El cruasán, la estrella de la bollería clásica, es sin duda el actor protagonista de cualquier desayuno de hotel o de bar, por básico que sea, así como el más asiduo asistente a las vitrinas de las panaderías.
Menos habitual es, tal y como la observación empírica descubre, que en los establecimientos en los que se sirve se haga referencia a tan rico bien de manera homogénea por los dominios de la lengua castellana en los que me encuentro. Así, podemos encontrarnos por la calle con una gran multitud de variantes del significante asociado al producto: desde la forma francesa ‹‹croissant›› hasta la españolizada correcta ‹‹cruasán››, pasando por (y de ahí la gracia de la cuestión) voces tan variopintas como ‹‹crosán››, ‹‹croisant››, ‹‹croisán››, ‹‹crusán››, ‹‹croasán››, ‹‹croassant›› o cualquier combinación que uno se pueda figurar.
La conclusión que se puede extraer de este panorama es que los bares y restaurantes de este país no siguen lo que dicta la institución que establece la norma lingüística en español (o quizás que no la conocen, vaya usted a saber). Lo cierto es que el Diccionario de la Real Academia recoge la forma ‹‹cruasán›› como la correcta en castellano, y el Panhispánico de Dudas nos explica el asunto de manera meridiana: ‹‹cruasán: adaptación gráfica de la voz francesa croissant, ‘bollo de hojaldre en forma de media luna’››. Asimismo, el María Moliner, que a diferencia de su pariente de la Real Academia pretende recolectar en lugar de sembrar, recoge la forma ‹‹cruasán›› como predominante en la lengua castellana.
En cualquier caso, si el castellano hubiese decidido traducir literalmente ‹‹croissant›› en vez de adaptarlo gráficamente, seguramente hablaríamos de ‹‹crecientes›› en vez de ‹‹cruasanes›› y este artículo ni siquiera existiría. Pero ya puestos en el tema, ¿de dónde sale lo de ‹‹creciente››?
Circulan por las redes del saber varias versiones sobre el origen del dulce que nos ocupa y de su nombre. Sin embargo, lo cierto es que una se impone a las demás, la que explica que los panaderos vieneses, ante la invasión otomana de 1683, decidieron crear un pan con forma de media luna para mofarse del más sagrado emblema de los musulmanes turcos, y así poder comérselo, literalmente, y lo denominaron ‹‹Halbmond››, ‘media luna’ en alemán.
Un par de siglos más tarde, los panaderos franceses se apropiaron de la idea y transformaron el pan vienés original en el dulce hojaldrado que hoy conocemos, llamándolo ‹‹croissant››. De hecho, el nombre francés del dulce responde de una manera más concisa a la realidad, puesto que, en cualquier caso, la forma del cruasán se asemeja más a la de la luna en cuarto creciente que a una media luna. No obstante, cabe hacer referencia en este punto al hecho de que en francés, tanto la fase lunar creciente como la menguante se denominan ‹‹croissant››: ‹‹premier croissant›› en el primer caso y ‹‹dernier croissant›› en el segundo.
Por lo tanto, nos equivocábamos con nuestra hipótesis que defendía denominar ‹‹crecientes›› a los cruasanes, como apuntábamos antes, dado que habríamos topado con un falso amigo cultural, puesto que en las banderas del Imperio otomano en su momento y de la Turquía actual, la luna aparece representada en cuarto menguante.
Por lo tanto, podemos concluir que ‹‹menguante›› podría haber sido una palabra de aparición habitual en las pizarras de los bares de este país si los caprichos de la lengua y de la traducción lo hubiesen deseado. Añadiremos como curiosidad, en cualquier caso, que ajenos a toda esta reflexión, en Argentina y Uruguay, parece que les seduce más la idea de mantener la relación entre el dulce actual y su antepasado austríaco y rehuir cuartos crecientes y menguantes, ya que allí emplean la voz ‹‹medialuna››, hecho que, de paso, les ahorra el dilema que acecha a los restauradores peninsulares.
ACTUALIZACIÓN: Algunos lectores se han unido al debate
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Sergio García es (casi) traductor y un reflexionador compulsivo sobre el uso de la lengua.
Foto: Roland Zh bajo lic. CC.
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