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‘Dirty Money’: Michael Corleone tenía razón

En el pasado un escandalillo sexual acababa con una carrera política en Estados Unidos; hoy lo que shockea es la corrupción. En la mente del ciudadano es la mentira, y no el cuero o el látigo, lo que ha llegado a ocupar el lugar de lo perverso. De eso habla en profundidad la serie documental de Dirty Money.

Ya lo vislumbró Michael Corleone en El padrino, cuando su padre lamenta que ningún Corleone esté manejando los hilos del poder. Entre las plantas de tomates, Michael lo consuela: «Ya legaremos, papá. Ya llegaremos». Y llegaron. A aquí van unos cuantos personajes de los que don Vito estaría orgulloso.

Dirty Money comienza con el director de la serie, Alex Gibney, emprendiéndola contra Volkswagen por falsificar los índices de monóxido de carbono que emiten sus vehículos. NOx Duro trata sobre la necesidad de aumentar las ventas. Con precisión alemana, ejecutivos y técnicos desarrollan un truco tan técnicamente sofisticado que hará que los científicos se rasquen la cabeza durante años.

El timo germano y El golpe del jarabe de arce ilustran los dos extremos de la corrupción presente en las grandes industrias. El robo de la «miel canadiense», perpetrado por sus propios empleados, fue tosco y rústico. Pero ambos engaños fueron exitosos y afectaron seriamente a dos marcas país consolidadas. Lo cual hace pensar: ¿habrá un cártel del azafrán?, ¿una mafia del aceite de oliva?

Reza un dicho ruso: «El pescado se pudre por la cabeza», y justamente por eso esta serie resulta iluminadora. Pero lo cierto es que la cabeza sola no alcanza para dirigir una gran organización, para ello el resto del pescado también debe pudrirse.

Uno de los episodios más inquietantes es Banca y Lavado, pues echa por los suelos toda idea preconcebida sobre quiénes son los malos y quiénes los buenos. En este punto Dirty Money toma una postura moral y no simplemente moralizante. En estos asuntos, como en las novelas negras  de James Ellroy, no existen los inocentes.

La investigación y los testimonios exponen que ni los bancos ni los países desean terminar con un negocio tan descomunal y provechoso como el lavado de dinero. Y lo más curioso: el espectador casi siente pena por los muertos y presos de los cárteles, atrapados entre la codicia del narco y la avaricia del sistema bancario. Una desilusión como la que produce una peli de Costa Gavras.

Al contrario que otros capítulos, Venta corta y farmacéuticas desarrolla dos historias. Una, la del ideólogo que pergeña la adquisición de laboratorios para aumentar estratosféricamente la rentabilidad de sus drogas indispensables. La otra, la del autoengaño del inversor que financia al ideólogo. Eso que en política se denomina hibris y en castizo, capullez.

La diferencia con otros documentales –que tienden a ser especulaciones o teorías– es que Dirty Money no plantea causalidades, sino que va y viene abriendo habitaciones interconectadas. No ilustra tramas perfectas, sino centrípetas, como la realidad.

Si en la mayoría de los documentales los acusados eligen la invisibilidad, Scott Tucker, el empresario de Día de pago, defiende con uñas y garras su empresa millonaria construida sobre préstamos usureros, un collage turbio de textos legales y la rapiña más pura y dura. Tucker también defiende ferozmente sus cochecitos de carrera.

La cleptocracia no es nueva, pero sí lo es su flagrancia. Por eso, el Estado irá a por Tucker como un misil termoguiado. La estrella del drama es el empresario, pero los actores secundarios tampoco tienen pérdida: un abogado con cara de asesino, una esposa furiosa y una adolescente  que aún cree en el Ratón Pérez. Un casting digno de Scorsese.

Y llegamos al capítulo final, el episodio sobre Donald Trump, especulador inmobiliario y líder del mundo libre. El hombre de confianza no es una trama de corrupción. Se trata más bien del perfil del constructor y la demolición de su credibilidad. El derrumbe de un mito autogestado por medio de material de archivo utilizado cual bola de derribo.

Cada aseveración que Trump hace sobre su riqueza, su capacidad o su integridad es destrozada de inmediato por imágenes, testigos y periodistas. Un alegato devastador contra la mentira como no se ha visto en años. Dan ganas de comprar palomitas y sentarse a disfrutar de la humillación ajena.

Pero ese es solo el aspecto mediático del problema de la corrupción sistémica. Lo más importante de Dirty Money es su moraleja silenciosa. El hecho de que el estado de derecho está bajo un doble ataque por parte de la plutocracia y del crimen megaorganizado, dos fuerzas que  persiguen fines similares: crear feudos parásitos dentro del Estado de derecho.

Fenómeno que Nils Gilman denomina «la doble insurgencia». Una infección que tarde o temprano nos afectará a todos y que ni un paquete de palomitas ni un vino con Michael y don Vito podrán subsanar.

Por Claudio Molinari

Claudio Molinari es escritor.

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