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El bastión judío encerrado en Brooklyn


Depositan su fuerza en el inmovilismo. Odian el cambio. Pero han elegido un suelo equivocado para fundir sus tradiciones a este tiempo y ese espacio. La comunidad judía ultraortodoxa Satmar vive en una zona de Williamsburg, en Brooklyn (Nueva York), rodeada de hipsters, fashion victims y trendsetters que aman las nuevas modas más que cualquier otra cosa en el mundo.
Los Satmar hacen de la norma su religión y pretenden desafiar el paso del tiempo con unas ropas y unas tradiciones férreas hasta la extenuación. Pertenecen al judaísmo Hasidic y eso significa que ven a Dios por todas partes.
Pasó una noche por aquel lugar el fotógrafo Stéphane Missier. El taxi arrancó en Manhattan y antes de llegar a su casa, en Brooklyn, recorrió algunas calles donde vive esta comunidad. “No me podía creer lo que veía. Era un viaje en el tiempo. Me acordé de la película francesa Les aventures de Rabbi Jacob. Pasar por esa zona es una mezcla de surrealismo y anacronismo”, dice el fotógrafo.
Pasaron los días. El viaje en taxi no había acabado. Seguía en la mente de Missier y decidió volver al lugar para tomar unas fotos. “Los Satmar son particularmente fotogénicos porque parecen suspendidos en el tiempo y contrastan totalmente con la continua metamorfosis de los barrios adyacentes”, comenta el francés afincado en Nueva York.
Tomó una primera foto. La mostró a algunos amigos y quedaron, igual que él, absolutamente impresionados. Eso llevó a otra foto, y otra foto, y muchas más fotos capturadas los sábados, de 12.00 a 13.00, durante los últimos dos años. Es solo en ese momento cuando la calle se llena de las idas y venidas de unas personas, vestidas más elegantes de lo habitual, que van y vienen de orar. En la tierra de lo estricto, la vuelta de la sinagoga, un sábado, marca el principio de las calles desiertas.

“Los sábados, durante el Shabbat, hombres con barba y uniformados se mueven con prisa. Mientras, las mujeres, cubiertas de negro, con sus turbantes y sus vestidos de manga larga, empujan los carritos de sus hijos en calles residenciales pobladas de casas con ventanas cerradas con rejas”, explica el fotógrafo. “En Lee Avenue, el epicentro de la comunidad religiosa, una multitud de pequeñas sinagogas, academias judías, tiendas y carteles hebreos marcan el pulso de la localidad”.
La cámara de Missier no encaja en un barrio de espíritu severo. Los niños, en alguna ocasión, le han hablado. El peso de la ideología aún no es tan profundo para temer a una imagen congelada. Pero los adultos huyen o lo desafían con la mirada. Más los hombres que las mujeres.
“Hacer fotos en Hasidic Williamsburg puede resultar incómodo. Sientes claramente que estás molestando. Los viandantes están ahí para recordarte que estás haciendo una incursión en tierra ajena. He recibido muchas miradas hostiles mientras capturaba ese intenso e inusual escenario urbano. No hace mucho tiempo fui rodeado por un grupo de niños que me dijeron que era un hombre del demonio”, asegura Missier. “Desde su llegada desde Europa después de la segunda Guerra Mundial, el Hasidim ha creado una tierra aislada, a unas cuantas paradas de Manhattan, donde se construyeron unos muros sociológicos para recrear ese estilo de vida tradicional y para protegerse del cambio”.

“Hoy el sentimiento de autarquía y rechazo es incluso mayor porque la comunidad está viendo el proceso de gentrificación (transformación urbana en el que la población original de un barrio es desplazada progresivamente por otra de mayor capacidad adquisitiva) en la parte norte de Williamsburg (Bedford-Stuyvesant y Bushwick)”, cuenta el francés.
El progreso es el miedo. Podría arrasar con la identidad del barrio. O peor aún. ¿Cómo se puede educar en la tradición Hasidic cuando la inmoralidad vive a la vuelta de la esquina?
















 

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