Si nos falta el sueño, morimos. Dormir es tan vital como comer o beber. De alimentación saludable sabemos mucho (o eso creemos). Pero del sueño, apenas nada. Por eso sigue sorprendiendo la afirmación de que pasamos un tercio de nuestra vida durmiendo (¡¿en serio?!).
Que el sueño, o mejor dicho, la falta de sueño puede ser tan peligrosa da fe que se haya utilizado como método de tortura desde los tiempos de la Inquisición hasta los interrogatorios de Guantánamo. Y hay experimentos con ratas a las que, al privarlas de sueño, su salud se ha deteriorado tanto y con tanto sufrimiento que ha acabado causándoles la muerte.
Lo que sí sobran son mitos alrededor el sueño. Que si podemos resarcirnos de una mala semana de sueño durmiendo más horas durante el fin de semana; que si con cuatro horas de sueño cada noche basta para sobrevivir; que un buen chupito de whisky hace dormir mejor; que si comer ciertas cosas (queso, por ejemplo) antes de acostarnos provoca pesadillas… Bla, bla, bla.
El sueño entraña una serie de complejos procesos biológicos y neurológicos sobre los que hace apenas 70 años que se ha empezado a investigar. Así lo recuerdan un artículo de Quartz: Why eight hours a night isn’t enough, according to a leading sleep scientist.
Para empezar, es un mecanismo reparador biológico que permite al cuerpo estar en buenas condiciones al día siguiente. «Por ejemplo, hay ciertas funciones relacionadas con las hormonas, como la del crecimiento, que se producen durante el sueño», explicaba el doctor Nicolás González Mangado, jefe de la Unidad del Sueño de la Fundación Jiménez Díaz a RTVE.es.
Dormir no es una necesidad exclusiva del ser humano, aunque sí es cierto que no todos los seres vivos lo hacen de la misma manera. Daniel Gartenberg, investigador en el National Science Foundation y en el National Institute of Aging, además de conferenciante TED, resume en tres razones los motivos por los que necesitamos dormir: para ahorrar energía, para ayudar a las células a recuperarse y para ayudarnos a procesar y comprender cuanto nos rodea. Sobre esto último es en lo que basa sus estudios.
A medida que vamos teniendo experiencias, todo lo que vivimos mientras estamos despiertos provoca que las neuronas establezcan conexiones entre ellas. Por ejemplo, si nos hacemos daño mientras clavamos un clavo con un martillo, nuestro cerebro asociará martillo con dolor, creando una respuesta y un recuerdo que nos ayude a tener más cuidado la próxima vez que nos dé por el bricolaje.
El sueño funcionaría como una especie de simulador donde se ensayan diferentes respuestas emocionales ante las experiencias que hemos adquirido en la vigilia (según explican en el artículo Por qué necesitamos dormir, y qué ocurre si no lo hacemos de eldiario.es)
Lo que ocurre cuando dormimos es que nuestro cerebro se dedica a limpiar esas conexiones. Es decir, elimina las que no son importantes y refuerza las que sí lo son. «Lo que hace el sueño profundo es todo el procesamiento neuronal», explica Gartenberg, «y lo que hace el sueño REM y el sueño ligero básicamente es integrarlo en nuestra personalidad y nuestra comprensión del mundo a largo plazo».
El REM es la fase del sueño donde se producen las ensoñaciones y se caracteriza por movimientos oculares muy rápidos (de ahí su nombre, Rapid Eye Movement). Solo es una de las distintas fases por las que pasa el sueño: empezamos con uno ligero, luego pasamos a un sueño más profundo y terminamos con el REM para empezar de nuevo el ciclo varias veces durante la noche.
El control de la respiración, las funciones corporales, las secreciones hormonales y las funciones reparadoras vienen determinadas por el tipo de sueño. El REM, por ejemplo, podría tener que ver con las funciones reparadoras del cerebro, explican desde la Unidad del Sueño de la Fundación Jiménez Díaz.
Durante el sueño profundo, el cerebro emite las llamadas ondas delta, mientras que en el REM, esas ondas son muy parecidas a las que tendría una persona despierta. El cuerpo también está paralizado durante la fase REM y se pierde la regularización térmica. Por ello, si en la habitación hace mucho calor, el cuerpo también elevará su temperatura.
Ahora bien, para que todo ese reajuste cerebral y biológico se produzca correctamente en nuestros cuerpos, ¿cuántas horas debemos dedicar al sueño? Las teorías generales dicen que entre siete y nueve horas y un mínimo de cuatro, aunque depende de la edad.
Un bebé puede dormir entre 16 y 18 horas al día, si bien su sueño es muy ligero. Hay varias teorías que explican el porqué, aunque la más curiosa es la que lo relaciona con el instinto defensivo ante depredadores.
Que un recién nacido obligue a sus padres a despertarse varias veces a lo largo de la noche es, en realidad, una alarma defensiva del recién nacido contra los peligros que puedan acechar. Necesita que sus padres estén en vela para protegerle de esos depredadores. Aunque hay otras teorías que afirman que privan a sus padres del sueño para impedirles engendrar un hermano que ponga en riesgo su supervivencia. Quienes hayan sido padres, esta segunda opción les parecerá muy lógica.
A medida que se va creciendo, las horas de sueño se reducen también. Y ya en la pubertad la melatonina (la hormona que nos dice cuándo toca irse a la cama) se libera más tarde de lo habitual comparado con los adultos. Esa sería una de las razones por las que los adolescentes están más activos por la noche y les cuesta dormir.
Para el profesor Orfeu Buxton, más que ocho horas, lo que una persona debería dormir serían ocho y media. Según las teorías más comunes, una persona sin problemas en el sueño pasa más del 90% del tiempo dormido en la cama, por lo que si se queda en el lecho durante ocho horas, en realidad podría dormir solo 7,2 horas. Sería conveniente entonces alargar el tiempo que pasamos en la cama para cumplir esa pauta ideal de sueño.
Claro, que todo depende del organismo de cada persona. Hay quien con seis horas de sueño funcionan igual de bien que otros con ocho o con doce. Todo depende de un gen que determina si somos alondras (animales diurnos) o búhos (animales nocturnos). Es lo que estudia la cronobiología.
En realidad, funcionamos con ritmos circadianos que determinan nuestro nivel de energía durante el día. Y estos están regidos por la luz solar. Así, lo normal es que durante la mañana tengamos un pico de vigilia. Después de comer, elevamos nuestro nivel de glucosa, especialmente si la comida ha sido muy calórica.
Y ese pico de glucosa junto con el ritmo circadiano provoca esa modorra, esa necesidad de siesta que nos invita a echar una cabezadita. Después, llega otro pico de alerta poco antes de la cena y el cansancio será ya más notable cuando se acerque la hora de irse a la cama.
El problema, asegura Daniel Gartenberg en el artículo de Quartz, es que cada vez pasamos menos tiempo en el exterior y más metidos en casa, en la oficina o en el interior de los centros comerciales. Y eso descompensa nuestros ritmos circadianos que están regidos, como ya se ha dicho, por la luz solar.
Todo ello acarrea desajustes en el sueño. La mejor solución está en mantener unos horarios regulares para acostarse y levantarse, y salir a caminar por las mañanas. Lo bueno de los ritmos circadianos es que se pueden cambiar.
Pero, aunque somos conscientes de la necesidad de dormir bien, la mayoría no sigue su propio consejo. El Comité Español de Acreditación Médica del Sueño (CEAMS) afirma que los españoles duermen una media hora menos que el resto de ciudadanos europeos, y un tercio de ellos padece algún trastorno del sueño. Una de las razones que se apuntan es que España está en la zona horaria equivocada.
Tampoco ayudan muchos los horarios laborales y el actual sistema de trabajo. Trabajamos tanto que acaba afectando al sueño. Somos conscientes de que debemos tener una vida saludable, pero en esa vida saludable se nos olvida el dormir bien.
Nos vemos obligados a rendir al máximo durante un mayor número de horas, a estar siempre en modo on. Tampoco ayudan los teléfonos móviles, los ordenadores y la esclavitud de estar siempre conectados.
Quizá por eso, afirma Gartenberg, esté tan de moda la meditación, una manera de tratar de desconectar y ralentizar nuestro frenético ritmo. Aunque lo que él recomienda para alcanzar ese proceso reparador de la mente (y del cuerpo) es una siesta. «Muchas veces la gente habla de hacer meditación al mediodía, pero para la mayoría de las personas recomendaría una siesta rápida en lugar de una meditación rápida».
Deberíamos, por tanto, buscar un sistema de trabajo que facilitara esa salud del sueño y permitiera la posibilidad de echarse la siesta, pequeñas cabezadas de 15 o 30 minutos que permitan recuperar el ritmo y afrontar lo que queda del día. O, al menos, permitirnos un tiempo de desconexión del trabajo que permita al cerebro oxigenarse. Esos descansos, bien sean siestas o momentos de meditación, ayudan a mejorar la productividad, especialmente en los trabajos creativos.
Hay quien luchará contra la modorra con dosis de cafeína en vena, pero como recuerda Gartenberg, la naturaleza es sabia y conviene, de vez en cuando, ceder a sus imperativos. Si el cuerpo te pide siesta, dale el capricho. Al fin y al cabo, dice el conferenciante TED, no fuimos hechos para ser productivos ocho horas seguidas. Quizá la próxima lucha obrera gire en torno al derecho a dormir (bien) ocho horitas.
¿Qué puede producir en nuestro organismo la falta de sueño? La más evidente, una sensación de cansancio, de agotamiento, que nos hace ir arrastras durante todo el día. Pero puede haber otros efectos más perniciosos. Se genera más grasa corporal (sí, dormir poco engorda), menos masa muscular, trastornos en el apetito, mayor riesgo de sufrir diabetes, más estrés, peor sexo y reducción de la esperanza de vida. Poca broma entonces con el insomnio.
Pero hay esperanza. Es posible lograr un buen hábito de sueño (si no existen patologías más graves que deberían ser tratadas y estudiadas por profesionales) si conseguimos aislar nuestra habitación de ruidos, buscar la temperatura adecuada, eliminar cualquier fuente de luz azul cerca de nuestra cama y tratar de reducir el estrés en nuestra vida. No es fácil, pero por intentarlo nada se pierde.