Vivimos en un mundo muy ruidoso, sí. Las redes y los medios nos permiten acceder de forma instantánea al puñado de temas que ocupan las conversaciones y que, por ello, se sitúan en primera línea de la actualidad.
Y sin embargo, los hechos más trascendentales, los que van a tener una repercusión más directa en nuestro día a día, pueden pasar desapercibidos. Y no porque sean un secreto: están ahí, pero muchas veces resulta imposible verlos, porque apenas se los distingue en el maremágnum.
Un ejemplo evidente fue la noticia que se asomó a las pantallas y las páginas de la prensa en enero de este año, pero que no logró escalar hasta primera línea de la atención en las redes. El día 24, un equipo de biólogos de Shanghái, encabezados por los científicos Sun Qianj y Liu Zhen, anunciaron que habían logrado por primera vez la clonación de dos macacos.
Suponía el mayor avance desde la presentación en sociedad de la oveja Dolly, en 1996, el primer mamífero viable nacido mediante esta técnica en la que un individuo es creado con exactamente el mismo material genético que el original.
Que hubieran pasado más de veinte años entre uno y otro anuncio demuestra que, a pesar de las expectativas abiertas con la oveja más famosa de la historia (con permiso, quizá, de la oveja Shaun), los avances en un campo tan sensible como este no son inmediatos.
La noticia apenas pasó de las páginas especializadas de ciencia de los medios, a pesar incluso de las reacciones cautas que hubo en la comunidad científica, escaldada por hechos poco edificantes ocurridos antes en los que incluso se había llegado a anunciar falsamente la clonación de un ser humano. Desgraciadamente, no se puede decir que fuera precisamente a prime time.
Y sin embargo, cuando volvemos la vista atrás y comprobamos el profundo impacto que supuso la presentación en sociedad de Dolly, no dejamos de sorprendernos. La oveja fue portada en prácticamente todos los medios del mundo, con titulares a cinco columnas y la correspondiente controversia que coleó durante meses, algo también que no puede faltar en el anuncio de cualquier avance científico.
Centenares de cámaras la inmortalizaron y decenas de micrófonos registraron sus balidos, a pesar de que en realidad su aspecto era el de un típico ejemplar de la raza Finn Dorset, más que habitual en Escocia, donde nació y vivió durante toda su vida. A pesar de ello, su nombre se coló en todas las conversaciones del desayuno y de la oficina, y se convirtió en una estrella mundial.
Por contra, casi nadie sabría identificar a Zhong Zhong y Hua Hua, los dos macacos clonados en China. Y sin embargo, son comparativamente tanto o más trascendentales que Dolly, porque en su caso estamos hablando de primates, el orden animal más cercano al nuestro. O lo que es lo mismo, de parientes muy próximos.
Y es comúnmente aceptado que cuando una técnica se revela eficaz con primates, es altamente probable que lo sea en humanos. Por decirlo clara y llanamente: el éxito de la clonación de los macacos nos está diciendo que la de los humanos está a la vuelta de la esquina, aunque los científicos chinos se apresuraran a decir que tal cosa no estaba en su agenda.
En realidad, aseguraban, la finalidad inmediata sería la preparación de grupos de animales exactamente iguales que disminuirán, de esa forma, los costes y duración de las pruebas de estudio de los medicamentos. Las diferencias existentes entre los sujetos que se usan hoy en día, similares pero no iguales a causa de su individualidad, lleva inevitablemente a introducir siempre un margen de incertidumbre en los resultados.
Hay quien dice que falta perspectiva para valorar como verdaderamente merece la importancia de este anuncio, máxime con la falta de transparencia habitual de todo lo que proviene de China. Aunque es cierto que todo el mundo está convencido de que el avance en las técnicas de clonación es inevitable, y que la única incógnita es el cuándo. Eso sí, también hay consenso de que es algo mucho más cercano de lo que podría pensarse.
Es lo que ocurre con el otro hito que, sin embargo, apenas ha traspasado hasta ahora el campo científico para inundar las conversaciones en medios y redes, a pesar de que ya en 2015 dos de sus (no exentas de polémica, como veremos) descubridoras, Emmanuelle Charpentier y Jennifer Doudna, ya recibieron el premio Princesa de Asturias por él.
Hablamos de la técnica CRISPR/Cas9, un nombre casi imposible y que corresponde al acrónimo en inglés de Repeticiones Cortas Agrupadas y Regularmente Interespaciadas, y el nombre de una enzima, Cas9. Esa enzima es utilizada por las bacterias para cortar el material genético que introducen en ellas los virus, que no pueden reproducirse por sí mismos, con el fin de infectarlas y utilizarlas para liberar así más virus.
Lo tremendamente innovador de esta técnica (que a su vez bebe de los trabajos que un equipo de la Universidad de Alicante dirigido por Francis Mojica lleva haciendo desde principios de siglo) es que ha podido ser replicada y adaptada para cortar fragmentos concretos del material genético de una célula y sustituirlo por otro, que incluso puede proceder de otra especie o haber sido creado de manera artificial.
La célula sobre la que se hace el proceso sufre así una mutación. Y hay un hecho aún más trascendental: si esa intervención se realiza sobre una célula embrionaria, entonces la mutación se trasladará a todas las células de ese organismo que, a su vez, heredarán sus descendientes. Y sí, no se equivocan, podemos cambiar organismo, incluso, por las palabras ser humano. Lo que significa que, por primera vez, podemos alterar la línea genética de la humanidad.
¿Por qué querríamos hacer eso? Es evidente que uno de los beneficios inmediatos de la técnica CRISPR/Cas9 –que es barata, sencilla y al alcance de prácticamente cualquier laboratorio o equipo médico (existen ya otras técnicas, pero son mucho más caras y complicadas)– sería la eliminación de todo rastro genético que provoque las enfermedades que sabemos que son hereditarias. Pero, inevitablemente, también se abrirían las puertas a todo tipo de modificaciones.
Entonces, si hace años que se conoce esta técnica y tiene unos efectos tan potentes, y si partimos de la base de que, irremediablemente, todo lo que es posible en la ciencia termina convirtiéndose en realidad, ¿por qué no ha explotado la técnica CRISPR/Cas9?, ¿por qué no está utilizándose con profusión?
Básicamente, por una cuestión legal. Ahora mismo está abierto un proceso en los tribunales estadounidenses para dilucidar a quién corresponde la paternidad (o lo que es lo mismo, la patente), de la técnica: si a Charpentier y a Doudna, que en ese momento trabajaban en la Universidad de Berkeley, o a otro equipo del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), encabezado por Feng Zhang.
Mientras no se aclare este extremo, ninguna empresa ni laboratorio se atreverá a utilizarla por temor a ser demandados en caso de que la opción que elijan finalmente pierda en los tribunales.
Aunque de características distintas (la noticia de la clonación de los monos es más discutida, mientras que hay un elevado consenso sobre las posibilidades que abrirá la técnica CRISPR/Cas9 cuando finalmente pueda usarse sin cortapisas), la suma de ambas noticias dibuja un futuro que está a punto de romper sobre nuestras cabezas.
Y, sin embargo, existe una preocupante dejación por parte de unos Gobiernos que no sienten la necesidad de ponerse de acuerdo para establecer las reglas del juego, a pesar de lo irreversibles que pueden ser los efectos de unas técnicas capaces de alterar nuestra línea genética.
Los viejos resortes nunca fallan, y así hay quien clama por el establecimiento de una moratoria o incluso una prohibición total sobre el uso de estas técnicas, pero la práctica nos demuestra que se trataría solo de un parche que no solucionaría nada.
Ya no vivimos en un mundo en el que basta el acuerdo entre dos grandes países para marcar los límites: hoy existe una multiplicidad de jugadores que, además, no comparten muchos de los valores que mantenemos en el mundo occidental, y que ni siquiera tienen que rendir cuentas de la forma en que se hace en un régimen democrático.
En este sentido, el ejemplo de China, que está tomando un papel muy activo en la exploración casi sin complejos de las posibilidades abiertas en el campo de la modificación genética, es paradigmático.
En definitiva, volvemos a encontrarnos con el viejo dilema del martillo, una herramienta que puede servir para clavar un clavo y ayudar a construir una casa en la que guarecernos de la lluvia, pero también para que una persona le abra la cabeza a otra.
Tenemos al alcance de los dedos la posibilidad de erradicar para siempre gran parte de las enfermedades que hoy en día siguen cebándose en nosotros. Y una potestad tan enorme solo podrá ejercerse desde una responsabilidad guiada por la lucidez, sin fobias ni miedos irracionales, pero sí midiendo cada paso. ¿Seremos capaces de estar a la altura?