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El derecho a ser cursi

Hay que ejercitar el perverso placer de pensar, escribir ¡y decir! frases que teñirían de rubor el rostro de nuestras madres… e incluso de nuestras abuelas. Las novelitas de Corín Tellado están jalonadas de esos piropos melosos que a ellas les encanta escuchar y a ellos no les da pudor pronunciar… al menos en sus páginas. Pero en el mundo real hay bastante diferencia entre estos dos requiebros:
Desearía ser una lágrima tuya para nacer en tus ojos, navegar por tus mejillas y morir en tus labios
y
¡Quién fuera baldosa ‘pa’ verte ‘toa’ la cosa!
Cuando escribo esto acaba de estallar la primavera como una inesperada bomba hormonal que reclama toda clase de satisfacciones…, muchas de ellas fuera de nuestro alcance, ¿no es así? Pues es tiempo de dejarse llevar por la lírica y por el bombeo de nuestras vísceras, sobre todo del corazón, no vayamos a liarla.
La película Rudo y Cursi (Carlos Cuarón, 2008) habla de fútbol, de ambiciones y de ese sentido del ridículo que nos imprime la costumbre. Y de dos hermanos que poseen los caracteres opuestos que dan título al filme, que pugnan por ser los ‘rayos catódicos’ de un deporte en el que hay poco margen a la cursilería, pero sí a la rudeza.
Tuve una novia que me prohibió que le dijera frases románticas al oído. Sí, han leído bien: ‘tuve’. Porque no concibo un mundo sin poesía, sin ese placer culpable que consiste en deslizarse por el tobogán de los sentimientos sin temor a ser tachado de… cursi. Lo peor es que con esa novia tuve una hija… A ver qué hacemos ahora.
Nos ha dejado Leopoldo María Panero, un poeta nada cursi, como tampoco lo son los que nos quedan: Antonio Lucas, Pedro Maestre o incluso Pere Gimferrer… y también nos queda la herida de la palabra, del gesto sutil, de la emoción que provoca decir o hacer algo que sabemos que es absolutamente impropio, pero absolutamente necesario. La poesía no es cursi, lo son los anuncios de compresas, con todos esos injustificables líquidos azules…
A Juan Ramón Jiménez siempre le persiguió el sambenito de la cursilería provocada por aquel inolvidable arranque de Platero y yo:
«Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro.
Lo dejo suelto y se va al prado, y acaricia tibiamente con su hocico, rozándolas apenas, las florecillas rosas, celestes y gualdas…»
De acuerdo; no parece la forma más precisa de describir a un burro y, sin embargo, Platero y yo es una obra cumbre de la lírica, a pesar de que muchos llegamos a odiarla porque nos la impusieron en aquel remoto ciclo formativo llamado E.G.B.
¿Enviar flores? ¿Escribir unos versos en una pared? ¿Llorar en una película de Pixar? No pasa nada, eso no nos hace más frágiles, sino más humanos. Por favor, sean ustedes cursis de vez en cuando (no hay que abusar) y el mundo será un lugar más amable.

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