Las películas son sueños, pero unas más que otras. Hay sueños que intentan simular la realidad con decorados y criaturas generadas por potentes computadoras. Y sueños que no reniegan de su naturaleza como las películas de Wes Anderson.
El director de El Gran Hotel Budapest y Academia Rushmore cuenta a New York Times:
«El público reconoce lo que es artificial, ya sean efectos generados por ordenador o de otro tipo. Mi marca particular de artificialidad es una anticuada».
No falta razón a Anderson. Los responsables de películas de superhéroes, de monstruos y de aventuras en el espacio temen la crítica del público si el monstruo tiene la textura del plástico. En estas película hay una mayor inversión de tiempo, esfuerzo y dinero en las texturas que en los guiones. (Aquí recordamos cómo Steven Spielberg usó lens flares en Parque Jurásico en las carreras de coches entre dinosaurios para dotar de mayor corporeidad a las criaturas prehistóricas).
La carrera tecnológica en el cine ha provocado que ya no aceptemos tentáculos de gomaespuma o robots de papel de aluminio. (Una prueba: intenta que adolescentes vean películas con efectos especiales añejos y escucharás sus risas). Por el contrario, el cine de Anderson es casi artesanal: apuesta decididamente por la madera y el cartón, técnicas en extinción. No es un cine de bajo presupuesto sino a contracorriente.
Con la artesanía se produce una paradoja: la primera vez que vemos la fachada de El Gran Hotel Budapest dudamos: ¿es real o falsa? No lo expresamos con palabras, pero la duda está revoloteando en un recoveco de la cabeza. Nos decimos que no tiene la textura brillante y pulida propia de una imagen generada por ordenador, pero tampoco consideramos auténtica la fachada. Lo mismo pensamos de la estación del teleférico. Tiempo después descubrimos artículos que revelan la verdadera naturaleza del hotel y la estación: son miniaturas.

Las fascinantes miniaturas
Construcciones más cercana a la realidad que las diseñadas por ordenador, pero que por su naturaleza artificiosa nos crea una sensación de extrañamiento. Nos coloca justo dentro de un sueño. De alguna manera, cuando soñamos nos percatamos de que el mundo es más raro de lo habitual, pero lo aceptamos. Lo mismo ocurre con películas como El Gran Hotel Budapest o El mundo acuático de Steve Zissou. (Por contra, en el cine de superhéroes, de monstruos y de aventuras en el espacio aceptamos la mentira antes de sentarnos en la butaca de cine o el sofá de casa. Aquí no hay un juego).
Los hacedores de miniaturas
En el caso de El Gran Hotel Budapest el mérito de las miniaturas recae en un amplio equipo de ilustradores y maquetistas dirigidos por el diseñador de producción Adam Stockhausen (Moonrise Kingdom, El puente de los espías) y el creador de modelos en miniatura Simon Weisse (Malditos bastardos, Los Juegos del Hambre 2).

Weisse cuenta a Cinefex detalles de la construcción de las miniaturas. En el caso concreto del hotel, el equipo de Weisse lo construyó de madera sobre los bocetos de Carl Sprague. Los coches a la entrada son de latón y tras las ventanas del hotel hay fotografías de habitaciones con luces o sin ellas. Las estatuas están creadas con una impresora en 3D, reconoce.
Weisse explica que una miniatura debe ser lo suficientemente grande como para permitir el trabajo de la cámara.
«Simplemente, las cosas se ven mejor si son más grandes», dice Weisse que comenta que es importante decidir de antemano qué grado de realismo dar a las construcciones.
El otro decorado en miniatura reconocible es el de la estación del teleférico (abajo). También de madera con estructura de latón y rocas de espuma de poliestireno. La nieve es azúcar en polvo muy fina.



Detalles así hermanan El Gran Hotel Budapest con el cine clásico en el que detectamos y aceptamos las maquetas de mansiones, palacios y castillos inexistentes sobre fondos pintados a mano (matte paintings). Construcciones que acercaban las películas a los cuentos de hadas. Los ordenadores están obligando a cerrar muchas tiendas de artesanía de cine en Hollywood, dice Weisse, uno de los últimos artesanos. Por suerte, siempre nos quedarán las películas.
