Wim Hof, nacido en 1959, es un holandés que se conoce con el sobrenombre de «hombre de hielo». Parece más un personaje arrancado de los mitos o del folclore que una figura de carne y hueso. Si uno buscara un paralelo en la ficción, Hof sería una encarnación real del Sr. Frío, el supervillano de los cómics de Batman, quien también debutó en 1959, y que, en el cine, fue inmortalizado por Arnold Schwarzenegger.
Sin embargo, Wim Hof no busca consuelo en un frigorífico ni en las sombras congeladas de una versión moderna de Drácula. Lo suyo es bien distinto: Wim se enfrenta al frío como un antiguo guerrero que, en lugar de huir del invierno, lo desafía con una fuerza de voluntad titánica.
Con más de veinte récords mundiales en su haber, sus hazañas son de tal calibre que nos hacen estremecer solo con imaginarlas. Entre las más asombrosas se encuentra su ascenso a la «zona de la muerte» del Everest, a 7.500 metros de altura, protegido únicamente por unos zapatos y un par de pantalones cortos. Cabe recordar que esa cima, la más codiciada del planeta, ha sido conquistada por poco más de 6.000 personas, pero ha cobrado la vida de al menos 240.
Wim no solo sobrevivió en 2007 a los peligros inherentes de la montaña, sino que fue el primero en hacerlo vistiendo lo que cualquiera llevaría en unas vacaciones caribeñas. Pero no es solo el Everest quien ha sido testigo de sus proezas. En febrero de 2009, escaló el Monte Kilimanjaro en dos días, también ataviado con su ya icónica indumentaria: pantalones cortos y zapatos.
Si bien estos logros pueden parecer sobrehumanos, hay más. Ese mismo año, completó una maratón en Finlandia, más allá del Círculo Polar Ártico, corriendo a temperaturas que rondaban los -20 ºC, sin más abrigo que sus fieles pantalones cortos. Y por si estas hazañas no fueran suficientes para desafiar la imaginación, Hof ha establecido varios récords de inmersión en hielo, logrando resistir bajo las aguas gélidas durante 1 hora, 53 minutos y 2 segundos en 2013, un tiempo que desafía cualquier límite fisiológico concebible.
Tales aventuras con el frío no siempre han sido benignas. En una ocasión, mientras nadaba bajo la superficie de un lago congelado, su retina se congeló, una advertencia inquietante de que, incluso para un hombre como Wim, el frío a veces deja cicatrices. Pero él no se arredra, porque para Hof el frío no es un enemigo. Como afirma en el libro Armas de titanes, de Timothy Ferriss: «Todos los problemas de mi vida cotidiana desaparecen cuando me expongo al frío… Es una gran fuerza purificadora».
Este dominio sobre el frío no es simple casualidad, sino el resultado de su Método Wim Hof (WHM), una combinación de exposición controlada al frío, respiración y meditación. Y aunque su método ha ganado notoriedad, muchos se preguntan si no existe algo más profundo, quizá un secreto escondido en su propia genética.
La ciencia sugiere que Hof podría contar con una ventaja biológica: la grasa parda, un tejido especializado en generar calor cuando las temperaturas descienden. En los animales que hibernan, como el oso pardo, esta grasa les permite sobrevivir al crudo invierno. Así, Wim Hof se erige como una suerte de oso pardo en pantalones cortos, un hombre cuya relación con el frío parece haber empezado de manera casi instintiva.
Brrr
Lo que parece evidente es que la tolerancia al frío es algo que se puede entrenar, como ponen en evidencia algunas mujeres de Corea y Japón que, en los años 1960, ganaban su sustento y el de sus familias buceando para recoger ostras en aguas que estaban alrededor de los 10 ºC.
Estas mujeres extraordinarias, aclimatadas al frío, tenían un metabolismo basal notablemente elevado, lo que les permitía producir mucho más calor corporal de lo habitual. Ello les permitían realizar su trabajo equipadas con un simple traje de baño de algodón.
Estas «mujeres de hielo» empezaban sus entrenamientos desde los once o doce años, y continuaban hasta los 65. Seguían un riguroso protocolo de inmersiones en invierno: buceaban en períodos de quince a veinte minutos, realizando zambullidas de treinta segundos seguidas de treinta segundos en la superficie, aunque permaneciendo siempre en el agua. Incluso con una alta producción de calor, su temperatura corporal caía de los 37°C a los 34,8°C, algo impensable para la mayoría de las personas.
Pese a ser delgadas, desarrollaban una gruesa capa de grasa bajo la piel que mejoraba su aislamiento térmico. Sin embargo, estas «supermujeres» desaparecieron en 1977, cuando empezaron a usar trajes aislantes, normalizando así su metabolismo y temperatura corporal a niveles comunes.
En esta era dominada por el biohacking y la experimentación personal, el frío ha ascendido de manera fulgurante al trono de las modas del bienestar, y aquí convergen las figuras de las mujeres heladas o del iceman Hof.
La crioterapia, los baños de hielo y las duchas gélidas han dejado de ser excentricidades reservadas a atletas de élite o místicos devotos de rituales casi arcanos. Hoy, estos gestos de autoinmolación ante el frío han invadido la cotidianidad de un número creciente de individuos que, con fervor casi ascético, buscan optimizar cuerpo y mente.
Sumergirse en aguas heladas o desafiar el torrente glacial de una ducha diaria es, en esencia, el contrapeso de una vida climatizada al extremo, un recordatorio de que estamos vivos en medio de una existencia cada vez más diseñada para protegernos del más mínimo sobresalto. También parece ser bueno para la salud.
Un estudio de 2017 publicado en Frontiers in Physiology revisó la eficacia de la crioterapia en la recuperación de los atletas y encontró que la exposición a temperaturas extremas reduce el daño muscular percibido, lo que se traduce en una disminución del dolor muscular y en una mejora en la recuperación física.
La crioterapia también se ha asociado con la modulación del sistema inmunológico. Un estudio de 2019 en Oxidative Medicine and Cellular Longevity encontró que la crioterapia de cuerpo entero puede inducir cambios positivos en el sistema inmune, aumentando los niveles de citoquinas antiinflamatorias y reduciendo las citoquinas proinflamatorias, lo que sugiere un beneficio potencial para las enfermedades autoinmunes o inflamatorias crónicas.
Otro estudio realizado en 2019 en PLOS ONE examinó el impacto de la crioterapia en la salud mental, y descubrió que las personas que se sometieron a varias sesiones reportaron una disminución en los síntomas de ansiedad y depresión. Hoy, sus cámaras gélidas se multiplican en las grandes urbes, atrayendo no solo a jóvenes, sino a profesionales en busca de una inyección de adrenalina o una suerte de «reinicio» mental.
Sin embargo, el verdadero atractivo trasciende la mera biología. Estas prácticas se han convertido en una forma de autoafirmación: el cuerpo se transforma en un laboratorio de autodescubrimiento, donde la pregunta constante es hasta dónde podemos llevar nuestras capacidades.
Desde una óptica cultural, este fenómeno es un reflejo del deseo contemporáneo por experimentar el límite. Es, en última instancia, la paradoja del siglo: en medio del lujo, del calor apacible de nuestras comodidades, buscamos la incomodidad.
El sufrimiento, bajo términos controlados, se convierte en un nuevo lujo, un reto que abrazamos para evadir la languidez de una vida demasiado sencilla. En el fondo, cada inmersión es una declaración: «Soporto lo que tú no te atreves a enfrentar». O eso o es que estamos ya aburridos de todo.
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