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Esa pasión común de grandes dictadores: el cine

 

El amor tiene formas peculiares de manifestarse y la política hace extraños compañeros de cama. Y entre aquel sentimiento y esta pasión se encuentra el idilio de muchos dictadores con el cine, desde Hitler a Fidel Castro pasando por Sadam Husein o Mao Zedong. Una relación que ha generado curiosas anécdotas ¿Dictadores fascistas viendo obras maestras bolcheviques? ¿Hitler encandilado por Nobleza baturra? ¿Mao y Bruce Lee? ¿Fidel Castro y ET el extraterrestre? ¿Películas con tema homosexual en El Pardo? Sí, han leído bien, ocurrió en la residencia de Franco y con su señora delante.

 

Secuencia 1. Palacio de El Pardo en Madrid. Interior/Noche

En Cabaret, de Bob Fosse, hay una secuencia sexualmente ambigua protagonizada por tres personajes, dos hombres y una mujer, con los atractivos físicos de Liza Minnelli, Michael York y Helmut Griem, en 1972. Las imágenes muestran un trío embriagado de juventud, alcohol y ambigüedad sexual que confluyen en un abrazo con cruce de miradas de ella a ellos, de ellos a ella…, pero principalmente de él a él y viceversa.

Imagínense a Francisco Franco Bahamonde, Caudillo de España, dictador desde 1939 a 1975, homófobo convencido y militante, viendo semejante secuencia. Según consta en el archivo de proyecciones privadas al Caudillo, este clásico del cine musical le fue proyectado en el Salón de los Reyes del palacio de El Pardo, habilitado como cine desde 1946. Pero no acaba ahí la cosa, una de las últimas películas vistas por el dictador fue Chinatown de Roman Polanski (¡ojo, spoiler para quien no haya visto esta película! Si es su caso, salte al párrafo siguiente) ¿Se imaginan al sátrapa y adalid de la estricta moral viendo como el personaje de Jack Nicholson abofetea al de Faye Dunaway, su amante, mientras esta repite: «Es que no lo entiendes. ¡Es mi hija y también es mi hermana!».

Liza Minelli. Cabaret. 1972
Liza Minelli. Cabaret. 1972

Francisco Franco fue un enamorado del cine: durante casi 40 años vio en palacio una media de dos películas semanales. Casi todas norteamericanas, aunque con honrosas excepciones como El manantial de la doncella de Bergman o Rashomon de Kurosawa, y también españolas como ¡Bienvenido Mister Marshall! o Muerte de un ciclista (¿llegaría a comprender que además de un adulterio, la película retrataba discretamente la pobreza de la clase obrera y los primeros disturbios en la universidad española?).

Por cierto, el personaje del marido engañado en esta obra maestra del cine español dirigida por Juan Antonio Bardem recuerda en algo al protagonista de Raza, el militar interpretado por Alfredo Mayo, alter ego en versión apuesta y guapa del guionista de la película, Jaime de Andrade, pseudónimo del mismísimo Caudillo. Franco no fue el único dictador metido a cineasta, los hubo dispuestos a todo por obtener su lugar en la gloria del celuloide, incluyendo secuestrar al mejor director del país vecino.

 

Secuencia 2. Calle solitaria en Hong Kong. Exterior/Noche

Shin Sang-ok era el realizador de mayor éxito en Corea del Sur. Corría el año 1978 cuando acudió a la entonces colonia británica de Hong Kong buscando a su mujer, la actriz Choi Jun-hee, secuestrada por espías de Corea del Norte. En un bucle del destino el sufriente cineasta acabó también secuestrado por orden de Kim Jong-Il, padre del actual gran líder, Kim Jong-Un.

Fue trasladado a Corea del Norte y sometido a cuatro años de dieta a base de hierba, sal y arroz como castigo por intentar escapar de uno de los temibles campos de trabajo del país. Ya liberado y tras reencontrarse con su mujer y musa Choi Jun-hee, fueron obligados a rodar siete largometrajes hasta que consiguieron huir aprovechando un viaje oficial a Viena en 1986. De los siete largos, el más famoso es Pulgasari: versión comunista de Godzilla en la que además se filmó el primer beso del cine norcoreano.

Pulgasari
Pulgasari

La película está entera en internet y no tiene desperdicio. Tal vez pueda generar alguna carcajada en el espectador, pero para el dictador Kim Jong-Il, con una videoteca de más 20.000 títulos, el cine era tan importante que hasta teorizó sobre el séptimo arte con sentencias como esta: «Ninguna producción de alto valor artístico e ideológico puede surgir de un grupo creativo que no esté unido ideológicamente y en el cual la disciplina y el orden no hayan sido establecidas». Dicho más claramente: o estás conmigo o estás contra mí.

Pese a su repulsa del capitalismo y su mayor bestia negra, los Estados Unidos, su actriz favorita fue Elizabeth Taylor y su actor preferido, Sean Connery. En su colección de 20.000 películas tenía todas las  galardonadas con el Óscar y en una reunión con la Secretaria de Estado norteamericano durante la era Clinton, Madeleine Albright, le preguntó sobre la última película que ella había visto, Gladiator, y le comentó la suya, Amistad de Steven Spielberg, aunque le pareció muy triste (paradójico en alguien que tenía a medio país esclavizado en campos de trabajo).

Kim Jong-Il no ha sido el único dictador asiático y cinéfilo. Al final de su vida, Mao Zedong, el gran timonel de China, cambió su afición a los libros por el cine, y Bruce Lee se convirtió en su actor favorito. Cuentan que las aventuras para hacerle llegar las copias de sus películas desde Hong Kong son dignas en sí mismas de un film (entonces el dragón chino dormía como un lirón prácticamente aislado del mundo).

Rashomon
Rashomon

Entre los dictadores asiáticos más contemporáneos, a Sadam Husein le gustaban los largometrajes de conspiraciones (imposible no imaginárselo tomando apuntes para pertrechar las propias o sobrevivir a las ajenas) y entre sus títulos favoritos estaba The Jackal (Chacal) con Bruce Willis o Enemigo público de Tony Scott, pero sobre todo la saga El Padrino. Más cerca de Europa, y tristemente de actualidad, el presidente vitalicio de Siria Bashar al-Asad es un fanático de las adaptaciones al cine de Harry Potter (será que justificarse en el poder requiere altas dosis de fantasía).

Estos últimos dictadores fueron consumidores de cine, pero los de los años 30 también fueron, a su manera, infortunados mecenas del séptimo arte.

dictadores y cine

Secuencia 3. Solar a nueve kilómetros del centro de Roma. Exterior/amanecer

28 de abril de 1937, todo está preparado para la gran fiesta. El dictador fascista de Italia va a inaugurar los mayores estudios de cine de Europa, los de Cinecittà. Benito Mussolini quería competir con Hollywood, por eso en 1936 ordenó la creación de estos platós y en el primer año ya se rodaron 19 películas. No sólo creó estas instalaciones, también fue el promotor del Festival de cine de Venecia, y entre sus películas favoritas estaban Metrópolis, Juana de Arco y el mayor canto a la revolución comunista, El acorazado Potemkin de S.M. Eisenstein. Como curiosidad, el Duce llegó a estar póstumamente emparentado con Sophia Loren cuando la hermana de ella contrajo matrimonio con el cuarto hijo del sátrapa.

Además de competir con Hollywood, Benito Mussolini era consciente del poder del cine como arma de persuasión. Al otro lado de los Alpes, su contemporáneo y compañero de chaladura totalitaria, Adolf Hitler, estaba de acuerdo en esto y ya en su libro Mi lucha había precisado que la propaganda debía basarse en muy pocos puntos: tenía que dirigirse a las masas porque la capacidad receptiva de estas es limitada y carece de memoria; debía apelar a la emoción y nunca a la razón, y debía basarse en la repetición constante y ordenada acudiendo a medios de comunicación como el cine.

Nobleza baturra
Nobleza baturra

Hitler también veía un largometraje casi diariamente después de cenar. Solía elegir él mismo la película. La representación española corrió a cargo de Morena Clara y Nobleza baturra, ambas interpretadas por Imperio Argentina. Según cuenta la artista, en una conversación privada con el Führer este dijo: «Cuando vi sus películas presentí que aquella era la verdadera España» (como para hablarle del documental Las Hurdes de Luis Buñuel, en el que se mostraba las terribles condiciones de vida de aquella comarca extremeña).

Estos títulos tan patrios no pueden estar más lejos de Olimpiada y El triunfo de la verdad de Leni Riefenstahl, las dos grandes obras de este periodo de la historia alemana, odas a la raza aria que, como en el caso de El nacimiento de una nación de David Wark Griffith, generan interés por el cómo lo cuenta, pero que hay que visionar con una pinza en la nariz para ignorar lo más posible lo que narran.

 

Secuencia 4. Palacio de El Pardo en Madrid. Interior/noche

Tras cenar en el palacio, el Generalísimo decide ver de nuevo Casablanca, de Michael Curtiz. Según los partes guardados sobre las proyecciones privadas en su palacio, es el único título que se pasó en dos ocasiones. Sería interesante saber qué cruzó por su cabeza en los años 40, y luego en los 70, al ver aquella mítica escena en la que los franceses comienzan a entonar con cada vez más énfasis La Marsellesa para tapar con sus voces un coro de oficiales alemanes que cantan su himno, convirtiendo la secuencia en uno de los más hermosos retratos jamás rodados por la lucha de la libertad contra la opresión, aunque, sinceramente, cuesta imaginar al dictador capaz de un análisis tan matizado.

Metropolis
Metropolis

Los cineastas insisten en que una película no puede cambiar la historia, y es cierto que, en el caso de estos sátrapas, ver grandes películas sobre la tolerancia no sirvió de nada. Ya lo decían en Love Story, que Franco también vio en su cine particular: «Amar es no tener que decir lo siento», y él, que presumía tanto de amar España, nunca pidió perdón ni por la represión, ni por el golpe de estado, ni por las fosas en las cunetas, ni por nada de nada de nada.

 

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