El soldado nunca lo tuvo fácil para saber si el enemigo venía de frente, de culo o corría por sus venas.
El ejército contrario le disparaba y bombardeaba. Pero su propia tropa le propinaba sustancias que le alteraban el juicio y el sentío.
Entre los reclutas del Imperio Británico corría el ron que era una delicia.
A los bárbaros del norte los surtían de setas alucinógenas.
Y en el siglo XX el fiestón se hizo rock and roll.
En la I Guerra Mundial, las tropas francesas y británicas se ponían hasta el culo de cocaína. A velocidad motora, con las pupilas como platos, aplastaron a los germanos.
Al principio dijeron que los alemanes la introducían en el ejército inglés para enloquecerlos. Pero después se vio que eran los holandeses quienes hacían negocio vendiendo a diestro y siniestro.
En la II Guerra Mundial, la anfetamina puso la juerga. Los nazis la llevaron al mercado en la píldora pervitina y los soldados la recibían junto al plato de comida. Flipados de metanfetamina, con el corazón a mil y la euforia de un Dios, invadieron Francia, Polonia y Checoslovaquia.
A veces, lo sabían.
A menudo, lo pedían.
Pero hubo quien se lo tragó sin tener explicación: fueron los conejillos de indias. En la Guerra Fría, el ejército de EEUU echaba LSD en el café de algunos soldados para ver cómo actuaba un combatiente alucinado.
Uuh… aaAah… uUuuhh…
Todo eran risas: no obedecieron una orden, las armas bailaban. Parecía la droga perfecta para desarmar al enemigo.
En el LSD buscaron también el suero de la verdad. En estos experimentos arruinaron la vida de muchos hombres: del empacho de alucinación surgieron paranoias que no se fueron nunca.
No sacaron nada en claro del uso de las drogas en la guerra.
Y al final cesaron las pruebas.
Por estos motivos: «falta de datos, el carácter poco concluyente de los experimentos y los problemas jurídicos, políticos y éticos».
Fuentes:
‘Las drogas en la guerra’, de Lukasz Kamienski (Critica Barcelona)
El Periódico