Comenzaste a trabajar en esa empresa a los veintitrés años. Fuiste una de las poquísimas becarias que consiguieron ese año entrar en la compañía. Un arranque a lo grande gracias a tu impresionante currículo profesional. Bueno y, para decirlo todo, al enchufe que consiguió tu padre.
Al principio todo era guay. El trabajo molaba y los compañeros más todavía. Salíais tarde de la oficina y os ibais de copas. Incluso te liaste con un brand manager de tu departamento que estaba la mar de bueno.
Pero la cosa duró poco. Dos años más tarde, cuando te ascendieron y tuviste que dirigir a tres de tus antiguos colegas, el buen rollo se fue a pique. Les dabas órdenes, influías en sus salarios y les asignabas responsabilidades. Cuando finalmente tuviste que despedir a uno de ellos porque no daba un palo al agua, descubriste que algunos de tus compañeros ya no te llamaban para quedar.
Luego vino el siguiente ascenso: deputy marketing director. Un reto importante que decidiste asumir con todas sus consecuencias. A tu equipo, que ahora ya sobrepasaba la docena de personas, le exigías más y más cada día. Gracias a ello, el sobresfuerzo enseguida se vio recompensado con un brillante resultado. Pero ellos comenzaron a odiarte.
Al principio, abandonar tu reputación de la tía más maja del grupo te costó bastante. Sobre todo porque, encima, el puesto enseguida fue ocupado por otra. Pero los problemas en el trabajo eran muchos y no podías relajarte. Además, se rumoreaba que iba a haber cambios en la empresa y no eras la única que quería ocupar el lugar de tu jefe, así que tuviste que aprender a dar codazos.
Marketing director con treinta y dos años. ¡Guau! Ahora sí que tendrías que demostrar que el cargo no te lo había regalado nadie y que eras mejor que esos dos competidores, mayores que tú, a los que habías sobrepasado.
Pese a la crisis económica que asolaba el país, fuiste capaz de mejorar los resultados de la empresa de forma categórica. Te pusiste de moda y fueron varias las ocasiones en las que algún head hunter te hizo una oferta para pasarte a la competencia. Pero tú eras una persona leal a tu compañía y a tu equipo, así que las rechazaste todas. Y eso pese a que a estas alturas de tu carrera ya eras consciente de que tu empresa se desharía de ti al primer tropiezo serio y que, en tal caso, muchos de los miembros de tu equipo celebrarían tu marcha.
Sin embargo las cosas siguieron mejorando para ti y finalmente surgió la posibilidad de acceder a la dirección general. De nuevo tuviste que competir con algún tipo duro para el puesto, pero en esta ocasión ya no te anduviste con contemplaciones. Le machacaste en un tiempo récord, aunque durante la partida tuvieras que sacrificar algunos peones.
Ya eres la directora general de la empresa líder en cereales. El cargo se te nota en el gesto, tan adusto desde primeras horas de la mañana. Un gesto que no reconocerían los compañeros que entraron contigo en la empresa y con los que compartiste tantas risas y tantas copas. Pero ninguno de ellos trabaja ya en la compañía. A algunos los despediste. Otros se fueron en busca de una oferta mejor, un país mejor o una vida mejor. O simplemente, porque ya no querían mirarte a la cara.
Cuando regresas a casa, siempre tarde, les echas de menos. En ocasiones, pese al cansancio, te planteas llamar a alguno de ellos para veros en el bar de antes. Pero al final desistes aterrorizada ante la posibilidad de que te pongan una excusa visiblemente falsa. Entonces, todo el peso de la soledad se te viene encima. Pero nada puedes hacer, ni siquiera quejarte, pues en tu interior sabes bien que tú, y solo tú, eres quien se lo ha buscado.