahí para persuadirles de no tener un trabajo. Mi primer mensaje es ese: si tienes un trabajo, déjalo», defendía el compositor.
«Eso no significa que no hagas nada, sino que pelees por conseguir una posición en la que puedas hacer lo que deseas con tu tiempo, y en la que haces el mejor uso posible de tus talentos. El mayor obstáculo que esta sociedad impone a la creatividad es que mucha gente no está en posición de hacer eso». Es decir, que el sistema está dispuesto para que no podamos disponer de nuestro tiempo, mucho menos para darle un uso creativo.
Harto, y seguramente ebrio, un día Bukowski dejó su puesto fijo en una oficina de correos de la United States Post Office. Un editor llamado John Martin le había ofrecido 100 dólares al mes si se dedicaba única y exclusivamente a escribir. Así fue como a los 49 años, seguro de que con aquello se pagaba sus vicios, aceptó la apuesta. Años después le escribiría sendas cartas en las que explicaba por qué un trabajo de 9 de la mañana a 5 de la tarde era la antítesis de la creatividad.
«Lo llaman de 9 a 5, pero nunca es de 9 a 5. No hay descanso en esos lugares. De hecho, en muchos no se come para mantener la productividad. Y no hablemos de las horas extra y los libros de cuentas que siempre parece que llevan mal el cálculo de las que has hecho. ¿Y si te quejas? Habrá un tonto en la cola que quiera ocupar tu lugar», escribía. «Lo que duele es la pérdida constante de humanidad en aquellos que pelean para mantener trabajos que no quieren por temor una alternativa peor. Pasa, simplemente, que las personas se vacían».
Más petulante fue el caso de William Faulkner, que tras trabajar también en Correos, se vio obligado a renunciar de forma airada a su cargo como jefe de oficina. En realidad, más que por las dificultades, el Nobel de Literatura se había enfrentado sobre todo al aburrimiento más profundo entre las paredes de aquella oficina.
Un día presentó una airada carta de cese: «Mientras viva en el sistema capitalista sé que mi vida estará influenciada por las demandas de la gente adinerada. Pero que me maldigan si me planteo estar a las órdenes y entera disposición de cada canalla errante que tenga dos centavos para comprar un sello de correos. Esta, señor, es mi renuncia», escribió.
«No haber desperdiciado por completo la vida de uno parece ser un logro digno, aunque solo sea para mí», dijo en alguna ocasión Bukowski sobre qué sentía tras haber dejado su trabajo.
Como Bukowski o Faulkner, ha habido muchos escritores hastiados con el trabajo que pagaba sus facturas. Que constreñía su creatividad. El departamento de aduanas de Boston marcó profundamente el carácter de Nathaniel Hawthorne, el de Nueva York pagó la casa de Herman Melville durante 19 años. Walt Disney siempre recordaría su época trabajando en Correos –la institución parece un imán de talentos quemados-, y el mundo de la abogacía obligó a Franz Kafka a escribir siempre de noche, con los pros y contras que aquello supuso.
Todos hombres, sí. ¿Por qué? Porque la creatividad también es una cuestión de género. «Vladimir Nabokov presumía de no saber ni escribir a máquina. ¿Para qué iba a restar tiempo a la construcción de su catedral literaria si Vera, su mujer, ya se encargaba incluso de abrirle y cerrarle el paraguas?», escribía Núria Marrón hablando de mujeres invisibilizadas por literatos.
De hecho, ella recordaba que para que Vargas Llosa pudiese escribir seis horas diarias, Patricia Llosa se encargaba absolutamente de todos sus quehaceres y necesidades. Para que Gabriel García Márquez escribiese Cien años de soledad, Mercedes Barcha gestionó siempre su agenda, su tiempo y su economía. Son muchos, muchísimos, los autores que se han servido del machismo inherente al sistema patriarcal -que solo los tiene en cuenta a ellos-, para explotar a sus mujeres en beneficio de su creatividad.
«No es trivial que paralelamente a la tendencia del poder a subordinar política a economía, auspiciados por un marco neoliberal de mayor desigualdad, las mujeres se vean interpeladas a asumir trabajos pocas veces considerados empleo, como los cuidados y la atención social», reflexionaba Remedios Zafra en El entusiasmo. Según dice, «género y pobreza siguen operando como categorías clave para la desigualdad laboral y la precariedad contemporáneas en los trabajos creativos».
Si eres una persona creativa y tienes un trabajo de 9 a 5, si eres mujer seguramente lo tengas aún más difícil. A menudo te habrás enfrentado ante la poco digna actitud de mendigar tiempo para tu talento. Te habrás descubierto rebuscando entre pequeños huecos en el calendario o combatiendo el cansancio, el sueño y la salud a cambio de volver a sentir una pizca de entusiasmo. Esa sensación que «siempre vuelve, como motor que anima a la práctica de una pasión, o como recuerdo que moviliza por haberla experimentado. Es persistente y merodea cerca, movilizando o doliendo», escribía Zafra.
Pero soportar dolor ya lo hacemos diariamente, enfrentándonos a la precariedad, la falta de futuro y de oportunidades. Resistirse a la creatividad, matar sus espacios, renunciar a formar parte de un ‘escenio’ por tener un trabajo que nos roba lo que más necesitamos, tiempo, es más de lo que deberíamos soportar.
«El entusiasmo se convierte al mismo tiempo en algo que salva y que condena. Al mismo tiempo que moviliza, sienta las bases de una suerte de explotación contemporánea en la que se ven atrapadas aquellas personas que necesitan un sueldo para pagar tiempo de creación, a diferencia de aquellos que disponen de medios que pueden convertir en tiempo y libertad creadora», añadía la escritora española.
La creatividad podría ser, quizás lo ha sido siempre, un acto de rebeldía. Dejar tu trabajo podría ser un acto político. Y renunciar a aquello que no nos entusiasme podría ser, por qué no, lo más creativo que se nos haya ocurrido hoy.
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