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Dónde está mi momento Arquímedes

momento arquímedes

Hay días en los que uno envidia profundamente a Arquímedes. No por su inteligencia —que también—, sino porque tuvo su momento ¡eureka! en una sencilla bañera y, sin embargo, un descubrimiento aparentemente nimio le sumió en la más absoluta de las euforias. Vivimos en una era tan absurdamente informada, tan visualmente saturada, en la que damos tanto por hecho, que el asombro —ese tesoro antiguo— parece estar en vías de extinción.

Ya no descubrimos cosas, las consultamos, nos llevamos un spoiler de realidad permanente: no disfrutamos un restaurante, vamos al que tiene mejores reseñas y esperamos que esté a la altura; no alucinamos con las vistas desde una casa rural, la hemos elegido por ello previamente… Antes, ser el primero en ver algo era una posibilidad real. Ser un explorador intercontinental cruzando un océano malviviendo en un barco gigantesco, ser Howard Carter y abrir una tumba sellada durante milenios en medio de un desierto, levantar la vista y pensar que quizá podrías ser el primero en imaginar un pájaro metálico surcando el cielo.

Ahora, todo está documentado, registrado, etiquetado. Lo inexplorado ha sido mapeado; lo invisible, escaneado; lo nuevo, enterrado por la sobreproducción. El asombro, ese reflejo primitivo ante lo nuevo, ha desaparecido no solo de nuestro día a día, sino de nuestras aspiraciones y fantasías más locas.

¿Y qué pasa cuando ya no quedan selvas que atravesar, monumentos que desenterrar, máquinas pioneras que imaginar…? Necesitamos una narrativa donde todavía queda algo oculto. La conspiración no es solo paranoia: es deseo de misterio. Si no podemos descubrir continentes, al menos que alguien nos esconda uno. Si el espacio se ha vuelto pop y puede ir hasta Katy Perry, normal que a la gente le entren ganas de considerar la posibilidad de que la Tierra es plana.

Quizá no se trate entonces de encontrar nuevos mundos ni de inventar los que no existen, sino de mirar el que tenemos con otros ojos. Hemos confundido novedad con acumulación: más datos, más imágenes, más destinos, más contenido… Probablemente baste con cambiar el foco, rescatar la capacidad de detenernos, de habitar calmadamente el desconocimiento, de dejarnos caer en el abismo de la sorpresa.

Porque no todos vamos a subir al espacio en una nave patrocinada por bebidas azucaradas o pagar una millonada para que un submarino nos lleve a ver los restos del Titanic, pero sí podemos mirar una cosa cotidiana y pensar «Vaya, nunca lo había visto así». Y en esa chispa, tan pequeña como antigua, reencontrar algo de lo perdido: la fascinación por lo que no tiene explicación inmediata.

Puede que, si cambiamos el enfoque, con el tiempo sí encontremos nuevas selvas inexploradas, inventos pioneros, gritemos «¡Eureka!» por una ventana.

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