Entra en la consulta el primer paciente del día. «Desde que me dejó mi novia, estoy muerto en vida». Aparece la siguiente. «El día que me despidieron en el trabajo sentí que me moría».
Sin receso, se le da paso al tercero. «El otro día me dijeron por Twitter que era más feo que pegarle a un padre con un calcetín sudado y me siento desde entonces como una rata de alcantarilla». Y así, un largo etcétera.
Durante años, multitud de personas se han acercado a la consulta del psicólogo Rafael Santandreu para contarle lo terribles que eran sus vidas por circunstancias como estas.
Él, ni corto ni perezoso, optó por diagnosticarles a todos ellos terribilitis, esto es, la tendencia a calificar como terribles adversidades que no lo son. La enfermedad del siglo veintiuno y el padre de la ansiedad, los celos, la depresión, las obsesiones y el mal rollo.
En su último libro, Nada es tan terrible (Grijalbo), Santandreu da una serie de pautas para superar este y otros males apocalípticos, huyendo para ello de la tradicional cantinela positiva de los libros de autoayuda y basándose en la psicología más científica (la terapia cognitiva, en concreto), cuya eficacia ha sido avalada en numerosas ocasiones.
Algunas de las claves y reflexiones para construir una fortaleza mental a prueba de bombas (recogidas en el libro) pasan por lo siguiente:
Eres un drama queen. Te encanta un dramón y lo sabes. Santandreu asegura que no nos afecta lo que nos sucede, sino lo que nos decimos de lo que sucede. Por ejemplo, una mañana te quedas dormido y sabes que ese día llegarás tarde al trabajo.
Te pones histérico y te pasas todo el camino maldiciéndote a ti mismo, a todo el que te rodea y a los astros, que se han alineado ese día para que tú sufras tamaña desgracia. ¿Y qué hago para no sentir eso? Para evitar sentirte así, necesitarás controlar (pero muy en serio) tu diálogo interno.
Entender que nada es el fin del mundo. Solo entonces te convertirás en un alma fuerte y con capacidad para ser feliz. De hecho, las personas más fuertes y sanas consideran que no hay nada terrible en esta vida y se proponen ser felices pase lo que pase.
El autor pone el ejemplo de la experiencia límite vital a la que se debió enfrentar el astrofísico Stephen Hawking, que vivió cuarenta años en una silla de ruedas sin poder moverse ni hablar.
A pesar de su enfermedad, el británico se convirtió en uno de los mejores científicos del mundo y fue tremendamente feliz, trabajando siempre en lo que más le gustaba y rodeado en todo momento del amor de sus seguidores, amigos y familiares.
Supera tu necesititis. El germen de las neuras es esa creencia de que uno necesita muchas cosas para estar bien.
A menudo, te repites a ti mismo cosas como «Necesito estar delgado, tener un buen trabajo, una casa en propiedad, una pareja estupenda, ser extrovertido, tener muchos amigos y haber viajado un montón. Y si no lo tengo, es que soy un maldito desgraciado».
Te empecinas en transformar tus deseos en feas e inventadas obligaciones. ¿Y cómo se puede superar esto? Hace falta que te amuebles mentalmente y cambies de manera radical tu mundo interior.
«Lo único que se necesita para ser feliz es el agua y la comida del día. Si más o menos puedes conseguir eso, aunque sea en el albergue público de tu ciudad, ya puedes ser la persona más feliz del mundo», comenta el autor en una entrevista radiofónica. Y darse cuenta de que para ser feliz uno necesita muy poco (pero a nivel radical es una gran liberación).
La muerte y la enfermedad, ¿sientan tan mal? Es irracional pensar que la salud es lo más importante de la vida. Todo el mundo va a morirse. Es más, la muerte es algo necesario (y orgánico, porque lo contrario sería insostenible para el planeta).
Para ese cambio de chip que se necesita, Santandreu propone en su libro enfrentarse a la perturbación (el miedo ante una enfermedad, por ejemplo) activando la renuncia mental pertinente («no necesito estar sano para ser feliz» o «no necesito vivir más de lo que me marcará el destino en un momento dado») y creando un nuevo marco que haga a las personas ver el beneficio a obtener («voy a ser el mejor enfermo del mundo; me cuidaré de manera ejemplar, e incluso ayudaré a otros. ¡Puedo disfrutar de este reto!» o «Y si no superase esta enfermedad, no pasaría nada en absoluto: simplemente disfrutaré intentando curarme hasta el final. Y, una vez muerto, ya no habrá ninguna preocupación»).
¿Y si ser feo fuese una chuminada? Todas las personas tienen complejos. Piensas que tu nariz es fea, que eres demasiado bajo, que eres más tonto que tus amigos o que eres inferior a tu vecino que tiene estudios superiores.
Para mandar a paseo esos complejos, debes convencerte de que aún con ese fallo puedes tener una gran vida. Aprender a manejar tus pensamientos y creencias, para que tus emociones te acompañen inmediatamente.
«Debemos dejar de valorar las cualidades o valores trampa: la inteligencia, la belleza, las habilidades, la extroversión… todo eso tiene muy poco valor», explica el escritor, que asegura que esas cualidades son un peligro y una pérdida de tiempo a la que solemos darle demasiada importancia.
Sin embargo, lo único que da la felicidad son las cualidades auténticas, esto es, nuestra capacidad de amar la vida y a los demás. Si tienes mucho de esto, serás feliz. De lo contrario, olvídate. Mahatma Gandhi, por poner un ejemplo, no era nada guapo y, aun así fue un hombre fuerte y feliz que vivió una vida de plenitud estupenda.
No importas tanto como crees. Le damos demasiada importancia a todo. Y la importancia real y justa de las cosas es mucho menor. «En el universo sucede algo curioso que es la paradoja de la importancia de las cosas.
El ser humano es muy poco importante, de la misma manera que lo es un caracol. A un caracol lo cazamos y nos lo comemos. No tiene mucha importancia en el cosmos. Sin embargo, para un biólogo es una maravilla de vida, supercompleja y con unas características acojonantes. Y a nosotros nos pasa lo mismo.
Por un lado, el ser humano es una maravilla alucinante y, por otro, no tenemos mucha importancia. Pero eso es un descanso», señala el autor en una entrevista radiofónica. A fin de cuentas, uno intenta hacer las cosas bien y si lo consigue, genial. Y si no, pues igual. ¡No será el fin del mundo!
Bendita incomodidad. No todo te viene de cara. Por eso, es importante que uno aprenda que la comodidad permanente no es, ni de lejos, la receta para la felicidad.
Y que uno puede sentirse cómodo en cualquier lugar. Por ejemplo, imagina que eres un amante del deporte. Te levantas cada día a las seis de la mañana y lo primero que haces es salir a correr durante una hora. Es más, después del trabajo, te pasas por el gimnasio a seguir haciendo ejercicio y produciendo endorfinas.
También sigues una dieta bastante estricta. Y te preparas a conciencia para el maratón del próximo mes, donde te has propuesto cubrir un recorrido de veinte kilómetros en menos de una hora y media. Te sientes feliz, motivado, en forma y estás de buen humor al final de cada día.
Ahora bien, la preparación para esa prueba de larga distancia no es especialmente cómoda. Hay algún momento de descanso –la cerveza y la pizza que te permites tomar con los amigos una vez por semana–, pero, en general, hay mucho sacrificio, bastante calor e incluso algunas molestias físicas.
Sin embargo, todo eso te da igual. Te sientes increíblemente vivo y estás genial. Encontraste la comodidad dentro de la incomodidad.
No necesitas que todo el mundo te trate bien todo el tiempo. Conviene que, cada vez que te enfades (y a diario), te preguntes qué te has dicho a ti mismo para ponerte mal o entristecerte.
Por ejemplo, cuando en el trabajo un compañero te da una mala contestación y de camino a casa te envenenas diciéndote a ti mismo que al día siguiente le pondrás en su sitio. En realidad, lo que te estás diciendo es que todo el mundo te debe tratar increíblemente bien todo el tiempo.
«Eso es una gran creencia irracional, porque eso es imposible. No todo el mundo te va a tratar bien todo el tiempo. Lo único que necesitas es que algunas personas, como los más cercanos, te traten bien. ¡Y tampoco todo el tiempo! Porque también son humanos y fallan», reflexiona el autor.
De este modo, llegas a entender que eso no se necesita para la felicidad y, así, la siguiente vez que alguien te diga algo desagradable te sentará un poquito menos mal. En definitiva, te llegas a convencer de que las faltas de respeto son oportunidades de hacerte más independiente de la actuación de los demás y te esmeras en mejorar tu sistema de valores.
Y, de paso, tampoco le tienes en cuenta a tu amigo cualquier chuminada (como olvidarse de tu cumpleaños o no invitarte a comer a su casa) ni esperas que sea el amigo diez cuando tú tampoco lo eres.
El carisma y la esencia buena de los amargados. Santandreu entiende a las personas carismáticas como aquellas que se sienten a gusto en las relaciones sociales y muestran lo mejor de sí mismas.
Y asegura que es importante que te des cuenta de que todas las personas tienen grandes cualidades y son buenas por naturaleza (aunque, a veces, algunos se vuelvan locos y neuróticos por algún motivo). Por ejemplo, la señora huraña y con cara de amargada que nos atiende cada sábado por la mañana en el supermercado.
A partir de ahora, visualiza que te la llevas contigo a trabajar en una misión humanitaria en Nicaragua, que vivís en comunidad y que esa persona que te parecía tan borde cambia y se vuelve una de las cooperantes más amables del proyecto.
«Si nos esforzamos en ver a todo el mundo como bueno, como hipotéticos hermanos, nos abriremos a ese concepto llamado aceptación incondicional de los demás, algo esencial en psicología cognitiva. A partir de ahí, las interacciones serán más fáciles y agradables», cuenta el autor en su libro.
En definitiva, cuando esas personas se muestran egoístas o agresivas, tú les respondes con amor y tranquilidad. Y, por increíble que pueda parecer, los sanas (logrando en muchos casos desactivarlos).
Date arrumacos y deja de buscar al príncipe azul. En cualquier terapia de pareja, te dirían que la mejor forma de arreglar la crisis que tenéis es aprendiendo a resolver conflictos de la mejor manera.
Los estudios aseguran que hay muchas parejas que son terriblemente malas a la hora de resolver sus conflictos, pero que, aun así, se quieren y van muy bien. Y también que hay otras que son buenas resolviéndolos, pero en las que no hay amor por ningún lado.
Lo fundamental de una pareja es que mantenga lo que Santandreu llama el núcleo afectivo siempre encendido. Lo más hermoso es saber que tienes al lado a alguien que te quiere y apoya un montón y que haría (casi) lo que fuese por ti. «Ese núcleo se alimenta con besitos, arrumacos, caricias.
Pero, por distintas razones, a veces eso se deja de hacer…», cuenta en otra entrevista. Un enfado tonto, estrés por temas de trabajo, el reparo a practicar sexo en la misma habitación donde duerme vuestro bebé o el temor a que vuestro hijo se ponga celoso si os ve besaros o cogidos de la mano por la calle.
La cosa es que, para cuando ha pasado el problema o la circunstancia adversa, os habéis deshabituado y lo que había entre vosotros se ha enfriado. ¡Y entonces sí que la hemos liado!
¿La receta? Darse besos y arrumacos por la mañana, por la tarde y por la noche. Incondicionalmente y sin reparos.